– Ya caigo -le digo. -El famoso Alfonso de Bizancio. No se me ocurrió que podía ser un apellido.
– ¿Me reconoce ahora? -dice Alfonso.
Podría suponerse que lo dice complacido, pero hay más alivio que placer en su expresión. Como parece esperar grandes cosas de mi persona, el hecho de haber sido reconocido sin verse en la obligación de dar demasiados detalles sobre sí mismo debe simplificar su estrategia y facilitar las maniobras de aproximación. Es evidente que quiere pedirme algo, y la prueba de que no va a obtener nada es que se le haya ocurrido pedírmelo precisamente a mí que hasta hace un par de meses nomás estaba hundido hasta los tobillos en el agua negra del fondo, y que todavía hoy llevo las manchas de barro reseco en las botamangas del pantalón. A menos, y los ojitos afligidos parecen confirmarlo, que el agua negra se lo esté tragando también a él, y a causa de haber visto en mi cara los rastros del hundimiento reciente -las manchas resecas de las botamangas-, haya decidido sacar partido de mi experiencia. La cosa es que nos quedamos inmóviles en la vereda desierta, en el anochecer de invierno, bajo los letreros luminosos de todos colores, mirándonos, ya sin total desconfianza de mi parte quizás -tendría que pensarlo mejor- y que me cuelguen si no empieza a abrirse paso en mí la sensación abominable de que esa cara un poco blanda que incita a la crueldad, aunque no nos parezcamos en nada, es en cierto sentido la mía que se refleja en un espejo.
– Reconocer es mucho decir -le digo, con la misma severidad paródica de la que él ya sabe que no es en serio. -Pero admito que Reina y los otros lo nombran seguido.
– Bizancio siempre ha recibido a los artistas con los brazos abiertos -dice Alfonso.
– Así los estrangula mejor -le digo.
Y la conversación se despliega, si podemos llamar a esto -su insistencia poco disimulada y ansiosa, la altanería paródica de que me valgo para ocultar mi indecisión- una conversación. Según Alfonso, tiene ganas de conocerme desde hace mucho y, cinco o seis años atrás, por el setenta y cuatro más o menos, cuando extendió la distribuidora al norte de la provincia y a Entre Ríos, pensó en proponerme la dirección de la nueva zona, con un porcentaje sobre las ventas, prebenda justificada, según él, por mi prestigio intelectual, del que debían emanar beneficios comerciales indiscutibles. Un nombre, dice, por caro que se lo pague, siempre reditúa. Pero las cosas se emputecieron -es la palabra que emplea-: en el setenta y cinco se descubrió que uno de los vendedores utilizaba la distribuidora como pantalla para hacer circular propaganda de una organización clandestina -Alfonso baja la voz y mira para todos lados cuando me hace estas confidencias- y en el setenta y seis el ejército secuestró a una pareja de vendedores, marido y mujer, que no tenían nada que ver con nada y que nunca más volvieron a aparecer. A él mismo lo detuvieron una semana en un regimiento, hasta que un pariente militar obtuvo que lo dejaran en libertad.
– Todo esto que me cuenta es apasionante y original -le digo.
Veo que es insensible a la desgracia ajena, dice contento de comprobar que sus confidencias confirman mi modo de ser en lugar de modificarlo en sentido negativo -también él debe pensar, sin formularlo de ese modo, que en los tiempos que corren casi todos son todavía reptiles y me excluye de esa generalidad, confiriéndome el honor dudoso de pensar que estoy a priori y sin error posible en su propio campo. Sobre nuestras cabezas, un tubo de neón se pone a chirriar, encendiéndose y apagándose con periodicidad rápida, a causa de un cortocircuito probablemente, produciendo un parpadeo que uñe de lila, intermitente, el aire de la vereda. Alfonso parece no darse cuenta; su objetivo inmediato, que excluye al resto del cosmos impensable y diverso, es inducirme a cruzar de vereda y a hacerme entrar a tomar una copa en el bar de enfrente. Toda su estrategia verbal, que él imagina secreta y sutil, del mismo modo que su posición física, ya que intercepta mi paso en la vereda, tiene ese objetivo único y, a medida que realizo algunos movimientos ínfimos, los va teniendo en cuenta de manera inconsciente, modificando la actitud de su cuerpo para impedirme avanzar.
– Bueno -le digo por fin.
– Pero un minuto nomás. Mire que voy atrasado.
Así que cruzamos y entramos en el bar. De todas maneras, puedo concederle unos minutos, porque a pesar de haber entrevisto en él, con un estremecimiento, mi propia cara, no ser enteramente él al fin de cuentas no me compromete mucho, él, de quien ya sé que no obtendrá nada por el solo hecho de haber pensado en mí para procurárselo. Pero no logro imaginarme que es lo que quiere. Apenas entramos en el bar Alfonso gira a la derecha y se para junto a la mesa que da a la ventana. Una rubia fuma sonriente y pensativa, y por su expresión me doy cuenta que desde su silla ha estado observando, a través del vidrio, el desarrollo de nuestro encuentro en la vereda de enfrente.
– Tomatis. Vilma Lupo -dice Alfonso, exhibiendo adrede su satisfacción por haber suscitado este encuentro en la cumbre. Vilma Lupo ni siquiera me mira, pero su sonrisa se acentúa y su mirada se pierde en algún punto de la calle, en el aire por el que parpadea la luz lila del letrero luminoso, una mirada pensativa que se cuela por los ojos entrecerrados y a la que acompañan sacudimientos lentos y afirmativos de la cabeza destinados a expresar maravilla y admiración.
– La idea que Walter Bueno se forja de la novela y el camino elegido por toda novela lograda son divergentes - dice. Y, mirándome por fin a los ojos, repite, marcando un hiato entre cada sílaba, martillándola, como para que la frase penetre a fondo en mi inteligencia y se incruste en mi memoria, insistencia completamente innecesaria porque de todos modos soy yo quien la ha escrito. - La idea que Walter Bueno se forja de la novela y el camino elegido por toda novela lograda son divergentes.
Me inclino, rígido, y siempre de un modo paródico, ante el homenaje, no sin observar que, en razón de la atmósfera un tanto agitada que reina en la mesa, ya deben ir por el segundo o tercer aperitivo. Me he emborrachado bastante en mi vida como para ser capaz de reconocer en otros, a pesar de mi abstinencia que dura desde hace varios meses -condición necesaria, en su momento, para pasar del último escalón al penúltimo-, la excitación de las primeras copas del anochecer, las que sacan del titubeo ronroneante del día y depositan, con la ilusión de ser más reales, en la puerta de la noche. Vilma es la asesora cultural de Bizancio, dice Alfonso y me invita a sentarme, uniendo su mirada a la de Vilma Lupo, que sigue fija en mi persona, en una demostración sostenida de admiración y placer.
– Su homenaje es inmerecido -protestó.
– Aparte del brulote del cual usted ha sacado la frase, hace ocho años que no publico una sola línea.
– No hace falta publicar -dice Vilma.
– Yo nunca he publicado nada. Pero eso que usted llama brulote, es un verdadero manifiesto. Y, bajando la voz y asegurándose de que nadie la oye en las mesas cercanas, pregunta: -¿No tuvo problemas?
La pregunta, hecha con naturalidad y envuelta en una entonación mundana, es en sí un problema, en estos tiempos en que la palabra "problemas" supone las contrariedades más atroces -de alguien a quien, por ejemplo, en algún baldío, una mañana, encuentran castrado, con sus propios testículos en la boca, y el cuerpo agujereado de balas, mostrando signos evidentes de tormento, se dice con discreción sublime que tuvo problemas, pero a decir verdad la franqueza de Vilma Lupo es una demostración de confianza semejante a la de Alfonso, dando a entender que me acuerda el privilegio dudoso de considerarme sin indagación previa en su propio campo. Que me cuelguen si mi reconocimiento por esa confianza no es de lo más relativo, aunque a decir verdad la familiaridad de Vilma y Alfonso me preocupa más por ellos que por mí, a tal punto los dos parecen flotar en una nube de irrealidad agitada y permanente. Dan la impresión de ser no una pareja, sino un dispositivo, un complejo, una gestalt como se dice. Funcionan en dependencia recíproca como si constituyesen un sistema, y así como entre un planeta y su satélite la dependencia está hecha de distancia, de masa, de gravedad, en ellos se constituye a base de sobreentendidos, de disentimientos retóricos, de connivencias. Miradas, gestos y palabras individuales parecen por momentos provenir de un fondo común de memoria, apetitos y experiencia. Y eso que él le lleva por lo menos veinticinco años y ni siquiera se tutean. Entre ellos, la alusión parece ser el modo ordinario de intercambio verbal, alusión en algunos casos tan pueril y transparente que inspiran más ironía que impaciencia. El supuesto entusiasmo que les despierta mi persona se convierte, después de las declaraciones preliminares, en una indiferencia inhábil que dura bastante y que se traduce por un diálogo hecho de frases crípticas e incompletas, de expresiones rituales que únicamente ellos entienden, y de bromas internas de las que me excluyen sin ningún escrúpulo.
Читать дальше