Cuando me cruzo para mirar de más cerca, deduzco que Vilma y Alfonso no están en el bar, porque las mesas pegadas a la vidriera están vacías, pero para asegurarme empujo la puerta encortinada y entro: la decena de clientes no parece notar mi presencia cuando me paseo un poco entre las mesas, saludo al cajero alzando la mano, y vuelvo a salir a la calle.
Ni rastro de Vilma y Alfonso, a quienes me imagino todavía en el salón Capri o en el bar del hotel Iguazú distribuyendo carpetas amarillas a los futuros vendedores y tomando los primeros cócteles de la noche, y cuando empiezo a alejarme del bar, no puedo menos que asombrarme de un levísimo sentimiento de decepción, tanto la lectura de los comentarios de Alfonso a La brisa en el trigo ha despertado en mí la curiosidad, e incluso una especie de intimidad con el comentarista y su pequeño mundo.
El deseo de saber más sobre el intríngulis como se dice, aunque ya me parece presentirlo todo, me hace vacilar un momento cuando llego a San Martín, más iluminada que el resto de la ciudad en el anochecer de invierno, y estoy a punto de tomar el rumbo del hotel Iguazú, pero después de unos segundos me decido por la dirección contraria y, dejando atrás San Martín, me interno en una lateral más oscura en dirección al Parque del Palomar; al cruzar una bocacalle diviso, una cuadra y media hacia el norte, la silueta del Conquistador en neón verde, las piernas abiertas, las manos aferradas a la empuñadura de la espada ancha de neón igualmente verde cuya punta se apoya en la base del rectángulo de neón rojo que enmarca toda la figura, el monstruo de neón verde sin espalda, sin reverso y que, constituido de dos partes delanteras vigila desde la altura, apoyado en su espada ancha, al mismo tiempo del norte y el sur.
Con su presencia amenazadora y muda, el gigante de neón parecedesaprobar mi interés por lo irrazonable, el lado turbio de las cosas que, por el hecho mismo de trabajar contra lo establecido, lasvuelve mucho más interesantes. Por separado, el best-seller de la década y sus marionetas inconsistentes son, y esto es más que seguro, la inepcia integral, pero, introduciendo lo irrazonable, los comentarios de puño y letra de Alfonso los reintegran al espesor contradictorio del mundo real; lo irrazonable es más excitante no únicamente para mí, sino incluso para el propio Alfonso, y en cierto sentido hasta el incoloro Walter Bueno sale ganando en la operación.
A quince metros del palomar, sumergido ahora en la oscuridad, las primeras gotas de lluvia me sorprenden, frías y gruesas, picándome de refilón en la frente, en el filo de la nariz, y estrellándose apagadamente contra la coronilla de lacabeza y los hombros protegidos por el impermeable; en vez de abrir el paraguas, apuro un poco el paso y subo los tres escalones que conducen a la jaula, refregando a propósito los zapatos contra el suelo de portland para excitar los cuerpitos tensos que, más que seguro, deben ya estar alertas en la oscuridad, pero por más que intento sacudirlos con el ruido de mis zapatos, del que la suela de goma contribuye a reducir la intensidad, y hasta con la punta del paraguas que golpeo varias veces contra el piso, las palomas siguen inmóviles, y a no ser por algunos aleteos aislados, semejantes al temblor autónomo de un párpado o de un músculo secundario en un cuerpo en reposo, ningún signo de excitación general, aparte de un fluido indefinible de desconfianza o de extrañeza tal vez, me llega desde el recinto oscuro. Es cierto que la lluvia, adensándose, se ha puesto a repicar sobre el techo de tejas del palomar, y que quizás las palomas, incapaces de reaccionar a dos estímulos diferentes a la vez, están tratando de elaborar el rumor que rodea ahora su morada, la lluvia banal que, a causa de su interrupción de algunas horas, adquiere, como cada vez que recomienza, la novedad de lo insólito, llenando de estupor y de ansiedad sus sesitos sin memoria.
En vez de correr para protegerme del agua, opto por caminar despacio, pegándome a la pared en la vereda desierta, de tan cerca que por momentos el paraguas, contra el que el tableteo de la lluvia es incesante, a veces roza o choca alguna saliente de las fachadas, balcones de planta baja, molduras, letreritos bajos que sobresalen de las paredes, al costado de las puertas, anunciando alguna profesión o un comercio. De tanto en tanto, algún paseante refugiado en el umbral de una puerta me mira pasar más con desconfianza que con curiosidad. El agua, sacudida por la lluvia que sigue cayendo, corre en torrentes hacia los desagües de las esquinas, que ya empiezan a saturarse, y la claridad que proyecta en las bocacalles él alumbrado público está enteramente atravesada de masas líquidas que, substituidas instantáneamente, al precipitarse, por nuevas masas líquidas, parecen una miríada discontinua y en suspensión, agitándose en una órbita fija, únicos elementos móviles en el interior de un sistema regido por la más perfecta inmovilidad, como un simulacro de nieve sacudiéndose dentro de una bola de cristal. En la esquina iluminada, el agua me impide seguir avanzando, no únicamente la que cae del cielo negro, sino sobre todo la que cubre la calle, y que de un momento a otro desbordará los cordones para cubrir también las veredas, de modo que en la entrada profunda de un negocio que ocupa toda la ochava, entre dos vidrieras iluminadas llenas de prendas femeninas, polleras, vestidos, sacos de cuero y de piel, corpiños y bombachas blancas y negras festoneadas de puntilla, saltos de cama transparentes, cinturones de piel de víbora o de yacaré, lo que hasta no hace mucho tenía la costumbre de llamar "yo", la llamita increíble y frágil que sigue ardiendo a pesar de los torbellinos de agua y de noche que se sacuden en lo exterior, espera apoyándose con las dos manos en el mango del paraguas que he vuelto a cerrar, y que chorrea agua, que la lluvia amaine para continuar su caminata.
Aunque no deben ser ni las siete y media, ya es noche cerrada y no se ve, como se dice, ni un alma en la calle. Desde el lugar en el que estoy parado, lo que cae ya no son masas líquidas y fijas, en suspensión en el mismo punto, sino, hecha visible por la incidencia de la luz, lluvia verdadera, es decir varas líquidas, transparentes y parcialmente brillantes que, cuando chocan contra el pavimento abovedado y contra la superficie líquida que se expande en la calle, levantan, cada una, una especie de corola lisa y fugaz, surgiendo del pequeño tumulto que producen las gotas al estrellarse, de modo que todo el suelo visible está continuamente lleno de esas formaciones idénticas, pasajeras y vivaces.
Durante unos minutos, aparte de la lluvia y de la impresión que me asalta, súbita, de estar todavía vivo, en el lugar en el que estoy y en ningún otro, diciéndome a mí mismo con calma pero con obstinación estar vivo es esto, esto, y ninguna otra cosa, aparte de estar otra vez bien encastrado, tenue y frágil, en el presente, no pasa nada, hasta que, alzando la cabeza, habiendo adivinado su presencia antes de captarlo con los sentidos, veo un coche que avanza, despacio, por la transversal a oscuras, a una cuadra y media más o menos, de modo que cuando pasa por la bocacalle iluminada para internarse otra vez en la calle oscura, su lentitud se confirma, de igual modo que el modelo, de los más recientes, que ya había adivinado por la altura y por la separación relativamente grande de los faros que antes de llegar a la bocacalle mandaron una señal para anunciar su presencia, y después descendieron otra vez a una posición más atenuada.
El color cereza del auto me tranquiliza: es en coches del mismo modelo de color verde oliva, que los hombres del general Negri suelen pasearse por la ciudad y parándose de tanto en tanto ante alguna casa, o en plenacalle, junto al cordón de la vereda, sin detener el motor, bajan armados y meten a los golpes en el asiento trasero a algún paseante desprevenido, del que nunca más se vuelven a tener noticias, a menos que no aparezcan sus restos mutilados -los testículos en la boca y los senos cortados al ras revelan el estilo del general Negri- una mañana cualquiera, en algún baldío o flotando aguas abajo, devuelto por el río después de varios días de inmersión. Si el color cereza me tranquiliza, la lentitud me intriga un poco, ya que evoca menos un. avance prudente a causa del agua que cubre la calle, que un aire de indolencia, casi de pereza, e incluso de anacronismo teniendo en cuenta la potencia evidente del motor, que gira tal vez en segunda velocidad, y el tiempo desproporcionadamente largo que le lleva a la máquina color cereza recorrer los cien metros de distancia entre la última bocacalle iluminada que acaba de cruzar y ésta en la que estoy parado entre las dos vidrieras llenas de prendas femeninas, observándolo cuando llega a la esquina, aminora todavía más, con la intención de doblar, ya que, casi a paso de hombre, el auto rojo comienza la maniobra, pero cuando empieza a bordear la esquina para encaminarse hacia el sur, frena, sin parar el motor, recula unos metros, y atraviesa la bocacalle, con tanta lentitud inhábil, que mi mirada baja hacia la patente sin alcanzar a descifrarla ni aun cuando, con la torpeza orgánica de un escarabajo, viene a detenerse junto al cordón a tres metros de donde estoy parado, haciendo desbordarhacia la vereda el agua de la calle. Los ocupantes se mueven deformes silenciosos y confusos detrás de los vidrios empañados por dentro y chorreando agua por fuera, y los limpiaparabrisas, funcionando continuamente, no logran despejar los chorros de agua que vienen a estrellarse contra los vidrios. Pero por fin la ventanilla delantera, con la misma lentitud propia del auto entero, comienza a bajar, y que me la corten en rebanadas si no es Alfonso en persona quien aparece por el rectángulo y sacude el brazo en mi dirección.
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