Pero todo esto es historia antigua, pasó hace siete meses más o menos, de modo que porque la madre de mi hija, psicoanalista reputada por otra parte, brillante y hermosísima, excelente esposa y de lo más viciosa en la cama cuando tiene realmente ganas, lo cual nunca viene mal, mande al suplicio y a la muerte más que seguro a una vecina de veinticinco años que sabíamos tener en las rodillas cuando tenía la edad de nuestra hija, no voy a pasarme el santo día rememorando la cosa tratando de entender como se dice dónde estuvo la falla en nuestra pareja ni rompiéndome la cabeza para saber de qué modo reconstruir como dicen en las revistas femeninas, nuestra relación. Después de dos o tres días de borrachera, me hice una valija y me vine a la casa de mi madre. Podía haber venido nomás con lo puesto porque de todos modos me bañaba una vez cada quince días y durante tres meses no salí una sola vez a la calle. Mi madre, ciega a causa de la diabetes, se estaba muriendo en su dormitorio, en la cama de matrimonio que mi padre había desertado veinte años atrás por otra menos exigente, la tumba. Cuando entraba en la pieza a verla, ella me palpaba las mejillas con sus manos ya casi transparentes y me llamaba su bebé; sentada en la cama sin siquiera apoyarse contra la pila de almohadas aplastadas en el respaldar, flaca, blanca y gris y un poco evanescente, reducida a sus nervios ya casi insensibles, a sus órganos en su mayor parte inactivos, a sus reflejos mudos, que se obstinaban en persistir en un espacio-tiempo del que ella se había ausentado desde hacía años.
Para elaborar como se dice la ruptura, Haydée se llevó a Alicia a pasar el verano en Punta del Este -en enero la farmacéutica vino a juntárseles- mezclándose a la muchedumbre indolente y bronceadade los ganadores, psicoanalistas y cardiólogos presentes en todos los congresos internacionales, ejecutivos de agencias publicitarias o de empresas extranjeras, pintores que lograron entrar en el mercado americano o japonés, estrellas de cine o de televisión, escritores que, siguiendo los consejos de sus agentes, escribieron un best-seller, editores que obtuvieron los derechos por la autobiografía de algún ex presidente americano, ejecutivos de casas de discos, militares, especuladores, hombres políticos, financistas especializados en el blanqueo de capitales, directores de diarios, corredores de autos, jugadores de tennis o futbolistas, y hasta guerrilleros arrepentidos que, a cambio de una autocrítica, pudieron conservar en sus cuentas suizas los millones de dólares obtenidos unos años antes mediante secuestros y asaltos que ellos llamaban expropiaciones hechas en nombre de la clase trabajadora. Hacía un calor matador. Yo me levantaba a las dos o tres de la tarde, a causa de los somníferos, de los tranquilizantes, y de los varios litros de vino diarios que me servía directamente de la damajuana, cuando me sentaba a mirar la televisión a eso de las cuatro de la tarde, de modo que al emerger del sillón a las dos de la mañana podía irme tranquilo para la cama, seguro de que apenas me echase resoplando sobre la sábana tibia me quedaría dormido. A decir verdad, aunque me quedaba sentado todos los días durante diez horas a tres metros del televisor, no miraba nada en especial, y las imágenes que desfilaban en la pantalla y los sonidos envasados que resonaban en la pieza, parecían las representaciones inconexas, fugaces y arbitrarias, por no decir recónditas y fantasmales, de mi propia conciencia en disgregación, pero el hecho de tenerlas delante, en lo exterior y no entre los pliegues del cerebro entumecido, en las puntas nerviosas hipersensibilizadas o en las emanaciones intolerables y súbitas de la memoria, me permitía llegar hasta la noche no enteramente destrozado. A veces me despertaba a la mañana, habiendo decidido arrancarme del marasmo, y entonces me afeitaba, me daba una ducha, me ponía ropa limpia, y me volvía a meter en la cama. Un médico amigo me dio un certificado, de modo que obtuve licencia en el diario por tres meses -el director estaba lo más contento de no verme durante un tiempo-, y durante los tres meses no me asomé al balcón ni a la terraza ni salí una sola vez a la calle. Cada tres o cuatro días, recibía una tarjeta de Alicia, con una vista en colores de Punta del Este, que, sin leer, iba apilando junto con las anteriores en el rincón de la correspondencia sin abrir, incluidas las cartas de Pichón Garay desde París y las del Matemático desde Suecia, en un estante de la biblioteca.
Algo es más que seguro: desde el primer vagido ciego que dio mi cuerpito flojo y ensangrentado al salir a la luz del día por entre los labios rugosos que ahora estaban cerrándose definitivamente en la habitación de al lado, desde el primer latido, empecé a rodar otra vez de vuelta hacia la oscuridad de la que provenía, y el año pasado llegué por fin al último escalón, húmedo y resbaloso a causa de la masa informe que, desde un infinito de negrura, día a día, lo carcome. Hasta que una mañana, en marzo, mi madre amaneció muerta. Las entrañas que mantuvieron durante nueve meses en la ilusión la masa de cartílagos y nervios que no pretendía otra cosa que perdurar indefinidamente en el paraíso tibio de lo idéntico, y la dejaron caer, todavía inacabada e inhábil en el torbellino de lo exterior, se paralizaron por completo y empezaron a fundirse y a confundirse otra vez en el Del mismo modo que ella me expelió de su vientre al mundo, el mundo la expelió a ella del suyo, exactamente igual a como, cualquiera de estos días a pesar de las ilusiones y de los espejismos en los que se acuna, el mundo mismo será expelido a su vez del vientre del ser para ahogarse en su propia nada. Lo cierto es que la enterramos a la mañana siguiente y que un par de días después, recién bañado y afeitado, habiendo interrumpido, por decisión propia, la ingestión de alcohol, somníferos y tranquilizantes, salí a la terraza y empecé a pasearme despacio, frágil y todavía tembloroso, bajo el sol de otoño.
Aunque todavía falta un poco para que anochezca, los letreros luminosos ya brillan duplicándose, invertidos en el suelo mojado por la lluvia. Cuando cierro detrás de mí la puerta de calle y me dispongo a abrir el paraguas, advierto que, durante los cinco minutos de conversación que acabo de tener con mi hermana sentada frente al televisor, la lluvia ha parado. A causa probablemente de la noche que se avecina, pero también de las nubes que siguen acumulándose, el cielo está tan negro como a mediodía, pero gracias a la lluvia la temperatura ha subido un poco, lo que promete más lluvia para dentro de un rato y al mismo tiempo me permite salir de impermeable, bastante más liviano que el sobretodo, y dejar los guantes en reserva en los bolsillos delimpermeable. A pesar de la hora -las seis y media más o menos- la calle está bastante de la tiranía quizás, las telenovelas probablemente, retienen a la gente en sus casas, en las que ya se ven, a través de las ventanas, las luces encendidas. Los autos, los colectivos, pasan rápido levantando con sus cubiertas que adhieren al asfalto un rumor de agua. Junto a los cordones corre un agua rugosa hacia los desagües de las esquinas. En los sectores rotos de las veredas, donde faltan las baldosas, la lluvia se ha acumulado formando estanques cuadrados, rectangulares, oblongos, en forma de T o de L, según la cantidad de baldosas que faltan y el orden en el que se han despegado, y las cosas que se reflejan en esos charcos, fachadas de casas, fragmentos de árboles, o de vidrieras, o de cielo, yo mismo en contra picado cuando me detengo un momento a contemplarlos, ganan, a pesar de que la oscuridad del aire también se adensa al duplicarse, en nitidez, en contraste y en cohesión, ganando también realidad al aislarse durante unos segundos, en los límites estrictos de su propia imagen, del vasto mundo amorfo, incierto y contradictorio al que pertenecen. El letrero luminoso lila, en la vereda de enfrente del bar, sigue en cortocircuito, y me paro a mirarlo un momento, en medio de la vereda casi vacía, las grandes letras de neón lila que anuncian ZAPATOS y que parpadean rápidas, chirriando un poco y sacando algunas chispas a la altura de la Z y de la primera A, de modo tal que un resplandor lila un poco más vivo se enciende y se apaga, rápido pero discontinuo, sobre la vereda.
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