Alfredo Echenique - Cuentos

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Pedaleaba buscando un letrero que dijera «Ñaña». Miró hacia atrás, leyó «Vitarte» en un letrero, y sintió ganas de reírse: de reírse de Manolo. Ya no le dolían las piernas. Ahora, era peor: ya no estaban con él. Estaban allá, abajo, y hacían lo que les daba la gana. Eran ellas las que parecían querer reírse por boca de Manolo. «Cojudas», les gritó, al ver que una de ellas, la izquierda, se escapaba resbalando por delante del pedal. «¡Van a ver!» Manolo se puso de pie sobre los pedales, y los hizo descender, uno y otro, con todo el cuerpo, pero la bicicleta empezó a balancearse peligrosamente, y sus manos no lograban controlar el timón. «También ellas se me escapan», pensó Manolo, a punto de perder el equilibrio; a punto de caerse. Se sentó, y empezó a pedalear como si nada hubiera pasado; como si siempre fuera dueño de sus piernas y de sus manos. «No descansaré hasta llegar a Ñaña.» Pero Ñaña estaba aún muy lejos, y él parecía saberlo. «¿Qué hacer?» Se sentía prisionero de unas piernas que no querían llevarlo a ningún lado. No debía ceder. ¿Qué hacer? Las veía subir y bajar: unas veces lo hacían presionando los pedales, pero otras resbalaban por los lados como si se negaran a trabajar. Aquello que pasaba por su mente no llegaba hasta allá abajo, hasta sus piernas. «¡Manolo!», gritó, y empezó nuevamente a ser el jefe. Pedaleaba…

Caminaba. Había decidido caminar un rato, llevando la bicicleta a su lado. Se sentía muy extraño caminando, pero después de la segunda caída, no le había quedado otra solución. Desde la caseta de un camión que pasaba lentamente a su lado, un hombre lo miraba sorprendido. Manolo miró hacia las ruedas del camión, y luego hacia las de su bicicleta. Leyó la placa del camión que se alejaba lentamente, y pensó que tardaría aún en desaparecer, pero que llegaría a Ñaña mucho antes que él. Ya no distinguía los números de la placa. Le costaba trabajo pasar saliva.

«¡Manolo!», gritó. Saltó sobre la bicicleta. Se paró sobre los pedales. Se apoyó sobre el timón. Cerró los ojos, y se olvidó de todo. El viento soplaba con dirección a Lima; soplaba llevando consigo esos alaridos furiosos que en la carretera nadie escucharía: «¡Aaaa! ¡Aaaaaah! ¡Aaaaaaah!».

Estaba caído ante una reja abierta sobre un campo de algodón. A ambos lados de la reja, el muro seguía la línea de la carretera. Detrás suyo, la pista, y la bicicleta al borde de la pista, sobre la tierra. No podía recordar lo que había sucedido. Buscaba, tan sólo, la oscuridad que podía brindarle su cabeza oculta entre sus brazos, contra la tierra. Pero no podía quedarse allí. No podía quedarse así. Trató de arrastrarse, y sintió que la rodilla izquierda le ardía: estaba herido. Sintió también que la pierna derecha le pesaba: al caer, el pantalón se le había enganchado en la cadena de la bicicleta. Avanzaba buscando esconderse detrás del muro, y sentía que arrastraba su herida sobre la tierra, y que la bicicleta le pesaba en la pierna derecha. Buscaba el muro para esconderse, y entró en el campo de algodón. Sabía que ya no resistiría más. Imposible detenerlo. «El muro.» Sus manos tocaron el muro. Había llegado hasta ahí, hasta ahí. Ahí nadie lo podría ver. Nadie lo vería. Estaba completamente solo. Vomitó sobre el muro, sobre la tierra y sobre la bicicleta. Vomitó hasta que se puso a llorar, y sus lágrimas descendían por sus mejillas, goteando sobre sus piernas. Lloraba detrás del muro, frente a los campos de algodón. No había nadie. Absolutamente nadie. Estaba allí solo, con su rabia, con su tristeza y con su verdad recién aprendida. Buscó nuevamente la oscuridad entre sus brazos, el muro, y la tierra. No podría decir cuánto tiempo había permanecido allí, pero jamás olvidaría que cuando se levantó, había al frente suyo, al otro lado de la pista, un letrero verde con letras blancas: «Ñaña».

Estaba parado frente a la residencia que los padres de su colegio tenían en Chaclacayo. Oscurecía. No recordaba muy bien cómo había llegado hasta allí, ni de dónde había sacado las fuerzas. ¿Por qué esta parte del camino le había parecido más fácil que las otras? Siempre se haría las mismas preguntas, pero se trataba, ahora, de ingresar a la residencia, de explicar su conducta, y de no dejar que jamás «nadie sepa…». A través de las ventanas encendidas, podía ver a sus compañeros moverse de un lado a otro de las habitaciones. Estaban aún en el tercer piso. «Comerán dentro de un momento», pensó. De pronto, la puerta que daba al jardín exterior se abrió, y Manolo pudo ver que el hermano Tomás salía. Estaba solo. Lo vio también coger una manguera y desplazarla hacia el otro lado del jardín. Tenía que enfrentarse a él. Avanzó llevando la bicicleta a su lado.

– Hermano Tomás…

– ¿Tú?

– Llegué, hermano.

– ¿Es todo lo que tienes que decir?

– Hermano…

– Ven. Sígueme. Estás en una facha horrible. Es preciso que nadie te vea hasta que no te laves. Por la puerta falsa. Ven.

Manolo siguió al hermano Tomás hasta una escalera. Subieron en silencio y sin ser vistos. El hermano llevaba puesta su casaca color marrón, y Manolo empezó a sentirse confiado. «Llegué», pensaba sonriente.

– Allí hay un baño. Lávate la cara mientras yo traigo algo para curarte.

– Sí, hermano -dijo Manolo, encendiendo la luz. Se acercó al lavatorio, y abrió el caño de agua fría. Parecía otro, con la cara lavada. Se miraba en el espejo: «No soy el mismo de hace unas horas».

– Listo -dijo el hermano-. Ven, acércate.

– No es nada, hermano.

– No es profunda -dijo el hermano Tomás, mirando la herida-. La lavaremos, primero, con agua oxigenada. ¿Arde?

– No -respondió Manolo, cerrando los ojos. Se sentía capaz de soportar cualquier dolor.

– Listo. Ahora, esta pomada. Ya está.

– No es nada, hermano. Yo puedo ponerme el parche.

– Bien. Pero apúrate. Toma el esparadrapo.

– Gracias.

Manolo miró su herida por última vez: no era muy grande, pero le ardía bastante. Pensaba en sus compañeros mientras preparaba el parche. Era preciso que fuera un señor parche. «Así está bien», se dijo, al comprobar que estaba resultando demasiado grande para la herida. «No se burlarán de mí», pensó, y lo agrandó aún más.

Cuando entró al comedor, sus compañeros empezaban ya a comer. Voltearon a mirarlo sorprendidos. Manolo, a su vez, miró al hermano Tomás, sentado al extremo de la mesa. Sus ojos se encontraron, y por un momento sintió temor, pero luego vio que el hermano sonreía. «No me ha delatado.» Avanzó hasta un lugar libre, y se sentó. Sus compañeros continuaban mirándolo insistentemente, y le hacían toda clase de señas, preguntándole qué le había pasado. Manolo respondía con un gesto de negación, y con una sonrisa en los labios.

– Manolo -dijo el hermano Tomás-, cuando termines de comer, subes y te acuestas. Debes estar muy cansado, y es preciso que duermas bien esta noche.

– Sí, hermano -respondió Manolo. Cambiaron nuevamente una sonrisa.

– ¿Qué te pasó? -preguntó su vecino.

– Nada. Hubo un accidente, y tuve que ayudar a una mujer herida.

– ¿Y la rodilla? -insistió, mientras Manolo se miraba el parche blanco, a través del pantalón desgarrado.

– No es nada -dijo. Conocía a sus compañeros, y sabía que ellos se encargarían del resto de la historia. Hablarían de ello hasta dormirse. «Mañana también hablarán, pero menos. El lunes ya lo habrán olvidado.» Conocía a sus compañeros.

Poco antes de terminar la comida, Manolo vio que el hermano Tomás le hacía una seña: «Anda a dormir, antes de que se te tiren encima con sus preguntas». Obedeció encantado.

Dormía profundamente. Estaba solo en una habitación, que nadie salvo él ocuparía esa noche. Había tratado de pensar un poco, antes de dormirse, pero el colchón, bajo su cuerpo, empezaba a desaparecer, hasta que ya casi no lo sentía. Sus hombros ya no pesaban sobre nada, y las paredes, alrededor suyo, iban desapareciendo en la noche negra e invisible del sueño… Miles de bicicletas se deslizaban fácilmente hacia el sol de Chaclacayo. Se veía feliz al frente de tantos amigos, de tantas bicicletas, de tanta felicidad. El sol se perdía detrás de cada árbol, y reaparecía nuevamente detrás de cada árbol. Estaba tan feliz que le era imposible llevar la cuenta de los amigos que lo seguían. Todos iban hacia el sol, y él siempre adelante, camino del sol. De pronto, escuchó una voz: «¡Manolo! ¡Manolo!» Se detuvo. ¿De dónde vendría esa voz? «Continúen. Continúen», gritaba Manolo, y sus amigos pedaleaban sin darse cuenta de nada. «Continúen.» Buscaba la voz. «Llegaré de noche, pero también mañana brillará el sol.» Buscaba la voz entre unas piedras, a los lados del camino. La escuchó nuevamente, detrás suyo, y volteó: su madre llevaba un prendedor en forma de araña, y el hermano Tomás sonreía. Estaban parados junto a su bicicleta…

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