Miguel Delibes - Diario de un cazador

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Lorenzo trabaja de bedel en una escuela, mantiene a su madre, tiene las ideas muy claras sobre muchas cosas, y en los ratos libres, y todos los domingos durante la temporada, va de caza. Contempla el mundo con su lúcida inteligencia de muchacho de pueblo y se cuenta a sí mismo las cosas que pasan sin pensar en la posteridad.

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conejos, 1 chocha y 1 zorro.

10 febrero, martes

No me había metido en la cama cuando sentí el timbre de la puerta. «Algo pasa, Lorenzo. ¡Asómate!», me voceó la madre desde la alcoba. Esto era anteanoche. Me eché el abrigo y me asomé por la azotea. Melecio aguardaba bajo un farol y me dijo que apurase, que había sucedido algo. En lo que tardé en bajar no me hubiera cabido un piñón en el culo. Ya en la calle me comunicó que el Pepe se había pegado un tiro y estaba diñándola. Echamos a correr calle arriba como dos locos. Al llegar donde el Pepe, Zacarías nos explicó que al querer matar una liebre encamada a culatazos se le disparó la escopeta y le alcanzó el hombro. Le pregunté si en lo de Muro y dijo que sí. Pasamos a la alcoba y allí estaba la Patro dándole al Pepe buches de agua. Es divertido esto del Pepe. El padre y él andaban ajuntados con dos socias en la misma casa. También el padre estaba allí. Le pregunté al Pepe cómo había sido, pero no acertaba a hablar. Llegó el médico y al largarse dijo que había que ponerse en lo peor. Yo le dije a Zacarías que me iba a buscar al cura. Me voceó que era inútil, pero ya iba yo corriendo escalera abajo y me decía: «No podemos dejarle morir como un perro. No podemos hacer eso». Don Florián bajó asustado y a pesar de que el reuma le hacía cojear, cruzaba las calles como un relámpago. El Pepe preguntó al verle si venía como cura o como cazador y don Florián le contestó que dejara eso, que venía a echar un párrafo y por si le necesitase. El hombre jadeaba como un perro en agosto. Daba fatiga el verle. El Pepe le advirtió que de eso que se pensaba, ni hablar, pero don Florián no le hizo caso y se sentó junto al catre. Zacarías, Melecio, el padre del Pepe y yo mirábamos todo desde la puerta como si nos hubieran clavado allí. Al rato, don Florián empezó a decirle al Pepe que él no era malo y que muchas de las cosas que había hecho y que sirvieron para que algunos le juzgasen mal, no pasaban la mayor parte de las veces de ser travesuras. Don Florián hablaba a chorros para que el Pepe no se debilitase. Luego le recordó cuando metió de matute un cerdo en un ataúd en la época del estraperlo. El mismo don Florián la gozaba. El Pepe, desde la puerta, no parecía el Pepe. El hombre, en sólo veinticuatro horas, se había quedado en la espina de santa Lucía. Me acordé de que, la víspera, el Pepe nos dijo que pensaba divertirse por toda la temporada. Lo que es la vida. Don Florián le hablaba ahora de Dios y le decía que para Dios muchas de las cosas que los hombres juzgan malas no constituyen motivos de censura. El Pepe dijo que lo dejara, pero el cura se lió entonces a hablarle de los cazadores y le preguntó si no había sentido nunca, al llegar a lo alto de una loma, una sensación de alivio. El Pepe dijo que a ver, que en las pantorrillas, pero don Florián le dijo que no era eso, sino la proximidad de Dios, y que imaginara lo que podría sentirse subiendo por encima de las nubes. El Pepe se cansó y le volvió la espalda. Pero don Florián, con toda su santa paciencia, siguió erre que erre y le dijo que él no tenía la culpa de que nadie le hubiera hablado nunca del cielo de los cazadores, que estaba lleno de cotos más grandes y mejores que el de Muro, porque no hay pinos ni chaparros que estorben el tiro. El Pepe rebullía y entonces el cura arrimó la silla a la cama y dijo: «La cosa más o menos ocurre así. Tú, cada mañana, al despertar, acudes junto al Señor y vas y le dices: "Señor, si no os molesta, hoy quisiera cazar a toro suelto, o bien con galgos, o bien en mano, o bien de ojeo". Porque allí arriba, las laderas no pesan en los riñones como aquí abajo, ¿entiendes, hijo? O mejor todavía, tú le dirás al Señor: "Señor, si no os enoja, yo quisiera que me ojearan esta mañana unas perdices". Y el Señor le dirá a San Miguel: "Miguel, ¿dónde anda el coro de ángeles número cuatro?" San Miguel dirá: "Señor, preparándole las carambolas al campeón de billar que subió anoche". "¿Todavía?", preguntará el Señor. Y dirá San Miguel: "No se cansan sus brazos de hacer carambolas, Señor". Y dirá el Señor: "Di al número cinco, entonces, que ojeen unas perdices al Pepe. Que lo hagan con cuidado, ¿entiendes? Que no dejen mata por registrar. Tengo interés en que este muchacho se divierta". Y San Miguel marchará a avisar, y el Señor aún le gritará: "Digo que le metan también unos faisanes. ¿Te gusta tirar los faisanes, hijo?" Y tú, Pepe, vas y le dices: "¿Faisanes? Nunca tuve esa oportunidad, Señor". El Señor insistirá: "Sí, sí, que le metan también unos faisanes. Así te irás adiestrando, hijo". Y luego se fijará en tu escopeta y t te dirá: "¿Cómo puedes tirar con ese viejo trasto lleno de herrumbre?" Y tú responderás: "Señor, hoy una escopeta vale un riñón". Él de seguro se echará a reír y te entregará entonces una Sarasqueta último modelo, de esas que pueden hacer ocho disparos sin más que mover a cada tiro una palanquita». El cura sudaba por cada pelo una gota. Sin parar mientes en que el Pepe se revolvía y sonreía con la mirada en el techo, continuó: «Y tú te ocultas tras una jara. La jara no impedirá que tú veas a las perdices, pero sí que las perdices te vean a ti. ¡Ésa es otra ventaja! Y a tus pies habrá un pointer dócil, que ni cazará recio, ni machucará los pájaros y que te irá poniendo las piezas muertas en un montón. Y, por descontado, allí nadie te va a ir con monsergas de que si la licencia, el permiso de armas, la guía o la historia. ¿Comprendes lo que es eso, hijo?» El Pepe empalidecía por momentos. Dijo, de pronto, sin dejar de sonreír, que nada de todo eso era posible porque resultaba demasiado hermoso. El cura dijo escapado que para el Señor nada había imposible. El Pepe estaba ansioso y preguntó si de verdad era cierto. El cura le dijo que él no le engañaría en este trance, y entonces el Pepe se volvió a él y le colgaban dos lagrimones. Salimos fuera y esperamos como media hora. Al cabo, el cura apareció en la puerta. Le dije a la Patro que entrase y ella dijo que no porque la asustaban los pies de los muertos. Salí a acompañar a don Florián y a encargar la caja. Por el fondo de la calle amanecía ya el día. Don Florián no me parecía el mismo hombre que veinte años antes llevaba la mano con el padre con la sotana arremangada a la cintura. Le dije lealmente que había estado inspirado y él miró para arriba y me dijo: «Creí que se me iba. Sinceramente, hijo, creí que se me iba». Ya en la puerta me preguntó si recordaba el empacho de buñuelos que agarré el Día de Todos los Santos, siendo todavía un chaval, en lo de Cuesta. Le dije lealmente que como si fuera hoy. Luego pasé por la funeraria. Tochano no ha aportado por casa del Pepe vivo ni muerto. Aún me parece mentira que así suba a lo de Jado, a lo de Aniago, a lo de Muro, o donde sea, no he de encontrar más al Pepe.

11 febrero, miércoles

Pasé el día junto al difunto. Una de las veces, de tanto mirarle, me pareció que me guiñaba un ojo. Pero ya, ya. Tenía los dos bien cerrados y lo único que se le abría era la boca. Su padre le anudó un pañuelo. Desde la medianoche la herida ya atufaba. Zacarías y Melecio se quedaron de vela conmigo. Por la tarde pasó un momento el presidente de la Sociedad de Cazadores y dijo que ya era patoso el que ocurriera una cosa así el último día de la temporada. El hombre parecía afectado. Zacarías no hacía más que repetir que si el jurado de Villalba hubiera retenido la escopeta como era su obligación, otro gallo le cantara al Pepe. Al caer la tarde, la Patro se largó sin entrar a ver el cadáver. Por lo visto vuelve al pueblo con los suyos. A la mañana llegó una corona de la Sociedad, toda de claveles blancos. A las once salió el entierro y el padre del Pepe, quieras que no, nos colocó a los tres con don Florián y él en la presidencia. Nos llegamos hasta el camposanto en taxi. Ya me alegra que haya allí una nube de conejos. Bien pensado, es una bobería, ya que el Pepe puede andar a estas horas tirando faisanes a mansalva. O de mano con el padre. ¡Vaya usted a saber! Así y todo me encuentro como aliquebrado esta noche.

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