Alfredo Echenique - Cuentos
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Me dejó, como se suele decir, en la misma calle, quiero decir en la misma calle en que lo tomé. Y recuerdo con todo el cariño del mundo mi larga caminata, mi travesía del barrio 17, mi cruce del Boulevard Pigalle y mi encuentro final con el funicular que llevaba a Montmartre. Ahí intenté repartir un par de besos, idiotas, y lo único que recuerdo es que alguien me dijo: Ha llegado usted al punto más alto de París, hablando de una película que aquí nadie conoce y ahora baje, sí, señor, empiece a bajar, váyase al mismísimo infierno.
Todo eso sucedió en 1964, o a lo mejor fue el 65. Después decidí olvidarme de aquella vivencia, olvidarme del Perú, del cine que había visto, y sobre todo de Richard Widmark, mientras en El Rata le daba a su novia, Jean Peters, besos robados porque le estaba robando la cartera.
La verdad es que Neruda dice que es bien largo el olvido, pero mi opinión personal es que es bien largo el recuerdo. Ya después me volví un hombre serio. Nunca más volví a ver una película norteamericana, e incluso recuerdo haberme entretenido mucho viendo películas italianas, españolas, francesas. Me acuerdo, además, que fui afortunado, que una vez en la cinemateca se sentó a mi lado Elsa Martinelli, y que ella y yo, a la salida, nos pusimos de acuerdo en que ella era muchísimo más bonita en la vida real que en la pantalla. Y me acuerdo que le conté que en aquella película llamada Un amor en Roma, yo nunca entendí por qué diablos a ella la plantó aquel actor desconocido, por una ninfómana francesa que valía muy mucho menos que ella. Eso le hizo mucha gracia a Elsa, y así nos despedimos, sonriendo.
Y me acuerdo también de que una vez en los Campos Elíseos me crucé con Elke Sommer, que era más bien chatita e iba acompañada, de tiendas, por su esposo John Hyams, un fotógrafo al cual ella le fue siempre fiel y que le tomaba fotos desnuda que después él mismo vendía a Playboy. Y después me acuerdo que, en Menorca, perdimos un avión juntos una actriz muy bonita, que trabajaba en El conformista de Bertolucci. Estaba con su hijita y reservó un hotel. Yo me fui a un bar y después ella entró a comer en ese bar y me preguntó que por qué no había reservado un hotel. Yo le expliqué que era por un asunto de dinero y dialogamos mucho en torno a ese problema. Del nombre de esa bella actriz no me acuerdo y no vayan a creer ustedes que yo soy Agatha Christie y que va a aparecer en el desenlace de este cuento. No, si lo supiera, si lo recordara, lo diría desde ahora.
Bueno, pero este recuerdo es de 1976, en Menorca, y entonces ya había pasado lo que sí les quería contar, que es lo siguiente. Ustedes se acuerdan de que en 1964 o 1965 fui a ver esa película que no pude comentar con nadie y que se llamaba Bésame, idiota. Pues en 1968, cuando ya yo era un señor establecido (o así me lo imaginaba, con autoengaño) y sin recuerdos, pero con pesadillas, estalló una revolución en París, un fenómeno social que es conocido como mayo del 68, y del cual se ha escrito mucho y no se ha dicho nunca nada, salvo una cosa que la dijo Alain Touraine, que es ésta: Mayo del 68 no tiene mañana, pero sí tiene un futuro. En esa revolución, donde el Partido Comunista sí sacó algunos acuerdos salariales, llamados de Grenelle, y después dejó a los estudiantes solos, la gritería era inmensa. Tanto es así, que al final los estudiantes no tomaron la Bolsa de París sino el teatro del Odeón, para seguir desahogándose a gritos de una Francia aburrida.
En plena revolución, donde no hubo ni un solo muerto de verdad, salvo algún muchacho que se ahogó tratando de tirarse al río, creo, yo andaba caminando por una calle del barrio judío de París, llamada Saint-Paul, y la muchedumbre gritaba furibunda contra una película de Don Siegel, llamada Madigan, pero que en francés la habían traducido como Pólice sur la ville, o sea Policía sobre la ciudad. Actor: Richard Widmark. Prohibido verla, según gritaban en la misma revolución cuyo máximo, más bello e inolvidable eslogan era: Prohibido Prohibir.
Presa de mil contradicciones, me fui a mi casa, atravesando la revolución. Túmbeme en la cama, y recordé al Rata: era Richard Widmark, y era el actor de la película ésa Madigan, que después fue una famosa serie de televisión, pero sin él como actor. Porque les cuento, señores, que, aunque he visto su foto, viejo y calvo, de visita en alguna tasca madrileña, él fue la muerte más bella de mayo del 68. Por eso les cuento, que a la mañana siguiente de haberme ido a mi casa, presa de mil contradicciones, desperté. No había taxis, ni metros, sólo estudiantes revolucionando por las calles, y yo, que, modestia aparte, sigo siendo un estudiante de la vida, caminé tranquilamente hasta la calle Saint Paul, hasta el mismo cine Saint-Paul, y ya, por supuesto, habían quemado el letrero aquel de Policía sobre la ciudad, pero seguían dando la película Madigan.
Ya no había ni vendedora de entradas para ir a ver esa película. Y yo, que por aquella época usaba una boina vasca (no sé por qué), me la quité, respetuoso. Entré, me senté en la última fila del cine a ver la película y allí estaba Richard, El Rata, pero ahora era un viejo policía vestido de civil. Se le había caído mucho pelo, pero todavía conservaba esa sonrisa que parecía que alguien estaba haciendo gárgaras, esa sonrisa con la cual incluso sedujo a Marilyn Monroe, en una de sus primeras películas, debutante. El, Richard Widmark, que en la vida real no era más que un granjero de Missouri. Él, que le gustaba salir en las fotos detrás de la verja de su granja con unos vaqueros azules y una camisa a cuadros azul y blanca.
Cuando vi que lo hirieron, vestido de policía de civil, me pasé a la fila de adelante. Cuando vi que sus compañeros policías lo venían a auxiliar, me pasé a la fila de más adelantito. Cuando vi que llegaba una ambulancia, ya me corrí como cuatro filas más para adelante. Cuando vi que el último viaje era en esa ambulancia y que Richard Widmark se estaba muriendo, como lo que era, un actorazo, corrí en la platea hasta la primera fila para estar lo más cerca posible de aquella ambulancia, porque quería oír muy bien lo que les iba diciendo a sus colegas que trataban de inspeccionar unos balazos que le habían metido en la barriga.
Esa escena, les juro, era de una belleza, de una ternura, porque el hombre entendió, y lo dijo ya en palabras que justificaban su conducta en la vida, que le avisaran a su esposa, para que ella después se las agenciara y viera cómo les avisaba a sus hijos, que ya no voy, que no volveré a cenar esta noche, porque la verdad es que el hombre sabía que ya no iba a llegar ni siquiera al hospital.
Después, ustedes comprenderán, señores, salir del cine, comprobar que llegó julio, comprobar que llegó agosto, comprobar que la revolución, en el otoño siguiente, se había acabado sin muertos, y que he tenido que esperar todo este tiempo para contarles que sí hubo una muerte muy bella. Y que como ya la he contado en líneas más arriba, lo único que me queda es decirles: Besen, idiotas. Besen a la muerte más bella del 68, señoras y señores.
Permiso para sentir. Antimemorias II (2005)
Retrato de familia con 98 (cuento)
Para Carlos Bazán Zénder y Jorge Salmón Jordán,
por los viejos tiempos, los nunca idos, y por los nuevos.
Yo andaba aún por los nueve años, o sea que mi tierna edad tan sólo me permitió asistir en calidad de espectador a la tan fría como entretenida aunque algo cruel guerra que se desató en mi familia cuando el cincuentenario del 98, o sea en 1948, un año en que mi hermana Cristi, adolescentísima y realmente torturada porque, en cada mirada al espejo -un millón al día- no le quedaba más remedio que darle toda la razón a las envidiosas enemigas de su pelo rubio platino como un tesoro, esto sí que sí, pero en cambio cuánta razón tenían en eso de encontrarla exacta, pero lo que se dice detestablemente exacta, a la odiosa y empalagosa y melosa June Allyson; en fin, un año en que la pobre Cristi, además de todo, se debatía entre una fidelidad casi bíblica a Clark Gable y la debutante pero qué dulce y acariciadora voz de Frank Sinatra, un esqueleto sin el menor atractivo físico, y sin embargo… Y sin embargo, desde que por primera vez lo vio en el mejor cine de Lima, el Metro, que además de todo había construido nuestro tío Rudecindo Galindo, el del nombrecito, pobrecito, como solían decir, casi en coro, y por más lejos que vivieran unos de otros, todos los miembros de mi familia, ante la sola mención de su nombre y apellido…
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