Juan Saer - Lo Imborrable

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Un clasico de la narrativa argentina que reconstruye las borraduras parciales que sufre la memoria. Una version cifrada sobre lo real, la percepcion y la literatura. Convertida en un clasico de la narrativa argentina, esta magnifica novela de Juan Jose Saer regresa con mas fuerza y renovada capacidad de resistencia. A traves de una prosa despojada y directa, la historia muestra al protagonista `Carlos Tomatis` deambulando por una ciudad fantasmal. El encuentro con dos extranos personajes `Alfonso y Vilma,` le plantea una serie de interrogantes que transforma al acto de leer en un gesto politico: Quien es Walter Bueno? Que se dice sobre su novela leida con furor? Como se construye un bestseller? Que es el exito? Como en toda la obra saeriana se despliega `mas que un argumento` una version cifrada sobre el estatuto de lo real, de la percepcion y de la literatura. Y si la memoria sufre parciales borraduras, ahi esta la ficcion para reconstruirla. Eso que Saer llama `lo imborrable` ha dejado su impronta en el cuerpo y en el imaginario colectivo atravesado por el terror, la represion y la censura. Por eso, imborrable es tanto lo que paso `la huella historica que no debe olvidarse bajo ningun concepto,` como lo que viene sucediendo desde el origen: la presencia humana en el mundo como un acontecer unico, increible, transformador del universo. Imborrable es el arte, el pensamiento y la palabra.

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Cuando pienso que después de meses de ostracismo y de penuria mental emerjo de nuevo al mundo para caer en manos de estos dos personajes -de este dispositivo como decía- es natural que me pregunte si no era más conveniente no volver a salir ni nada sino más bien desaparecer por completo, "yo" o lo que quedaba de "yo". Que, vengo diciéndomelo desde hace varias semanas, me zambullí sin vacilar en la demencia autodestructiva tratando de escapar a la esquizofrenia general.

Pero algo anula mi fastidio ante Vilma y Alfonso: la gratitud por permitirme la impresión, que no he tenido desde hace años ante nadie, de ser más cuerdo que ellos. Cuando se emerge de lo oscuro, se tiende a tomar las especies fragilizadas bajo protección, y al universo entero en tutela. "Yo" que hace unos pocos meses nomás no me atrevía a salir de mi casa para ir a tomar un café al bar de la galería por miedo de que la construcción endeble del supuesto firmamento no se desplomara, y que tres o cuatro veces, después de haber atravesado con valentía el umbral y haber dado algunos pasos por la vereda, me volvía temblando de terror a mi cuarto de la terraza, diciéndome que nunca más podría volver a salir a la calle, me encuentro, en este anochecer de invierno, a cargo del universo y, no sin agradecimiento, de uno de sus fragmentos más expuestos que, desprendiéndose del todo ha venido, por decir así, rodando hasta mis pies: el dispositivo Vilma/Alfonso. Y todavía no sé si me agacharé o no para recogerlo.

– Vilma -dice Alfonso alzando la voz para que se oiga, pero sin mirarme- la distribuidora Bizancio le confía la delicada misión de integrar Tomatis a nuestro equipo.

– Una operación de comando -dice Vilma dirigiéndome, con los ojos

entrecerrados para que no se filtre en ellos el humo de su propio

cigarrillo, una mirada llena de intenciones. Pero no hay la menor voluptuosidad en esa mirada, sino una especie de humor indolente y un aire injustificado de complicidad, de inteligibilidad mutua, el aire de estar dando a entender todo el tiempo nosotros sabemos que usted sabe que nosotros sabemos que usted sabe que nosotros sabemos. El pelo rubio, liso y ceniciento, recogido en desorden en la cima de la cabeza, deja ver el cuello blanco y largo, y la carita fina, que destila cierta cursilería botticelliana, pierde un poco de frescura alrededor de los ojos, donde unas arruguitas traicionan la inminencia de la treintena. No puedo saber, puesto que está sentada, si es alta o baja, ni qué formas, angulosas o redondas, cubre la ropa cara y de lo más elegante, en tonos marrones, que viene no de Buenos Aires sino tal vez de Londres o de París, y basta echarle una mirada al tapado de piel abandonado sobre una silla para saber que es auténtico, aunque el forro descosido en la sisa muestre que no es del todo nuevo. A pesar de mi desconfianza, por no decir mi repugnancia instintiva hacia los que andan ostentado por la calle la ropa que se han comprado en Londres, en New York o en París, no logro abominar de Vilma Lupo, tal vez porque entre su ropa cara y su actitud hay un hiato, un desfasaje, incongruencia o anacronismo, que me induce a creer que, si pudiera examinarlos de cerca, descubriría manchas de vino o de café o agujeros de cigarrillos en el tapado de piel o en el pullóver de París, y, detrás de sus orejas blancas y delicadas que el pelo rubio recogido en la cima de la cabeza deja al descubierto, rastritos de tierra seca y lustrosa; y cuando miro las uñas de la mano que sostiene el cigarrillo cerca de la cara compruebo que si no muestran una medialuna negra es porque están recortadas y carcomidas obsesivamente a ras de las yemas. Tal vez no es en ese plano donde se manifiesta la incongruencia de Vilma y Alfonso; a pesar de su jovialidad programática, lo negro que bulle en ellos los diferencia a primera vista de la legión de reptiles que únicamente piensa en persistir indefinidamente en el estado más placentero posible, mónadas o amebas flotando en la armonía preestablecida de las esferas audiovisuales del mejor de los programas posibles, la migaja irrisoria que les ha dejado la banda tenebrosa que con manejos turbios, y con el fin de variar para ella sola el programa según la ley de su propio deseo, del que quiere satisfacer hasta los matices más sutiles les birló, con fines comerciales, el cálculo infinitesimal.

– Como programa de seducción -murmuro, sardónico-, me parece singular desde el principio: hace cinco minutos que me tienen aquí parado sin ofrecerme una silla.

Al oírme, Alfonso se agita y se acalora, agarra una silla de una mesa vecina y, levantándola sin ruido, la coloca detrás de mí, dándome un golpecito en el codo para indicarme que la operación ha terminado; pero sigo sin sentarme unos segundos todavía, observando a Vilma que, mientras Alfonso se fatiga a nuestro alrededor, no deja de exhibir una sonrisa distraída, concentrada en algún pensamiento o recuerdo que la induce a sacudir despacio la cabeza mientras enciende un cigarrillo, antes de que el que ha estado fumando, bastante largo todavía, deje de humear, olvidado en la muesca del cenicero. Esa concentración anticipa algo de lo que está por decirme, ignorada ahora por Alfonso, el cual, tratando de corregir su negligencia, mueve para todos lados la cabeza, buscando al mozo con ostentación, mientras dice sin mirarme:

– Pensábamos que no iba a quedarse. ¿Qué toma?

– Nada, gracias -dijo sin prestarle atención mientras me siento, esperando las palabras de Vilma Lupo que no se deciden a llegar hasta mí a través del humo de sus dos cigarrillos.

– ¿Cómo nada? -dice Alfonso, -¿No quiere un clarito o un San Martín seco? ¿Un americano?

– ¿Qué toman ustedes? -le digo.

– Un batido -dice Alfonso. -Cinzano con Pineral. ¿No quiere un jerecito? ¿Un whisky? ¿Por qué no toma una Hesperidina? Es buena la Hesperidina con soda. Abre el apetito. Si no el barman le hace unos cócteles de primera.

– No. Un vaso de agua -dijo, retomando mi expectativa al comprobar que la sonrisa de Vilma Lupo se acentúa y sus ojos se entrecierran más todavía y la cabeza, que ha estado haciendo movimientos negativos, cambia brusca de ritmo -un poco más rápido- optando por la afirmación.

– Un vaso de agua para el señor -dice Alfonso, sin ocultar su decepción, al mozo que ha llegado hasta la mesa obedeciendo a sus señas insistentes. El mozo retira de la bandeja el vaso de agua que acompañaba un café, y lo deja sobre la mesa sin decir palabra. Como si hubiese estado esperando un momento de distracción general para hacerlo, Vilma empieza a hablar, pero aunque de un modo inequívoco soy yo el destinatario de sus palabras, es a Alfonso a quien las dirige.

– La operación comercial de Walter Bueno exigía una reparación -dice. -¡Lo del gato es genial! Yo también pienso que el gato es un animal cursi.

– El pobre gato no tiene nada que ver -trato de aclararle, sin resultado, porque ni sé si me escucha, ya que ha vuelto ligeramente el cuerpo hacia Alfonso, constituyendo de nuevo con él el dispositivo que me excluye. -Son los escritores que se hacen fotografiar con un gato los que me irritan.

– Cómo va a ponerle a una novela La brisa en el trigo si en el pueblo donde dice que pasa nunca hubo trigo. Una de dos, si en la novela hay trigo, no es ese pueblo. Y si el pueblo es ése, no debería haber trigo -dice Alfonso, rumiando en voz alta pensamientos que cree guardar en su fuero interno.

– Es cierto -dice Vilma, sin dejar de dirigirse a Alfonso.

– No tienen por qué desacreditar a los gatos obligándolos a inmortalizarse con ellos.

Yo conozco bien el pueblo -sigue pensando Alfonso en voz alta.-

En esa zona se siembra maíz y girasol, no trigo. Mucho lino en otra época, pero trigo nunca. Cómo va a ponerle La brisa en el trigo.

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