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José Saramago: Historia del cerco de Lisboa

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José Saramago Historia del cerco de Lisboa

Historia del cerco de Lisboa: краткое содержание, описание и аннотация

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Raimundo Silva, corrector de pruebas de una editorial, introduce en el texto que está revisando -un libro de historia titulado Historia del cerco de Lisboa- un error voluntario, una partícula pequeñísima, un «no»: los cruzados no ayudaron a los portugueses a conquistar Lisboa. Es un no que subvierte la Historia, que la niega como conjunto de hechos objetivos, al mismo tiempo que exalta el papel del escritor, demiurgo capaz de modificar lo que ha sido fijado y consagrado. El acto de insubordinación del corrector significa la rebelión contra lo que se define como verdad absoluta y no censurable. No es la Lisboa mora la que está cercada, sino la propia Historia. El no de Raimundo Silva genera una propuesta de reflexión y un texto nuevo porque, como ha escrito el propio Saramago, «todo puede ser contado de otra manera», o «todo lo que no sea vida es literatura». Historia del cerco de Lisboa es también una hermosa historia de amor entre Raimundo Silva y María Sara, personajes contemporáneos sitiados y sitiadores, que acaban derribando los muros que los separan en el proceso de humanización de la historia oficial. Es, en definitiva, una novela apasionante de un escritor que al novelar busca respuesta para las grandes cuestiones que atañen a los seres humanos. Y de la rebeldía de Saramago surgen obras maestras. Como esta Historia del cerco de Lisboa, definida por la crítica internacional como el más acabado ejemplo de posmodernismo literario.

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La cena fue rápida, sencilla, aún más ligera que la comida, pero Raimundo Silva bebió dos tazas de café en vez de una, para defenderse del sueño que no tardaría en amenazarlo, vista la mal dormida noche anterior. Con ritmo seguro las páginas van cambiando de lugar, se suceden los episodios y los cuadros, ahora el historiador embanderó el estilo para tratar de la gran discordia que se levantó entre los cruzados, después de la arenga real, sobre si deberían, o no, ayudar a nuestros portugueses a tomar Lisboa, si se quedarían aquí o seguirían, como estaba previsto, hacia Tierra Santa, donde los estaba esperando Nuestro Señor Jesucristo, bajo los hierros turcos. Argumentaban aquellos a quienes seducía la idea de quedarse que lanzar fuera de la ciudad a estos moros y hacerla cristiana sería también servicio de Dios, contestaban los contrarios que, si ése era servicio de Dios, servicio menor sería, y que caballeros tan principales como allí todos se preciaban de ser, tenían por obligación acudir a donde más trabajosa fuese la obra, no en este culo del mundo, entre labrantines y tiñosos, que unos debían de ser los moros y otros los portugueses, pero no lo averiguó el historiador, tal vez porque no valiera la pena eligir entre los dos insultos. Gritaban los guerreros como posesos, Dios me perdone, violentos de palabras y de gestos, y los que defendían la idea de continuar viaje hacia los Santos Lugares afirmaban que muchos mayores lucros y provechos tendrían de la extorsión del dinero y mercadurías de las naos que en el mar encontrasen, tanto de España como de África, anacronismo de que sólo al historiador se deben pedir cuentas, hablar de naos en el siglo doce, que de la toma de esta ciudad de Lisboa, con menos peligro de vidas, que las murallas son altas y los moros muchos. Acertó Don Afonso Henriques de lleno cuando pronosticó que el examen de su propuesta acabaría en algazara, palabra que siendo árabe de nacionalidad igualmente sirve para cualquier gritar y vocear de renanos, flamencos, boloñeses, bretones, escoceses y normandos, mezclados. En fin, ya se acomodarán las contrarias partes al cabo de una disputa verbal prolongada durante todo este día de San Pedro, y a la mañana siguiente, que es el treinta de junio, irán los representantes de los cruzados, concordes ahora, a informar al rey de que sí señor lo auxiliarán en la conquista de Lisboa, a cambio de los haberes de los enemigos, que desde más allá de las murallas los observan, y otras facilidades directas e indirectas.

Dos minutos hace que Raimundo Silva mira, de un modo tan fijo que parece vago, la página donde se encuentran consignados estos inconmovibles hechos de la Historia, no por desconfiar de que en ella se oculte algún último error, cualquier pérfida errata que hubiera encontrado manera de esconderse en los repliegues de una subordinación tortuosa, y ahora, con artificios, lo provoque, a cubierto también de su cansada vista y del sueño general que lo invade y entorpece. Que lo invadía y entorpecía, serían los tiempos verbales exactos. Porque hace tres minutos que Raimundo Silva está tan despierto como si hubiese tomado una pastilla de benzedrina, de un resto que ahí tiene, tras los libros, lo que sobró de la receta de un médico idiota. Está como fascinado, lee, relee, vuelve a leer la misma línea, esta que cada vez rotundamente afirma que los cruzados auxiliarán a los portugueses a tomar Lisboa. Quiso el azar, o fue más bien la fatalidad, que estas unívocas palabras quedasen reunidas en una sola línea, presentándose así con la fuerza de una leyenda, son como un dístico, una inapelable sentencia, pero son también una provocación, como si estuviesen diciendo irónicamente, Haz de mí otra cosa, si eres capaz. La tensión llegó a un punto tal que Raimundo Silva, de repente, no pudo aguantar más, se levantó, empujando la silla hacia atrás, y camina ahora agitado de un lado a otro en el reducido espacio que las estanterías, el sillón y la mesa le dejan libre, dice y repite, Qué disparate, qué disparate, y como si precisara confirmar esta radical opinión, volvió a coger la hoja de papel, gracias a lo que podemos nosotros, ahora, que antes habíamos llegado a dudar, aseguramos de que no hay tal disparate, allí se dice muy explicadamente que los cruzados auxiliarán a los portugueses a tomar Lisboa, y la prueba de que así ocurrió la encontraríamos en las páginas siguientes, allí donde se describe el cerco, el asalto a las murallas, el combate en las calles y en las casas, la mortandad excesiva, el saqueo, Por favor, díganos usted dónde ve el disparate, ese error que se nos escapa, es natural, no nos beneficiamos de su gran experiencia, a veces miramos y no vemos, pero sabemos leer, creía, sí, tiene razón, no lo comprendemos siempre todo, ya se adivina por qué, la preparación técnica, claro, la preparación técnica, y también, confesémoslo, a veces nos da pereza ir al diccionario y ver los significados, cosa que no hace más que perjudicarnos. Es un disparate, insiste Raimundo Silva como si estuviera respondiéndonos, no haré tal cosa, y por qué iba a hacerla, un corrector es una persona seria en su trabajo, no juega, no es un prestidigitador, respeta lo que está establecido en gramáticas y prontuarios, se guía por las reglas y no las modifica, obedece a un código deontológico no escrito pero imperioso, es un conservador obligado por las conveniencias a esconder sus voluptuosidades, las dudas, si alguna vez las tiene, las guarda para sí, mucho menos pondrá un no donde el autor escribió un sí, este corrector no lo hará. Las palabras que el Dr. Jekyll acabó de decir intentan oponerse a otras que no llegamos a oír, ésas las dice Mr. Hyde, no será preciso mencionar estos dos nombres para darnos cuenta de que en esta vieja casa del barrio del Castillo asistimos una vez más a una lucha entre el campeón angélico y el campeón demoníaco, esos dos de que están compuestas y en que se dividen las criaturas, nos referimos a las humanas, sin excluir a los correctores. Pero esta batalla, desgraciadamente, va a ganarla Mr. Hyde, se nota en la manera como Raimundo Silva sonríe en este momento, con una expresión que no esperaríamos de él, de pura malignidad, han desaparecido de su rostro todos los rasgos del Dr. Jekyll, es evidente que acaba de tomar una decisión, y que fue mala, con mano firme sujeta el bolígrafo y añade una palabra a la página, una palabra que el historiador no escribió, que en nombre de la verdad histórica no podría haber escrito nunca, la palabra No, ahora lo que el libro dice es que los cruzados No auxiliarán a los portugueses a conquistar Lisboa, así está escrito y por tanto pasó a ser verdad, aunque diferente, lo que llamamos falso ha prevalecido sobre lo que llamamos verdadero, ocupó su lugar, alguien tendría que venir a contar la historia nueva, y cómo.

En tantos años de honrada vida profesional, jamás Raimundo Silva se había atrevido, con plena consciencia, a infringir el antes citado código deontológico no escrito que pauta las acciones del corrector en relación con las ideas y opiniones de los autores. Para el corrector que conoce su lugar, el autor, como tal, es infalible. Se sabe, por ejemplo, que el corrector de Nietzsche, siendo fervoroso creyente, resistió la tentación de introducir, también él, la palabra No en una página determinada, transformando en Dios no ha muerto el Dios ha muerto del filósofo. Los correctores, si pudieran, si no estuviesen atados de pies y manos por un conjunto de prohibiciones más impositivo que un código penal, sabrían mudar la faz del mundo, implantar el reino de la felicidad universal, dando de beber a quien tiene sed, de comer a quien tiene hambre, paz a los que viven agitados, alegría a los tristes, compañía a los solitarios, esperanza a quien la tenga perdida, por no hablar ya de la fácil liquidación de miserias y de crímenes, porque todo lo harían con un simple cambio de palabras, y si alguien tiene dudas sobre estas nuevas demiurgias no tiene más que recordar que así mismo fue el mundo hecho y hecho el hombre, con palabras, unas y no otras, para que así quedase y no de otra manera. Hágase, dijo Dios, e inmediatamente apareció hecho.

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