Alfredo Echenique - Cuentos

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Lo demás en él está bastante bien – comentaba siempre la tía Carmela, y además ha hecho muy feliz en matrimonio a nuestra prima Raquel, pero, con ese nombrecito, pobrecito, es como si de pronto todo en él y en Lima se viniera abajo.

O sea pues que nada más ajeno a la familia que el asunto aquel de España y la trágica pérdida de Cuba y el fin de un imperio colonial y el nacimiento de otro. Además, según el cine en technicolor del imperio americano, ya súper establecido en el Perú por aquellos años de dictadura de Odría - la que a todos nos convenía, como afirmaba una y otra vez mi padre - , La Habana era la ciudad de los fines de semana felices y el amor a flor de piel entre palmeras y hamacas y brisa y Caribe. Sus cantantes dominaban los micrófonos de todas las radios de América Latina y sus orquestas y bailarinas sexy los escenarios de tantos teatros en los que el pueblo coreaba alegremente un sueño popular:

Yo me voy pa’l’Habana y no vuelvo más

El amor de Carmela me va a matar…

Para qué pues la tristeza con que llegó un día viernes mi hermano Bobby del colegio usamericano donde cursaba el cuarto de secundaria, casi todo en inglés de Norteamérica, por supuesto - hasta la natación, diría yo - , salvo un poquito de geografía, historia, y literatura, en castellano, y como quien dice sólo para que cuando crezcan y hereden las fortunas de sus padres, sepan al menos que nacieron en un país llamado Perú. Para qué pues la tristeza con que llegó Bobby esa tarde, un día viernes de habitual reunión familiar.

– ¿Por qué viene tan cabizbajo mi hijito? - le preguntó mi mamá, con esa dulzura, con esa suavidad, con esa ternura, incluso, que le aplicaba a todas las cosas y situaciones de esta vida, y que no significaban absolutamente nada, creo yo, salvo tal vez una manera de distanciarse al máximo de las cosas de este mundo, de desaparecer casi en el corazón mismo de la realidad, de la realidad peruana, en todo caso, y de seguir metida cuerpo y alma en ese estado de ensoñación que le permitía continuar viviendo como una reina, en París, los interminables meses limeños durante los cuales iba convenciendo a mi padre para que le financiara un nuevo viaje a Europa.

– El curso de literatura me tiene triste, mamá. El profesor es español y…

– Los españoles son todos tristísimos, Bobby, pero eso no debe preocuparte en lo más mínimo. Ten paciencia y ya verás: algún día serás un hombre hecho y derecho y leerás a Proust.

– ¿Proust es alegre?

– Ni alegre ni triste, mi amor. Simplemente grandioso, como todo en Francia.

– ¿Y Cervantes, mamá?

– Vulgarón, mi amor.

– ¿Vulgarón?

– Chabacano, en todo caso, pero esta noche viene tu abuelito y te ruego que no le vayas a decir que yo he dicho nada de esto… él adora a Cervantes, tú sabes. Y es que, en el fondo, también al pobrecito se le secó un poco el cerebro en aquel viaje a Madrid con mi mamacita…

– ¿De qué te ríes, mamá?

– De tu pobre abuelito entrando al hotel Ritz, en Madrid, y descubriendo que medio mundo, ahí en el amplio vestíbulo, lo había tomado por Alfonso XIII. Fue tan feliz con la confusión que desde aquel día no ha hecho más que buscar la manera de acentuar ese parecido, y, cada mañana, me cuenta tu abuelita, se afina y recorta el bigote mirando un millón de veces la foto que les tomaron al rey y a él juntos. Se está horas en el baño con lo de la foto y el espejo y otra vez la foto y Alfonso XIII. Y todo se debió simplemente a una confusión y a la suerte que tuvo de que el rey se enterase de la que se había armado en el Ritz, con el caballero peruano exacto a él como dos gotas de agua, y lo invitara llevado por la curiosidad que sintió de conocer a su gemelo ultramarino.

– ¿Y por eso sólo lee a Cervantes?

– Tanta foto y tanto espejo, mi amor, y además sus ochenta años, ya. Se le ha secado el cerebro como a Don Quijote. Yo, en todo caso, he fracasado totalmente en mi intento de hacerlo leer a Proust, a Gide, a Mauriac; en fin, Bobby, a todos los escritores del mundo.

– ¿Y Unamuno, mamá, tú has leído a Unamuno?

– Si no es francés no lo he leído, mi amor. Ni tengo por qué leerlo, tampoco, porque sencillamente no se es escritor si no se es francés. Pero bueno, ¿es ese tonto de Unamuno el que ha hecho que mi adorado hijo regrese tan cabizbajo del colegio? A ver, ¿cuéntame por qué?

– El profesor García, que es español, dice que a Unamuno le dolía España, desde la tragedia del 98. Y como que lo ha probado… dice que tenía el alma triste hasta la muerte.

– A los escritores españoles les duele siempre todo, mi amor, por eso es que son tan pesadotes.

– Pero, mamá…

– Mira, mi amor: como hoy llegan Alfonso XIII y tu abuelita, que sólo lee a un tal Azorín, me parece, esta noche debes aprovechar la oportunidad para preguntarles por qué a Unamuno y al profesor García les duele tanto España y el alma.

Observé como loco, aquella noche, y la verdad es que mucho más aprendí sobre mi familia que sobre ningún 98. La fecha y su significado no existían para unos, y, para los que sí existían, o eran algo absolutamente positivo para la historia de la humanidad, o eran unos momentos sin la más mínima importancia, en todo caso en el Perú este del diablo en el que nos ha tocado vivir.

– Entonces para qué discutir sobre cosas sin importancia – dijo el tío Otto Burmester, esposo de tía Carmela, la hermana menor de mamá.

– Bueno, Ottito -intervino tía Carmela-: Discutamos siquiera un poquito porque el tema de Unamuno y el 98 trágico lo tienen tan interesado como triste al pobre Bobby.

– De acuerdo, mujer -le dijo su esposo a tía Carmela-, pero pongámosle un límite de tiempo a la discusión.

– De acuerdo -dijo mamá-, no bien Bobby se alegre un poco y nos diga que se ha enterado de algo, terminamos la discusión.

– Fue una guerra triste y trágica -dijo el padre español Marcelino Serrador, que por nada de este mundo se perdía las copitas de los viernes, en casa de mis padres. Luego, dirigiéndose al abuelo, le preguntó-: ¿Qué piensa usted, don Atanasio?

– Lo de siempre, padre Marcelino. Lo de siempre. Más vale honra sin barcos que barcos sin honra.

Se hizo un silencio profundo, como cada vez que hablaba el viejo patriarca destronado que era el abuelo. Y es que, sin ser ninguno de los dos, ni mucho menos el autor de la frase – de esto me enteré siglos después-, como que acabara de hablar Cervantes y también como que acabara de hablar Alfonso XIII, por cariño, por respeto, por el amor que todos le teníamos al abuelito materno.

– Tiene usted la razón, y no, don Atanasio – matizó, o al menos quiso matizar, el padre Marcelino Serrador. Sin embargo, el dolor que produjo esa fatídica pérdida de Cuba, Filipinas, y hasta el islote ese que cedimos como precio de la derrota…

– ¿Islote? -preguntó mi abuelita. ¿Cuál?

– Tú siempre en las nubes, María Cristina – intervino mi abuelito-, el padre Marcelino se refiere a Puerto Rico.

– Puerto Rico, sí, doña María Cristina. Con su bello San Juan y todo.

– Las guerras nunca han servido para nada -quiso pontificar, o sabe Dios qué, desde su eterna y absoluta distracción, la adorable abuelita María Cristina.

– Sirven para ganar, querida suegra -la interrumpió, casi, el alemanote del tío Otto Burmester.

Y por ahí iban las cosas cuando llegó mi hermana Cristi, comiéndose las uñas como loca porque, como nunca, esa tarde y ante ese mismo maldito espejo de su dormitorio, se había encontrado exacta a June Allyson, detestablemente.

– Parece que vinieras de la guerra, darling Cristi -intervino mi padre, que también en ese instante llegaba de la fábrica y se disponía a ordenar un bourbon para él y después que llamen al mayordomo menos idiota y que cada uno pida lo que le dé la gana.

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