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José Saramago: Historia del cerco de Lisboa

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José Saramago Historia del cerco de Lisboa

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Raimundo Silva, corrector de pruebas de una editorial, introduce en el texto que está revisando -un libro de historia titulado Historia del cerco de Lisboa- un error voluntario, una partícula pequeñísima, un «no»: los cruzados no ayudaron a los portugueses a conquistar Lisboa. Es un no que subvierte la Historia, que la niega como conjunto de hechos objetivos, al mismo tiempo que exalta el papel del escritor, demiurgo capaz de modificar lo que ha sido fijado y consagrado. El acto de insubordinación del corrector significa la rebelión contra lo que se define como verdad absoluta y no censurable. No es la Lisboa mora la que está cercada, sino la propia Historia. El no de Raimundo Silva genera una propuesta de reflexión y un texto nuevo porque, como ha escrito el propio Saramago, «todo puede ser contado de otra manera», o «todo lo que no sea vida es literatura». Historia del cerco de Lisboa es también una hermosa historia de amor entre Raimundo Silva y María Sara, personajes contemporáneos sitiados y sitiadores, que acaban derribando los muros que los separan en el proceso de humanización de la historia oficial. Es, en definitiva, una novela apasionante de un escritor que al novelar busca respuesta para las grandes cuestiones que atañen a los seres humanos. Y de la rebeldía de Saramago surgen obras maestras. Como esta Historia del cerco de Lisboa, definida por la crítica internacional como el más acabado ejemplo de posmodernismo literario.

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En esta casa no vive mujer. Dos veces por semana viene una de fuera, pero no se piense que aquel lugar vacío de la cama tiene que ver con la bisemanal visita, son diferentes precisiones, y quede ya explicado desde ahora que para alivio de los apremios más duros de la carne el corrector baja a la ciudad, contrata, se satisface y paga, siempre tuvo que pagar, qué remedio, hasta cuando no obtuvo complacencia, que el verbo no tiene un sentido sólo, como se cree vulgarmente. La mujer que viene de fuera es lo que llamamos una asistenta, le cuida la ropa, ordena y limpia lo más sustancial de la casa, pone al fuego una gran olla, siempre los ingredientes, habichuelas blancas y hortalizas, que dará para unos días, no es que al corrector no le caigan bien otras amenidades, pero las reserva para el restaurante, adonde va alguna que otra vez, sin exageraciones de asiduidad. No hay pues mujer en esta casa, ni nunca la hubo. El corrector Raimundo Bienvenido Silva es soltero y no piensa en casarse, Tengo más de cincuenta años, dice, quién me va a querer ahora, o a quién voy a querer yo, aunque, como todo el mundo sabe, es mucho más fácil querer que ser querido, y este último comentario, que parece el eco de un pasado dolor, convertido ahora en sentencia para lección de confiados, este comentario, más la pregunta que le precedió, los hace para sí, porque es hombre bastante reservado como para andar por ahí derramándose ante amigos y conocidos, que los tendrá, aunque probablemente, no va a ser preciso convocarlos al relato, visto como va. No tiene hermanos, sus padres murieron ni pronto ni tarde, la familia, si alguna queda, anda dispersa, noticias de ella, cuando llegan, poco añaden a la tranquilidad de no tenerla, pasó la alegría, el luto no vale la pena, y la única cosa que verdaderamente siente próxima a sí son las pruebas que está leyendo, mientras duran, la errata que hay que desemboscar, y también, si cuadra, una preocupación que no debiera ser suya, allá se las arreglen los autores, que para eso se llevan el honor, como este desasosiego de ahora por lo de las hondas baleares, que le ha vuelto al pensamiento y de él no quiere salir. Raimundo Silva se levantó al fin, buscó las babuchas con el pie, Chinelas, chinelas, que es palabra cristiana, llegada de Génova, y entró en el despacho mientras vestía la bata sobre el pijama. Muy de tiempo en tiempo, la asistenta le hacía una solemne declaración sobre la necesidad de limpiar el polvo de los libros, que, sobre todo en las estanterías altas, donde se alineaban los que raramente son consultados, más parece depósito aluvial de una acumulación de siglos, un polvo negro, como de ceniza, que no se sabe de dónde viene, del tabaco no puede ser, que el corrector hace ya tiempo que ha dejado de fumar, es el polvo del tiempo, y está todo dicho. Sin que se sepa bien por qué, la tarea es aplazada siempre, cosa que, se supone, no desagrada a la ancilar persona, absuelta a sus ojos por la intención, y que no pierde la ocasión de decir, Bueno, pues tenga en cuenta que la culpa no es mía.

Raimundo Silva busca en los diccionarios y en las enciclopedias, mira en Armas, en Edad Media, busca Máquinas de Guerra, y encuentra las descripciones vulgares del arsenal de la época, rudimentario, basta decir que entonces no se conseguía matar a un hombre elegido que estuviera a doscientos pasos de distancia, fuerte pérdida, ni nada que se le comparase, y para caza, si no había a mano arco o ballesta, tenía el cazador que aproximarse a los brazos del oso o a los cuernos del ciervo o a los dientes del jabalí, lo que aún hoy conserva semejanzas con tan arriesgadas aventuras es la corrida de toros, los toreros son los últimos hombres antiguos. En ningún lugar se explica en estos potentes volúmenes, ningún dibujo da una idea al menos aproximada de lo que fuese aquella mortífera fábrica que tanto amedrentaba a los moros, pero esta ausencia de información ya no es novedad para Raimundo Silva, lo que él quiere ahora es descubrir por qué se llamaba balear a la honda, y va de libro en libro, rebusca, se impacienta, hasta que al fin, el precioso, el inestimable Bouillet le enseña que los habitantes de las Baleares eran considerados, en la Antigüedad, los mejores honderos del mundo conocido, que era evidentemente, todo, y que de ahí habían tomado las islas el nombre, pues en griego disparar se dice balló, nada hay más claro, cualquier simple corrector es capaz de ver la etimológica línea recta que liga balló a Baleares, el error, tratándose de honda, está en haber escrito balear, cuando baleárica sería lo correcto, señor doctor. Pero Raimundo Silva no enmendará, el uso hace alguna ley, cuando no la hace toda, y, por encima de todo, primer mandamiento del decálogo del corrector que aspire a la santidad, a los autores se les debe evitar siempre el peso de vejaciones. Dejó el libro en su sitio, abrió la ventana, y fue entonces cuando la niebla le dio en la cara, densa, cerradísima, si en el lugar de las torres de la catedral estuviera aún el alminar de la mezquita mayor, seguro que no podría verlo, de tan delgado que era, aéreo, imponderable casi, y entonces, si ésa fuese la hora, la voz del almuédano descendería del cielo blanco, directamente de Alá, por una vez loador en causa propia, lo que del todo no podríamos censurarle porque, siendo quien es, con seguridad se conoce bien.

Iba mediada la mañana cuando sonó el teléfono. Era de la editorial, querían saber cómo iba la corrección, quien empezó a hablar fue Mónica, de Producción, que tiene, como todos los que trabajan en este sector, el hábito de la mención mayestática, así, Señor Silva, dijo, Producción pregunta, parece que estamos oyendo Su Alteza Real quiere saber, y repite como repetían los heraldos, Producción pregunta por las pruebas, si falta mucho para la entrega, pero ella, Mónica, aún no ha entendido, después de tanto tiempo de vida en parte común, que Raimundo Silva detesta que le llamen Silva sin más, no es que aborrezca la vulgaridad del apellido, que anda cerca de los Santos y Sousas, es que le falta el Raimundo, por eso respondió, seco, hiriendo injustamente a la delicada persona que es Mónica, Dígale que mañana estará listo el trabajo, Se lo diré, señor Silva, se lo diré, y no añadió más porque el teléfono fue tomado bruscamente por otra persona, Aquí Costa, Aquí Raimundo Silva, pudo responder el corrector, Ya lo sé, es que las pruebas las necesito hoy, tengo parada la programación, si no meto mañana en imprenta ese libro, se va a armar la de Dios es Cristo, y todo por la revisión de pruebas, Para este tipo de libro, tema, número de páginas, el tiempo de corrección está dentro de la media, No me venga con medias, quiero el trabajo acabado, subió de tono la voz de Costa, señal de que había un jefe cerca, un director, tal vez el patrón en persona. Raimundo Silva respiró hondo, argumentó, Las correcciones hechas deprisa siempre traen erratas, Y los libros que se retrasan significan pérdidas, no hay duda, el patrón asiste a la disputa, pero Costa añade, Vale más dejar pasar dos erratas que un día de ventas, a ver si se entera, no, el patrón no está, ni el director ni el jefe, Costa no admitiría con tanta naturalidad errores en la corrección en beneficio de la rapidez, Es cuestión de criterios, respondió Raimundo Silva, y Costa, implacable, No me hable de criterios, conozco bien el suyo, el mío es muy simple, necesito esas pruebas para mañana, sin falta, arrégleselas como quiera, la responsabilidad es suya, Ya le había dicho a Mónica que el trabajo estará listo mañana, Mañana tiene que entrar en máquinas, Entrará, puede enviar a buscarlo a las ocho, Demasiado temprano, a esa hora aún está cerrado esto, Entonces, mándelo a buscar cuando quiera, no puedo seguir perdiendo el tiempo, y colgó. Raimundo Silva está acostumbrado, no toma demasiado a pecho las impertinencias de Costa, groserías sin maldad, pobre Costa, que no para de hablar de Producción, Producción se las carga siempre, dice, sí señor, los autores, los traductores, los correctores, los de las portadas, pero si no fuera aquí por Producción, a ver de qué les servía tanta sabiduría, una editorial es como un equipo de fútbol, mucho floreo en la delantera, mucho pase, mucho dribling, mucho juego de cabeza, pero si el portero es de esos paralíticos o reumáticos, se va todo al carajo, adiós liga, y Costa sintetiza, algebraico esta vez, Producción es para la editorial como el portero para el equipo. Costa tiene razón.

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