Juan Saer - Lo Imborrable

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Un clasico de la narrativa argentina que reconstruye las borraduras parciales que sufre la memoria. Una version cifrada sobre lo real, la percepcion y la literatura. Convertida en un clasico de la narrativa argentina, esta magnifica novela de Juan Jose Saer regresa con mas fuerza y renovada capacidad de resistencia. A traves de una prosa despojada y directa, la historia muestra al protagonista `Carlos Tomatis` deambulando por una ciudad fantasmal. El encuentro con dos extranos personajes `Alfonso y Vilma,` le plantea una serie de interrogantes que transforma al acto de leer en un gesto politico: Quien es Walter Bueno? Que se dice sobre su novela leida con furor? Como se construye un bestseller? Que es el exito? Como en toda la obra saeriana se despliega `mas que un argumento` una version cifrada sobre el estatuto de lo real, de la percepcion y de la literatura. Y si la memoria sufre parciales borraduras, ahi esta la ficcion para reconstruirla. Eso que Saer llama `lo imborrable` ha dejado su impronta en el cuerpo y en el imaginario colectivo atravesado por el terror, la represion y la censura. Por eso, imborrable es tanto lo que paso `la huella historica que no debe olvidarse bajo ningun concepto,` como lo que viene sucediendo desde el origen: la presencia humana en el mundo como un acontecer unico, increible, transformador del universo. Imborrable es el arte, el pensamiento y la palabra.

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– Ni más ni menos que el maestro Tomatis -grita, riéndose.

Sacudiendo el paraguas en el aire para secarlo un poco en vez de abrirlo, avanzo unos pasos por la vereda y me inclino hacia él.

– Alfonso -le dijo con jovialidad melancólica, pero alzando la voz a causa del estruendo de la lluvia. -Cuanto más grande más zonzo.

La voz de Vilma Lupo me grita algo desde el asiento trasero en penumbra, y como no le entiendo, me inclino un poco más hacia la ventanilla abierta, comprobando que Julio César Parola, el especialista en marketing de Buenos Aires, está sentado al lado de Alfonso, y que la cabeza rubia de Vilma, proyectándose hacia adelante, parece flotar sobre el respaldar del asiento delantero entre las dos cabezas masculinas.

– ¿Cómo? -le digo.

– Le pregunto si está estudiando para mojarrita -dice Vilma.

– Suba, suba. Lo secuestramos -dice Alfonso. Haciendo girar el paraguas cerrado en el aire para referirme al auto color cereza le digo:

– ¿Esta máquina impresionante se la debemos a Somerset Maugham?

Parola mira su reloj pulsera, impaciente, en vez de reírse, pero Vilma y Alfonso, como de costumbre, al unísono, lanzan una carcajada.

– Las ruedas son una contribución de André Maurois -dice Vilma, y desapareciendo de entre las dos cabezas masculinas, se inclina en la penumbra y abre la puerta trasera. Cuando me instalo junto a ella, me empieza a palpar el impermeable, las mejillas -tiene las manos tibias- y la cabeza.

– Está todo mojado -dice.

– Lo llevamos al amigo Parola al aeropuerto, y después volvemos a la ciudad. Media hora -dice Alfonso.

– Bueno -le digo. -Pero preste atención al volante que morir en su compañía puede resultar sumamente comprometedor.

– La gente diría -dice Vilma- tuvo una muerte horrible: murió conversando con Alfonso.

Y que me cuelguen si tenía proyectado encontrarme a las ocho de la noche, en medio de una lluvia torrencial como se dice, rodando en el auto de Alfonso, prácticamente a paso de hombre, en dirección alaeropuerto. Mi sistema filosófico, el casualismo, demuestra una vez su pertinencia: es obvio que la lluvia, por fuerte que sea. no puede impedirme realizar el paseo del anochecer, uno de los tres elementos, junto con la higiene corporal y la abstinencia de alcohol, de mi reconstitución física y mental, pero una lluvia un poco fuerte no hubiese bastado para obligarme a buscar refugio en ese negocio, y debo por lo tanto mi viaje al aeropuerto al empeoramiento imprevisible de las condiciones climáticas: por otra parte, si acaban de salir del Hotel Iguazú, me pregunto cómo diablos pudo hacer Alfonso para pasar por la esquina en la que yo estaba parado, ya que se encuentra al norte y no al sur del hotel, es decir en dirección opuesta al aeropuerto. Si el determinismo y no la casualidad rigiesen el mundo, yo tendría que estar en este momento en la cocina de mi casa, tomando la sopa frente a mi hermana, y oyendo el ronroneo de la televisión, antes de subir a leer un rato en mi cuarto para meterme después en la cama.

La aparición del sistema solar no es menos casual que la del auto cereza, y las masas de materia que se dispersaron después de una explosión cualquiera sin duda, quedaron girando, por cuestiones de masa, de velocidad, de inercia, de gravedad -todas palabras que no tienen el menor sentido por otra parte, flatus vocis como se dice-, alrededor de un cuerpo que llaman el sol, el cual por casualidad también, a causa de una distancia que nadie dispuso, alumbra y calienta la tierra. Todo esto es un fenómeno aleatorio y está ocurriendo por ahora -a decir verdad la cuestión me importa tres pepinos- y hace falta una mentalidad de pequeño propietario para pensar de otra manera: entiendo que si se ha comprado un terreno en Córdoba, se aspire a la eternidad de lo creado, aunque más no sea para no tener la impresión, después de años de sacrificios, de haber hecho un mal negocio.

Cualquier hecho o cosa que se analice muestra de inmediatosu origen casual, el imperativo categórico kantiano por ejemplo, las pirámides de Egipto, o la forma de las nubes. Basta tener un poco de imaginación para encontrar la casualidad en algún punto del recorrido.

A propósito de Egipto, mi concepción del universo da la siguiente definición de Napoleón: un pedo que la casualidad se tiró en Córcega, y, siguiendo la misma concepción, obtenemos para el imperio romano: puesto que en esos tiempos el mundo era considerado plano, podemos imaginarlo como una bosta de vaca, chata y circular, con Augusto transformado en mosca verde, asentado en el centro y royendo sin descanso hacia la periferia.

– Usted me dice Tomatis si le estoy errando al camino -dice Alfonso, que se ha puesto grave de golpe, concentrándose en el volante.

– Por ahora va bien -le digo. -Apenas llegamos a la avenida de circunvalación, el aeropuerto está indicado.

– No se ve un cuerno con esta lluvia -dice Vilma, con un tono más bien despreocupado a tal punto que, desinteresándose de la cosa, se recuesta suspirando contra el respaldar del asiento.

– ¿Le parece que vamos a horario? -dice Parola.

– Son veinte minutos de auto más o menos -digo.

El tal Parola ni siquiera juzga necesario responderme. Estoy por repetir la frase, pensando que no me ha escuchado, cuando siento la mano de Vilma que se aferra a mi muslo y lo aprieta, con la intención evidente de sugerirme que me calle. Trato de encontrar su mirada en la penumbra del automóvil, y Vilma sacude la cabeza y se encoge de hombros, queriendo significar más o menos No vale la pena que pierda el tiempo tratando de ser amable con este plomazo, y después, inclinándose hacia el asiento delantero, con la más melodiosa y falsa de las entonaciones, seleccionada de entre la vasta gama de la que la creo capaz, se dirige al especialista de marketing de Buenos Aires.

– Parola -dice. -Estuvo regia la conferencia de esta mañana. Yo pude comprobarlo esta tarde en los seminarios de grupo.

– Lo importante es que la gente se sienta motivada -dice Parola.

– Tengo el palpito de que de aquí va a salir un lindo equipo devendedores -dice Alfonso, y después, echándose un poco hacia atrás en el asiento, dirigiéndose a mí pero sin dar vuelta la cabeza, para seguir vigilando el camino. -Esta es la parte menos romántica del asunto, aunque trabajar con material humano es siempre apasionante. Espero que no lo aburramos.

– Al contrario -le digo. -Me tienen fascinado. Únicamente Vilma y Alfonso se ríen. El tal Parola sigue ignorándome.

– Hay un mercado casi virgen para conquistar en el norte. Santiago del Estero, el Chaco, Formosa, Corrientes y Misiones -dice.

– Incluso el Paraguay -dice Alfonso. -Es uno de mis viejos sueños el Paraguay.

– No se nos ponga romántico usted también, Alfonso -dice Vilma.

– Mi viejo sueño después de usted, señora -dice Alfonso.

Siguiendo una serie de carteles indicadores, Alfonso entra en la avenida de circunvalación y acelera un poco.

– Los poetas siempre tienen razón -dice Alfonso.

– Ya indican el aeropuerto.

Rodamos en silencio. Al cabo de dos o tres minutos, Parola mira la hora y murmura, no muy convencido.

– Sí, sí, probablemente vamos a horario.

– ¿Quiere que acelere más todavía? Piense que si nos matamos en un accidente, la vida intelectual de este país se retrasaría durante un siglo por lo menos – dice Alfonso.

Como si no lo hubiese escuchado, Parola se inmoviliza en el asiento y se queda contemplando la lluvia a través del parabrisas. La mano de Vilma, en la penumbra del asiento delantero, me aprieta de nuevo el muslo en signo de complicidad, pero esta vez no se retira. Para ser totalmente franco, debo reconocer que si el primer apretón me sorprendió, sin darme tiempo a ningún otro tipo de reacción, el segundo, por parecerme superfluo, y a causa de la permanencia de la mano, depositada con blandura sobre el muslo, me puso en alerta, induciéndome a considerar de una manera diferente la proximidad de Vilma, casi pegada a mí en el asiento trasero a pesar del espacio vacío que hay entre ella y la puerta de su lado, de modo tal que yo estoy prácticamente rozando con el hombro la que está del mío, para no dar la impresión de estar aprovechándome de la situación.

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