José Saramago - Historia del cerco de Lisboa

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Raimundo Silva, corrector de pruebas de una editorial, introduce en el texto que está revisando -un libro de historia titulado Historia del cerco de Lisboa- un error voluntario, una partícula pequeñísima, un «no»: los cruzados no ayudaron a los portugueses a conquistar Lisboa.
Es un no que subvierte la Historia, que la niega como conjunto de hechos objetivos, al mismo tiempo que exalta el papel del escritor, demiurgo capaz de modificar lo que ha sido fijado y consagrado. El acto de insubordinación del corrector significa la rebelión contra lo que se define como verdad absoluta y no censurable. No es la Lisboa mora la que está cercada, sino la propia Historia.
El no de Raimundo Silva genera una propuesta de reflexión y un texto nuevo porque, como ha escrito el propio Saramago, «todo puede ser contado de otra manera», o «todo lo que no sea vida es literatura». Historia del cerco de Lisboa es también una hermosa historia de amor entre Raimundo Silva y María Sara, personajes contemporáneos sitiados y sitiadores, que acaban derribando los muros que los separan en el proceso de humanización de la historia oficial.
Es, en definitiva, una novela apasionante de un escritor que al novelar busca respuesta para las grandes cuestiones que atañen a los seres humanos. Y de la rebeldía de Saramago surgen obras maestras. Como esta Historia del cerco de Lisboa, definida por la crítica internacional como el más acabado ejemplo de posmodernismo literario.

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Se fue Costa, feliz por empezar tan bien el día, y Raimundo Silva va a la cocina a prepararse el café con leche y las tostadas con mantequilla. Las tostadas, para este hombre de normas y principios, son casi un vicio y verdaderamente una manifestación de gula irrefrenable, en la que entran múltiples sensaciones, tanto visuales como táctiles, tanto olfativas como gustativas, empezando por el brillo de la tostadora cromada, después el cuchillo cortando las rebanadas, el olor del pan tostado, la mantequilla derritiéndose y al fin el placer complejo de la boca, del paladar, de la lengua, de los dientes, a los que se pega la inefable película oscura, quemada y suave, y otra vez el olor, ahora dentro de él, en el cielo esté quien tan sublime cosa supo inventar. Raimundo Silva, un día, dijo estas exactas palabras en voz alta, en un rápido momento en el que le pareció estar transfundiéndosele a la sangre la obra perfecta del fuego y del pan, que, en verdad, para él, hasta la mantequilla sería superflua, dispensable sin mayor tristeza, aunque muy necio tendría que ser quien rechazase lo que, añadido a lo esencial, redobla los apetitos y los sabores, es ése el caso del pan tostado y de la mantequilla, de que venimos hablando, sería también el caso del amor, por ejemplo, si de él tuviera el corrector más amplia experiencia. Acabó Raimundo Silva de comer, fue al baño, a afeitarse, a cuidar de la apariencia. Mientras no tiene la cara bien cubierta de espuma, huye de mirarse directamente al espejo, hoy vive arrepentido de haber decidido teñirse el pelo, está como prisionero de sus propios artificios, porque, más que el desagrado que le causa su imagen, lo que no soporta es la idea de que, dejando de teñirse, las canas saldrán bruscarnente a la luz, de una sola vez, como una irrupción brutal, en lugar del lento avance natural que por vanidad loca decidió un día interrumpir. Son las pequeñas miserias del espíritu que el cuerpo tiene que pagar, él que no tiene culpas.

En el despacho, sólo para ver de qué se trata el nuevo trabajo, Raimundo Silva examina el original que Costa le dejó, ojalá no me salga una Historia de Portugal completa, que no faltarían en ella otras tentaciones de Sí y de No, o aquella, quizá más seductoramente especulativa, de un infinito Tal vez que no dejara piedra sobre piedra ni hecho sobre hecho. Por fin, es sólo una novela entre novelas, no tiene que preocuparse más con introducir en ella lo que en ella ya se encuentra, porque libros de éstos, las ficciones que cuentan, se hacen, todos y todas, con una continuada duda, con un afirmar reticente, sobre todo la inquietud de saber que nada es verdad y es necesario fingir que lo es, al menos por un tiempo, hasta que no pueda resistirse a la evidencia indudable del cambio, entonces se va uno al tiempo que pasó, que sólo él es verdaderamente tiempo, e intenta reconstruir el momento que no supimos reconocer, que pasaba mientras reconstruíamos otro, y así sucesivamente, momento tras momento, toda novela es eso, desesperación, intento frustrado de que el pasado no sea cosa definitivamente perdida. Lo que no se ha acabado aún de averiguar es si es la novela la que impide al hombre olvidarse, o si es la imposibilidad del olvido lo que lleva a escribir novelas.

Tiene Raimundo Silva el hábito higiénico de concederse a sí mismo un día de libertad cuando termina la corrección de un libro. Es como un desahogo, dice él, una purga, y así baja de su casa al mundo, pasea por esas calles, se demora en exposiciones, se sienta en un banco del jardín, se distrae dos horas en el cine, entra en un museo para rever un cuadro súbitamente urgente, en fin, hace la vida de quien vino de visita y tan pronto no va a volver. No siempre, pese a todo, cumple el programa entero. No es raro que regrese a casa cuando aún la tarde está mediada, ni cansado ni aburrido, sólo porque lo llamó la voz interior con la que ni vale la pena discutir, tiene ya un libro a la espera, otro, que la editorial, por lo mucho que lo considera y estima, nunca le dejó hasta ahora sin trabajo. Pese a llevar tantos años de esta monótona vida, aún siente la curiosidad de saber qué palabras lo estarán aguardando, qué conflicto, qué tesis, qué opinión, qué simple enredo, aconteció eso mismo con la Historia del Cerco de Lisboa, no sería de extrañar que desde los tiempos de la escuela nunca el azar o la propia voluntad le hubieran hecho interesarse por tan remotos episodios.

Esta vez, sin embargo, Raimundo Silva prevé que regresará tarde a casa, es probable incluso que vaya a una sesión de medianoche, y no necesitamos ser excesivamente perspicaces para percibir que su deseo es estar fuera del alcance inmediato de Costa si llega a descubrirse el fraude del que, al mismo tiempo, es autor y cómplice, porque siendo autor erró y siendo corrector no corrigió. Por otra parte, son casi las diez, en la imprenta deben de estar montando ya las primeras ramas, el impresor, con los gestos pausados y minuciosos que distinguen al especialista, procederá a los ajustes, y de aquí a poco empezarán a salir velozmente las hojas de papel que van a contar la falsa Historia del Cerco de Lisboa, y también de aquí a pocos minutos podrá sonar el teléfono, raro es que no haya sonado ya, y se oirá del otro lado a Costa gritando, Un error que no tiene explicación, señor Silva, menos mal que me he dado cuenta a tiempo, venga inmediatamente, tome un taxi, esto es asunto de su responsabilidad, no, no es cuestión que pueda tratarse por teléfono, exijo su presencia, con testigos, a Costa, del nerviosismo, le falla la voz, y Raimundo Silva, tan nervioso como él, o más, empujado por las imaginaciones, empieza a vestirse precipitadamente, se acerca a la ventana para ver cómo está el tiempo, frío pero descubierto. En la otra orilla, las altas chimeneas lanzan al aire rollos de humo que primero suben verticalmente, hasta que el viento quiebra su impulso y los abate en una lenta nube que va hacia el sur. Raimundo Silva baja los ojos hacia los tejados que cubren el antiguo suelo de Lisboa. Tiene las manos apoyadas en la barandilla del mirador, siente el hierro frío y áspero, ahora está tranquilo, apenas mira, no piensa, y es en este instante cuando acude a su espíritu vacío una idea para ocupar este su día libre, algo que nunca ha hecho en su vida, no tienen razón quienes se quejan de su brevedad si no la aprovechan como les ha sido dada.

Dejó el mirador, fue al despacho, buscó entre los papeles de un armario las primeras pruebas del Cerco, aún en su poder, como las segundas y las terceras, no el original, ése se queda en la editorial después de terminada la primera revisión, lo metió todo en una bolsa de papel, y es ahora cuando suena el teléfono. Raimundo Silva dio un respingo, la mano izquierda, guiada por el hábito, incluso se acercó, pero se paró a medio camino y se recogió, ese objeto negro es una bomba de relojería que va a estallar, una serpiente de cascabel vibrante dispuesta a atacar. Lentamente, como si temiera que los pasos pudiesen ser oídos desde donde le llaman, el corrector se aleja, murmura, Es Costa, pero está equivocado, y nunca sabrá quién le quiso hablar a esa hora de la mañana, quién y para qué, Costa no le dirá, dentro de unos días, Llamé a su casa, pero no atendió nadie el teléfono, y tampoco otra persona, pero quién, repetirá la declaración, Qué pena, tenía una buena noticia que darte, el teléfono sonó, sonó, y nada. El teléfono suena, suena, pero Raimundo Silva no responderá, ya está en el pasillo, dispuesto a salir, probablemente, después de tantas dudas y aflicciones, fue alguien que se equivocó de número, ocurre a veces, pero esto mismo no lo llegaremos a saber, es sólo un suponer, aunque apetece aprovechar la hipótesis, esa que dejaría más sosegado al corrector, lo que, por otra parte, bien vistas las cosas, no pasa de irreflexiva manera de decir, considerando que tal tranquilidad, en las presentes circunstancias, sería parecida, en todo, al precario alivio de un mero aplazamiento, aparta de mí este cáliz, dijo el otro, y no le serviría de nada, que de nuevo volverían a imponérselo.

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