Alfredo Echenique - Cuentos

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– Coñac para todos, menos para los chicos -dijo, como cada viernes, exactamente a la misma hora, el abuelito materno.

– En esta casa mandas tú, querido suegro cervantino – agregó mi padre, pero de tal manera que, una vez más, como cada viernes, desde hace varios años, todos ahí notáramos que en esa casa, en esa familia, en esa ciudad, y, de ser posible, en ese país, hacía ya un buen rato que él había desplazado cien por ciento al abuelo en todos y cada uno de los negocios y asuntos familiares. Luego, falsamente condescendiente, y mientras besaba a mi madre con su eterno Hi, darling, logrando expulsarla casi hasta Francia, de purita desesperación e incompatibilidad de caracteres, agregó un Hi general, para la familia completa, al menos la íntima, la más cercana, y preguntó si su llegada había interrumpido alguna conversación.

– Estábamos hablando de la guerra de Cuba y del 98, Robert -lo informó el tío Otto Burmester.

– John Wayne se voló un barquito o dos, de su propia armada, como quien no quiere la cosa, y los españoles le llamaron a eso guerra -quiso ponerle punto final al asunto, mi padre.

– Pero Azorín dice -intentó decir mi abuelita, pobrecita, que sólo leía a Azorín, como mi mamá sólo releía a Proust-, Azorín dice…

– Muy querida María Cristina -la interrumpió mi abuelito, un poco desde su trono perdido y otro desde su flaquísimo Rocinante-, Azorín nunca dijo nada, por la sencilla razón de que nunca pasó de ser un filósofo de lo pequeño.

– De acuerdo, don Atanasio, de acuerdo -intervino el padre Marcelino Serrador, obligado como estaba a saber un poquito más sobre el tema, en su calidad de español-. Sin embargo, algo nos dice también Azorín, desde el corazón mismo de la generación del 98. Y algo nos dice también un Unamuno, un Baroja, un Antonio Machado. Algo nos dicen todos ellos del fatídico 98…

– Ese año nació Federico y a esa generación perteneció también Antoñito -reapareció, como quien llega desde lejísimos, la eternamente distraidísima tía Carmela, que todo lo había heredado de su madre, en lo que a carácter se refiere.

– Mujer -carraspeó el tío Otto Burmester- llevo quince años casado contigo y francamente me encantaría saber de donde me has sacado tú a unos amigos llamados Antoñito y Federico. Y francamente me encantaría…

– Antoñito se apellidaba Machado y murió pobre, triste, y exiliado, en un bellísimo lugar de Francia llamado Colliure. Y Federico se apellidaba García Lorca y lo asesinaron en la guerra civil de España.

– Prohibido hablar de guerras delante de los mayordomos – ordenó mi padre, al ver que Ramón, el primer mayordomo, se acercaba con dos azafates, vasos, copas, hielo y bebidas-. Un mayordomo debe ignorarlo todo acerca de las guerras. Y bueno, pensándolo bien, debe ignorarlo todo de casi todo, mejor.

– ¿Y por qué, Robert? -le preguntó el tío Otto Burmester, bastante bruto el pobre, puesto que Ramón ya estaba entre nosotros y podía oírlo todo-. Finalmente, cualquier hombre en este mundo tiene derecho a la instrucción.

– Pues entonces cuéntale tú a Ramón qué tal le fue a tu país en su última guerra, esa que llaman Mundial y todo. Y cuéntale también de tu llegada al Perú, si te atreves.

Darling papi -intervino, encantadora y vacía como siempre, mi mamá. Probablemente lo único que temía era que se alzara demasiado la voz en esa sala en discusión familiar y que ello le impidiera concentrarse en el maravilloso uso que Proust hacía del subjuntivo. En francés, claro está. A quién se le iba a ocurrir que a ella se le antojara, siquiera, leer a Proust en un idioma que no fuera el francés.

Ofendidísimo, el tío Otto Burmester abandonó la discusión y la guerra de Cuba, el 98, o lo que fuera, mientras yo observaba que el pobre Bobby rogaba con los ojos que alguien dijera algo acerca de Unamuno y su dolor por España. Y Cristi, que odiaba a la humanidad entera, empezando por sí misma, pero que con Bobby había hecho la excepción amorosa a tan ruda ley, intervino:

– ¿Y por qué no dejan que Bobby haga un par de preguntas siquiera? A él le toca estudiar a la generación del 98, este año, y lo que es ustedes hablan de cualquier cosa menos de lo que a él le interesa.

– Tu pregunta, y se te responderá, hijo -se burló mi padre, pero sólo un poco, porque la verdad es que en este mundo se le caía la baba por tan sólo dos temas: los Estados Unidos de Norteamérica y su hijo Bobby. En este orden-. Anda, tú pregunta, hijo mío, y se te responderá.

– ¿Por qué a Unamuno le dolía España y además decía que su alma estaba triste hasta la muerte? -le tembló la voz al pobre Bobby.

– En realidad, Bobby -le respondió el padre Marcelino Serrador, cumpliendo con su obligación de español y de religioso, y luciéndose ante esta posibilidad-, en realidad esas palabras sobre el alma dolida hasta la muerte no son de Unamuno sino del apóstol San Pablo. Lo que pasa es que…

– Lo que pasa es que el tal Unamuno este tan achacoso que todo le dolía y le entristecía, le pegó tremenda plagiada al apóstol San Pablo… Ja ja ja…

– Papá, por favor, deja que mi hermano Bobby se entere de algo -lo intentó callar Cristi.

– A callar tú, June Allyson -la mató mi padre, como antes al pobre tío Otto Burmester, y como si de golpe la famosa guerra de Cuba y el 98 empezaran a instalarse en la sala de la casa, a pesar de su inexistencia, al menos hasta el momento.

Y el tercer muerto fue el pobre abuelito y sólo por repetir aquello de los barcos sin honra y viceversa.

– Molinos de viento, mi querido don Quijote. John Wayne, una buena cantidad de barcos, muchísima suciedad, y ya verás qué victoria tan sabrosa y qué botín cubano y filipino y puertorriqueño te tocan saborear al final. Después, si quieres perder tiempo en tonterías, la honra te la fabricas tú mismo comprándote un buen par de historiadores y poniéndolos a cumplir con su buen sueldo.

– Eso no está bien y yo no lo admito -se indignó el abuelo, como en los viejos tiempos, cuando mandaba en el clan.

– ¿Y entonces cómo te admito yo en esta casa, querido suegro y rey de España en el exilio?

Otro muerto más en el clan familiar. Y así, al final de la batalla, ya no sobrevivió más que mi padre, cada vez más duro con todos, cada vez más yanqui, cada vez más dueño y jefe del clan de los Richards, por parte suya, y de la Torre, por parte de madre. Mi abuelito y el padre Serrano ya no se atrevieron a abrir más la boca, ni mi abuelita María Cristina volvió a hablar del filósofo de lo pequeño, ése llamado Azorín, ni mi pobre tía Carmela se atrevió a mencionar a ese par de perdedores natos, según mi padre, llamados por ella Federico y Antoñito, de lo puro cariñosa que fue siempre. España estaba, pues, derrotadísima, y mi tío Otto Burmester ni qué decir, había que verlo cabizbajo y ensimismado y avergonzado como toda una Alemania derrotada y que aún tardaría años en renacer de sus culpables cenizas. Hasta Cristi había muerto, desde que mi padre, en vez de besarla cariñosamente, la comparó con su odiada imagen ante el espejo de una difícil adolescencia. Y yo ahí con mis nueve años, me limitaba a observar a mi padre y a Bobby. Finalmente, Bobby era el gran favorito de mi padre y aquello del 98 y la guerra de Cuba tenía que terminar sin que entre ellos hubiera roce alguno. Y la tensión crecía minuto a minuto, a medida que mi padre sorbía lentamente su tercer bourbon de la noche.

– A ver, hijo mío -dijo, por fin-, vamos a preguntarle a tu madre qué opina ella de todo esto del 98.

Francamente, creo que ésta fue una de las pocas veces en su vida que mi madre descendió de su nube francesa y dijo algo realmente auténtico, sincero, y absolutamente parisino:

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