Alfredo Echenique - Cuentos

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– Mucho gusto -dijo Manolo, acercándose y extendiendo la mano para saludar a América.

Era una mano áspera y caliente, y Manolo no sabía en que parte del cuerpo había sentido un cosquilleo. América, ahí, delante suyo, lo miraba sin ruborizarse, y era amplia y hermosa. El uniforme no le quedaba tan estrecho, pero era como si le quedara muy estrecho. Esa piel morena, ahí, delante suyo, era como la tierra húmeda, y el hubiera querido tocarla. Marta sonreía confiada, pero a Manolo le parecía que era una mujer insignificante y la odiaba. América también sonreía, y Manolo hubiera querido coger esa cabellera larga; esas crines de muchacha malcriada y sucia que no se peinaba para fastidiar a los hombres. Y su blusa se inflaba cuando sonreía, y a Manolo le parecía que sus senos se le acercaban, y era como si los fuera a emparar.

– Vamos a tomar una Coca-Cola -dijo Marta.

– No puedo -dijo América-. Mis padres me esperan en la tienda (ella no la llamaba bodega).

– Yo tampoco -dijo Manolo-. Tengo que esperar a mi amigo (mentía porque quería huir).

– ¿Cuándo empiezan tus exámenes, América? -preguntó Marta tratando de retenerla.

– Dentro de veinte días -respondió-. No sé cómo voy a hacer. No sé nada de nada.

– En quinto de media no se jalan a nadie -dijo Manolo.

– ¿Tú crees? Ojalá.

– No te preocupes, América -dijo Manolo-. Ya verás cómo no se jalan a nadie.

– Y después, ¿qué piensas hacer?

– Nada. Descansar.

– ¿Te quedas en Chaclacayo?

– Sí. ¿Qué voy a hacer? Es muy aburrido en verano, pero ¿qué voy a hacer?

– Todo el mundo se va a la playa -dijo Manolo.

– Yo sólo puedo ir los sábados y domingos.

– ¿Y la piscina de Huampaní? -preguntó Manolo.

– Es el último recurso, aunque a veces vienen amigos con carro y me llevan a la playa.

– Yo tengo una casa muy bonita en Chaclacayo -dijo Manolo, ante la mirada de asombro de Marta, que sabía que estaba mintiendo-. Tiene una piscina muy grande -continuó-. Hace años que no vamos y está desocupada. Si quieres, te puedo invitar un día a bañarnos.

– Nunca te he visto en Chaclacayo -dijo América.

– Ya me verás

América se despidió sonriente, y continuó su camino hacia la bodega de sus padres. Manolo la miraba alejarse, y pensaba que esa falda no hubiera aguantado otro año de colegio sin reventar. Estaba contento. Muy contento. Con América todo sería perfecto, porque había perdido los papeles en el momento en que Marta se la presentó y cuando el perdía los papeles, eso era amor. La amaba, y América sería como el amor de antes. Todo volvería.

– Perdóname -dijo Marta-. Piensa que ya saliste de eso. Yo también ya salí de eso.

– No estaba preparado -dijo Manolo-. ¿Por qué lo has hecho?

– Quería verte sufrir un poco -respondió Marta-. Ya que tenía que hacerlo, por lo menos sacar algún provecho de ello. Y te juro que nunca olvidaré la cara de espanto que pusiste. Era para morirse de risa.

– Te felicito -dijo Manolo, pero se arrepintió-: Gracias, Marta. Ahora ya todo es cosa mía.

– Avísame que tal te va -dijo Marta, y se despidió.

Manolo la veía alejarse. «Si me va bien, no volverás a saber de mí», pensó, y se dirigió a las Galerías Boza para tomar un café. Al sentarse, escribió en una servilleta que había sobre la mesa: «El día 20 de noviembre, a las 5.30 de la tarde, Manolo conoció a América, y América conoció a Manolo. Te amo». No mencionó a Marta para nada.

Los fines que perseguía Manolo al tratar de conquistar a América eran dos: el primero, muy justo y muy bello: «Amar como antes»; el segundo, menos vago, menos bello, pero también muy humano: fregar a Marta. Sobre todo, desde aquel día en que lo encontró por la calle, y le preguntó si América ya lo había mandado a rodar por no tener automóvil. Los medios que utilizaba para lograr tales fines eran también dos: su imaginación de estudiante de letras y la falta de imaginación (léase inteligencia) de América. Cada vez que América decía una tontería, Manolo se inflaba de piedad, confundía este sentimiento con el amor que tenía que sentir por ella, y odiaba a Marta.

Había dejado de verla durante los veinte días que estuvo en exámenes, durante la Navidad, y el Año Nuevo. La extrañaba. Habían quedado en verse a comienzos de enero, en Chaclacayo.

Amaba Chaclacayo. Amaba todo lo que estuviera entre Ñaña y Chosica. Recordaba su niñez, y los años que había vivido en Chosica. No olvidaría aquellos domingos en que salía a pasear con su padre por el Parque Central. Caminaban entre la gente, y su padre lo trataba como a un amigo. Le costaba trabajo reconocerlo sin su corbata, sin su terno, sin su ropa de oficina, sin su puntualidad, y sin sus órdenes. No era más que un niño, pero se daba muy bien cuenta de que su padre era otro hombre. Un lunes, le hubiera dicho: «Anda a comer. Estudia. Haz tus temas». Pero era domingo, y le preguntaba: «¿Quieres regresar ya? Nos paseamos un rato más». Y él tenía que adivinar lo que su padre quería, y adivinar lo que su padre quería era muy fácil, porque siempre estaba de buen humor los domingos; porque era otro hombre, como un amigo que lo lleva de la mano; y porque estaba vestido de sport. Llevaría a América a Chosica, le contaría todas esas cosas, y ella sería un amor como antes, como quince años. Ya vería Marta como América era la que el creía y él tampoco había cambiado a pesar de haber aprendido tantas cosas. Sólo le molestaba saber que tendría, que usar algunas tácticas imaginativas para lograr todo eso. Pero el sol de Chaclacayo, y el sol de Chosica lo ayudarían. Sí. El sol lo ayudaría como ayuda a los toreros. Este mismo sol que mantenía vivos sus recuerdos, y que brilla todo el año menos el día en que uno lleva a un extranjero para mostrarle que a media hora de Lima el sol brilla todo el ano).

Entre el día tres de enero, en que Manolo visitó por primera vez a América, en su casa de Chaclacayo, y el día primero de febrero en que, sorprendido, escuchó que ella le decía: «Mi bolero favorito (Manolo sintió una pena inmensa) es que te quiero, sabrás que te quiero», entre esas dos fechas, muchas cosas habían sucedido.

Bajó de un colectivo cerca a la casa de América, y se introdujo sin ser visto en el baño de un pequeño restaurante. Rápidamente se vendó una de las manos, y se colgó el brazo en un pañuelo de seda blanco, como si estuviera fracturado. Luego, se vendó un pie, y extrajo de un pequeño maletín un zapato, al cual le había cortado la punta para que asomaran por ella los dedos. Traía también un viejo bastón que había pertenecido a su abuelo. Salió del baño, bebió una cerveza en el mostrador, y cojeó entrenándose hasta la casa de América. Hacía mucho calor, y sentía que la corbata que le había robado a su padre le molestaba. El cuello excesivamente almidonado de su flamante camisa, le irritaba la piel. Sus labios estaban muy secos mientras tocaba el timbre, y le temblaba ligeramente la boca del estómago. «Como antes», pensó y sintió que perdía los papeles, pero era que América aparecía por una puerta lateral, y que él pensaba que algo en su atuendo podía delatarlo.

– ¡Manolo! ¿Qué te ha pasado?

– Me saqué la mugre.

– ¿Cómo así?

– En una carrera de autos con unos amigos.

– ¡Te has podido matar!

«¿Y tú, cómo sabes?», pensó Manolo, un poco sorprendido al ver que las cosas marchaban tan bien. Hubiera querido detener todo eso, pero ya era muy tarde.

– Pudo haber sido peor -continuó-. Era un carro sport, y no sé cómo no me destapé el cráneo.

– ¿Y el carro?

– Ese sí que murió -respondió Manolo, pensando: «Nunca nació».

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