Alfredo Echenique - Cuentos
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Llegaban a Huampaní.
– Mañana iremos a bañarnos a casa de mis padres -dijo Manolo-. He traído las llaves.
– Hubiéramos podido ir hoy -replicó América, mientras se dirigía al vestuario de mujeres.
Manolo la esperaba sentado al borde de la piscina, y con los pies en el agua. «Traje de baño blanco», se dijo al verla aparecer. Venía con su atrayente malla blanca, y caminaba como si estuviera delante del jurado en un concurso de belleza. Avanzaba con su melena… Debería cortársela aunque sea un poco porque parece, y sus piernas morenas mas tostadas por el sol con esos muslos. Esos muslos estarían bien en fotografías de periódicos sensacionalistas. Sufriría si viera en el cuarto de un pajero la fotografía de América en papel periódico. América se apoyó en su hombro para agacharse y sentarse a su lado. Vio cómo sus muslos se aplastaban sobre el borde de la piscina, y cómo el agua le llegaba a las pantorrillas. Vio cómo sus piernas tenían vellos, pero no muchos, y esos vellos rubios sobre la piel tan morena, lo hacían sentir algo allá abajo, tan lejos de sus buenos sentimientos… Qué pena, parece de esas con unos hombres que dan asco en unos carros amarillos que quieren ser último modelo los domingos de julio en el Parque Central de Chosica. Justamente cuando no me gusta ir al Parque de Chosica. Esos hombres vienen de Lima y se ponen camisas amarillas en unos carros amarillos para venir a cachar a Chosica.
– No me cierra el gorro de baño.
– No te lo pongas.
– Se me va a empapar el pelo.
– El sol te lo seca en un instante.
Había algo entre el sol y sus cabellos, y él no podía explicarse bien que cosa era… Pero los tigres en los circos son amarillos como el sol y esa cabellera de domadora de fieras. América le pidió que le ayudara a ponerse el gorro, y mientras la ayudaba y forcejeaba, pensaba que sus brazos podían resbalar, y que iba a cogerle los senos que estaban ahí, junto a su hombro, tan pálido junto al de América… Y por cojudo y andar fingiendo accidentes de hijo de millonario no he podido ir a mi playa en los viejos Baños de Barranco, con el funicular y esas cosas de otros tiempos, cerca a una casa en que hay poetas. Esos Baños tan viejos con sus terrazas de madera tan tristes. Pero América no quedaría bien en esa playa de antigüedades porque aquí está con su malla blanca y las cosas sexys son de ahora o tal vez, eso no, acabo de descubrirlas. No porque la quiero. América. No voy a mirarle más los vellos, quiero tocarlos, son medio rubios. Me gustan sobre sus piernas, sus pantorrillas, sus muslos morenos.
«Al agua», gritó América, resbalándose por el borde de la piscina. Manolo la siguió. Nadaba detrás de ella como un pez detrás de otro en una pecera, y a veces, sus manos la tocaban al bracear, y entonces perdía el ritmo, y se detenía para volver a empezar. América se cogió al borde, al llegar a uno de los extremos de la piscina. Manolo, a su lado, respiraba fuertemente, y veía como sus senos se formaban y se deformaban, pero era el agua que se estaba moviendo.
– Ya no tengo frío -dijo América.
– Yo tampoco -dijo Manolo, pero continuaba temblando, y le era difícil respirar.
– Estas muy blanco, Manolo.
– Es uno de mis primeros baños en este verano.
– Yo tampoco me he bañado muchas veces. Siempre soy morena. ¿Te gustan las mujeres morenas?
– Sí -respondió Manolo, volteando la cara para no mirarla-. ¿Vamos a bucear?
Buceaban. Le ardían los ojos, pero insistía en mantenerlos abiertos bajo el agua, porque así podía mirarla muy bien y sin que ella se diera cuenta. Salían a la superficie, tomaban aire, y volvían a sumergirse. Ella se cogió de sus pies para que la jalara y la hiciera avanzar pero Manolo giró en ese momento y se encontró con la cara de América frente a la suya. La tomó por la cintura. Ella se cogió de sus brazos, y Manolo sentía el roce de sus piernas mientras volvían a la superficie en busca de aire. «Voy a descansar», dijo América, y se alejó nadando hasta llegar a la escalerilla. Manolo la siguió. Desde el agua, la veía subir y observaba que hermosas eran sus piernas por atrás y como la malla mojada se le pegaba al cuerpo, y era como si estuviera desnuda allí, encima suyo. No salió. Desde el borde de la piscina, ella lo veía pensativo, cogido de la escalerilla… No me explico cómo ese tipo que me esperaba todos los días en la Plaza San Martín, y felizmente que ya acabó el colegio, ni tampoco me importan los exámenes en que me han jalado, ni me dio vergüenza cuando me preguntó que tal me fue en los exámenes. Allá abajo tan flaco no me explico pero parece inteligente y sabe decir las cosas, pero tendré que darle ánimos y todo lo que dice cuando habla del accidente me gusta, ese carro fue muy bonito rojo no me importa por que allá abajo tan flaco tan pálido me hace sentir segura. Pero mis amigas qué van a pensar tengo buen cuerpo y con mi cara esperan algo mejor porque los hombres me dicen tantos piropos, tantas cochinadas, más piropos que a otras y cuando fui a Lima con Mariana tan rubia tan bonita me dijeron más piropos te gané Mariana, pero el enamorado de Mariana es muy buen mozo pero Manolo se viste mejor, si paso un mal rato en una fiesta el carro mis amigas se acostumbrarán a que mi enamorado no es tan buen mozo. Me gusta mucho, me gusta más que otros enamorados no le he dicho he tenido, y algo pasa en mi cuerpo algo como ahora está allá abajo y siento raro en mi cuerpo, fue gracioso cuando me tocó la cintura mejor todavía que cuando Raúl me apretaba tanto.
– ¿Quieres sentarte en esa banca? -preguntó Manolo, que subía la escalerilla.
– Sí -respondió América-. Ya no quiero bañarme más.
– Ven. Vamos antes que alguien la coja.
– Me molesta tanta gente. A partir de mañana tenemos que ir a tu casa.
– Sí. Allá todo será mejor.
– ¿Qué tal es la piscina?
– Es muy grande, y el agua esta más limpia que ésta.
– ¿Nadie se baña nunca?
– Me imagino que el jardinero se debe pegar su baño, de vez en cuando.
– ¿Y para que la tienen llena?
– A veces, se me ocurría venir con mis amigos -dijo Manolo.
– Que tales jaranas las que debes haber armado ahí -dijo América, tratando de insinuar muchas cosas.
– No creas -respondió Manolo, con tono indiferente. Estaba jugando su rol.
– ¡A mí con cuentos! -exclamó América, sonriente.
– América -dijo Manolo, con voz suplicante-. América…
– ¿Qué cosa? Dime, ¿qué cosa?
– Nada. Nada… Estaba pensando… «Te quiero mucho. A pesar de…»
– ¿Qué cosa?, Manolo.
– Nada. Nada. Creo que ya esta bien de piscina por hoy. Regresemos a tu casa.
– Vamos a cambiarnos.
Estaba listo. Cuando América salió del vestuario con sus pantalones pescador a rayas blancas y rojas, Manolo recordó que ella le había contado que aún no había ido a Lima a hacer sus compras por ese verano. Los pantalones le estaban muy apretados, y ahora, al caminar por las calles de Chaclacayo, todo el mundo voltearía a mirarle el rabo: «¿Y por qué no?», se preguntaba Manolo. «Lista», dijo América y caminaron juntos hasta su casa.
Nadie los molestaba. Sus padres estaban en la tienda (Manolo había aprendido a llamarla así), y la abuela, allá arriba, demasiado vieja para bajar las escaleras. Entraron a la sala. El sacó unos discos. Ella puso los boleros. La miró. Ella le dijo para bailar. El se disculpó diciendo que debido al accidente… Ella insistió. Cedió. Bailaban. Ella empezó a respirar fuertemente. El empezó a mirarle los vellos rubios sobre sus antebrazos morenos, y a recordar… Ella cerró los ojos. El le pegó la cara. Ella le apretó la mano. Terminó ese disco. Ella le dijo que su bolero favorito era Sabrás que te quiero. Le dijo que se lo iba a regalar, y se sentó. Ella lo notó triste, y se sentó a su lado. Tuvo un gesto de desesperación. Ella le preguntó si hacía mucho calor, y abrió la ventana. Le cogió la mano. Ella le puso la boca para que la besara. La iba a besar. Ella lo besó muy bien.
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