Alfredo Echenique - Cuentos
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A través de una de las ventanas del ómnibus, Manolo veía cómo las ramas de los árboles se movían lentamente. Disminuía ya la intensidad del sol, y cuando llegara al centro de la ciudad, empezaría a oscurecer. Durante los últimos meses, sus viajes al centro habían sido casi una necesidad. Recordaba que, muchas veces, se iba directamente desde el colegio, sin pasar por su casa, y abandonando a sus amigos que partían a ver la salida de algún colegio de mujeres. Detestaba esos grupos de muchachos que hablan de las mujeres como de un producto alimenticio: «Es muy rica. Es un lomo». Creía ver algo distinto en aquellas colegialas con los dedos manchados de tinta, y sus uniformes de virtud.
Había visto cómo uno de sus amigos se había trompeado por una chica que le gustaba, y luego, cuando te dejó de gustar, hablaba de ella como si fuera una puta. «Son terribles cuando están en grupo», pensaba, «y yo no soy un héroe para dedicarme a darles la contra».
El centro de Lima estaba lleno de colegios de mujeres, pero Manolo tenía sus preferencias. Casi todos los días, se paraba en la esquina del mismo colegio, y esperaba la salida de las muchachas como un acusado espera su sentencia. Sentía los latidos de su corazón, y sentía que el pecho se le oprimía, y que las manos se le helaban. Era más una tortura que un placer, pero no podía vivir sin ello.
Esperaba esos uniformes azules, esos cuellos blancos y almidonados, donde para él, se concentraba toda la bondad humana. Esos zapatos, casi de hombres, eran, sin embargo, tan pequeños, que lo hacían sentirse muy hombre. Estaba dispuesto a protegerlas a todas, a amarlas a todas, pero no sabía cómo. Esas colegialas que ocultaban sus cabellos bajo un gracioso gorro azul, eran dueñas de su destino. Se moría de frío: ya iba a sonar el timbre. Y cuando sonara, sería como siempre: se quedaría estático, casi paralizado, perdería la voz, las vería aparecer sin poder hacer nada por detener todo eso, y luego, en un supremo esfuerzo, se lanzaría entre ellas, con la mirada fija en la próxima esquina, el cuello tieso, un grito ahogado en la garganta, y una obsesión: alejarse lo suficiente para no ver más, para no sentir más, para descansar, casi para morir.
Los pocos días en que no asistía a la salida de ese colegio, las cosas eran aún peor.
El ómnibus se acercaba al jirón de la Unión, y Manolo, de pie, se preparaba para bajar. (Le había cedido el asiento a una señora, y la había odiado: temió, por un momento, que hablara de lo raro que es encontrar un joven bien educado en estos días, que todos los miraran, etc. Había decidido no volver a viajar sentado para evitar esos riesgos.) El ómnibus se detuvo, y Manolo descendió.
Empezaba a oscurecer. Miles de personas caminaban lentamente por el jirón de la Unión. Se detenían en cada tienda, cada vidriera, mientras Manolo avanzaba perdido entre esa muchedumbre. Su única preocupación era que nadie lo rozara al pasar, y que nadie le fuera a dar un codazo. Le pareció cruzarse con alguien que conocía, pero ya era demasiado tarde para voltear a saludarlo. «De la que me libré», pensó. «¿Y si me encuentro con Salas?» Salas era un compañero de colegio. Estaba en un año superior, y nunca se habían hablado. Prácticamente no se conocían, y sería demasiada coincidencia que se encontraran entre ese tumulto, pero a Manolo le espantaba la idea. Avanzaba. Oscurecía cada vez más, y las luces de neón empezaban a brillar en los avisos luminosos. Quería llegar hasta la Plaza San Martín, para dar media vuelta y caminar hasta la Plaza de Armas. Se detuvo a la altura de las Galerías Boza, y miró hacia su reloj: «Las siete de la noche». Continuó hasta llegar a la Plaza San Martín, y allí sintió repugnancia al ver que un grupo de hombres miraba groseramente a una mujer, y luego se reían a carcajadas. Los colectivos y los ómnibus llegaban repletos de gente. «Las tiendas permanecerán abiertas hasta las nueve de la noche», pensó.
«La Plaza de Armas.» Dio media vuelta, y se echó a andar. Una extraña e impresionante palidez en el rostro de la gente era efecto de los avisos luminosos. «Una tristeza eléctrica», pensaba Manolo, tratando de definir el sentimiento que se había apoderado de él. La noche caía sobre la gente, y las luces de neón le daban un aspecto fantasmagórico. Cargados de paquetes, hombres y mujeres pasaban a su lado, mientras avanzaba hacia la Plaza de Armas, como un bañista nadando hacia una boya. No sabía si era odio o amor lo que sentía, ni sabía tampoco si quería continuar esa extraña sumersión, o correr hacia un despoblado. Sólo sabía que estaba preso, que era el prisionero de todo lo que lo rodeaba. Una mujer lo rozó al pasar, y estuvo a punto de soltar un grito, pero en ese instante hubo ante sus ojos una muchacha. Una pálida chiquilla lo había mirado caminando. Vestía íntegramente de blanco. Manolo se detuvo. Ella sentiría que la estaba mirando, y él estaba seguro de haberle comunicado algo.
No sabía qué. Sabía que esos ojos tan negros y tan grandes eran como una voz, y que también le hablan dicho algo. Le pareció que las luces de neón se estaban apoderando de esa cara. Esa cara se estaba electrizando, y era preciso sacarla de allí antes de que se muriera. La muchacha se alejaba, y Manolo la contemplaba calculando que tenía catorce años. «Pobre de ti, noche, si la tocas», pensó.
Se había detenido al llegar a la puerta de la iglesia de la Merced. Veía cómo la gente entraba y salía del templo, y pensaba que entraban más para descansar que para rezar, tan cargados venían de paquetes. Serían las ocho de la noche, cuando Manolo, parado ahora de espaldas a la iglesia, observaba una larga cola de compradores, ante la tienda Monterrey. Todos llevaban paquetes en las manos, pero todos tenían aún algo más que comprar. De pronto, distinguió a una mujer que llevaba un balde de playa y una pequeña lampa de lata. Vestía un horroroso traje floreado, y con la basta descosida. Era un traje muy viejo, y le quedaba demasiado grande. Le faltaban varios dientes, y le veía las piernas chuecas, muy chuecas. El balde y la pequeña lampa de lata estaban mal envueltos en papel de periódico, y él podía ver que eran de pésima calidad. «Los llevará un domingo, en tranvía, a la playa más inmunda. Cargada de hijos llorando. Se bañará en fustán», pensó. Esa mujer, fuera de lugar en esa cola, con la boca sin dientes abierta de fatiga como si fuera idiota, y chueca, chueca, lo conmovió hasta sentir que sus ojos estaban bañados en lágrimas. Era preciso marcharse. Largarse. «Yo me largo.» Era preciso desaparecer. Y, sobre todo, no encontrar a ninguno de sus odiados conocidos.
Desde su cama, con la habitación a oscuras, Manolo escuchaba a sus hermanas conversar mientras se preparaban para la misa de Gallo, y sentía un ligero temblor en la boca del estómago. Su único deseo era que todo aquello comenzara pronto para que terminara de una vez por todas. Se incorporó al escuchar la voz de su padre que los llamaba para partir.
«Voy», respondió al oír su nombre, y bajó lentamente las escaleras. Partieron.
Conocía a casi todos los que estaban en la iglesia. Eran los mismos de los domingos, los mismos de siempre. Familias enteras ocupaban las bancas, y el calor era muy fuerte. Manolo, parado entre sus padres y hermanos, buscaba con la mirada a alguien a quien cederle el asiento. Tendría que hacerlo, pues iglesia se iba llenando de gente, y quería salir de eso lo antes posible. Vio que una amiga de su madre se acercaba, y le dejó su lugar, a pesar de que aún quedaban espacios libres en otras bancas.
Estaba recostado contra una columna de mármol, y desde allí paseaba la mirada por toda la iglesia. Muchos de los asistentes, bronceados por el sol, habían empezado a ir a la playa. Las muchachas le impresionaban con sus pañuelos de seda en la cabeza. Esos pañuelos de seda, que ocultando una parte del rostro, hacen resaltar los ojos, lo impresionaban al punto de encontrarse con las manos pegadas a la columna; fuertemente apoyadas, como si quisiera hacerla retroceder.
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