Mientras baja la escalera, estrecha y empinada, Raimundo Silva va pensando que aún estaría a tiempo de evitar la mala hora que le espera cuando su temeraria acción sea descubierta, basta tomar un taxi y correr a la imprenta, donde Costa seguramente está, feliz por haber demostrado una vez más la eficacia que es su principal característica, Costa, que es Producción, adora ir a la imprenta a dar, por así decirlo, la voz de marcha, y va precisamente a darla cuando de pronto aparece en la puerta Raimundo Silva gritando, Alto, paren, parece el caso novelesco del emisario jadeante que trae al condenado a muerte, en el último segundo, el perdón real, qué alivio, cierto es que también éste precario, pero es abisal la diferencia entre saber que un día moriremos y tener ya ante los ojos el fin de todo, el pelotón apuntando armas, mejor que nadie lo dirá quien, habiendo escapado antes milagrosamente, esté ahora, sin remedio, en el trance definitivo, se libró de la primera vez Dostoievski, pero no de la segunda. A la luz clara y fría de la calle, Raimundo Silva parece ponderar aún lo que finalmente va a hacer, pero la ponderación es fingimiento, apariencia sólo, el corrector representa para sí mismo un debate cuya conclusión es conocida de antemano, aquí tuvo voz la acostumbrada frase de los jugadores de ajedrez intransigentes, pieza tocada, pieza jugada, mi querido Alekhine, lo que escribí, escrito está. Raimundo Silva respira hondo, mira las dos filas de edificios a izquierda y derecha, con un séntimiento extraño de posesión que abarca al propio suelo que pisa, él que no tiene bienes bajo el sol ni esperanzas de lograrlos, perdida que fue, en la lejanía del tiempo, la ilusión prebendaria representada por la madrina Bienvenida, que en gloria esté, si la están confortando las oraciones de los herederos legítimos y agraciados, ni más ni menos egoístas de lo que manda su general naturaleza, igual en todas partes. Pero verdad es que el corrector, que en este barrio junto al castillo vive hace, de tan largos, ya no contados años, no precisando de él más referencia que la suficiente para no perder el tino de la casa, experimenta ahora, a la par del mencionado gozo de novel propietario, una libre, una desahogada sensación de placer que quién sabe si se prolongará más allá de la próxima esquina, cuando dé la vuelta hacia la Rua Bartolomeu de Gusmão, en la zona de la sombra. Mientras camina, se pregunta a sí mismo de dónde le vendrá semejante seguridad, si tan bien sabe que lo sigue la famosa espada de Damocles, en forma de carta de despido, por causa más que justa, incompetencia, fraude deliberado, premeditación maliciosa, incitación a la perversión. Pregunta, e imagina recibir la respuesta de la propia falta que cometió, no de la falta en sí, sino de sus consecuencias obvias, esto es, Raimundo Silva, que justamente se encuentra en los lugares de la antigua ciudad mora, tiene, de esta coincidencia histórica y topográfica, una consciencia múltiple, caleidoscópica, sin duda gracias a la decisión que formalmente tomó de que los cruzados decidieran no auxiliar a los portugueses y, en consecuencia, que se las arreglen éstos como puedan, con sus parcas fuerzas nacionales, si nacionales podemos llamarlas ya, siendo cierto que hace siete años, pese a la ayuda de otra cruzada semejante, se dieron de narices contra las murallas, o ni siquiera intentaron aproximarse a ellas, quedándose todo en correrías, devastación de huertos y cercados y otros atropellos contra la propiedad privada. Ahora bien, estas consideraciones minuciosas tienen por único fin poner en claro, aunque mucho cueste admitirlo a la luz de la cruda realidad, que, para Raimundo Silva, y hasta nueva orden o hasta que Dios Nuestro Señor de otra manera lo disponga, Lisboa sigue siendo de moros, puesto que, sopórtese pacientemente la repetición, no han pasado aún veinticuatro horas sobre el fatal minuto en que los cruzados manifestaron su afrentosa negativa, y en tan escaso tiempo no podrían los portugueses resolver, por sí solos, las complejas cuestiones tácticas y estratégicas de cerco, asedio, batalla y asalto, esperemos que por decreciente orden de duración, cuando llegue el momento.
Evidentemente, la confitería A Graciosa, donde el corrector ahora está entrando, no se encontraba aquí en el año mil ciento cuarenta y siete en que estamos, bajo este cielo de junio, magnífico y cálido pese a la brisa fresca que viene del lado del mar por la boca de la barra. Una confitería es, desde siempre, buen lugar para saber las novedades, en general la gente no lleva mucha prisa, y siendo éste un barrio popular, donde todos se conocen y donde la familiaridad de lo cotidiano ya redujo al mínimo las ceremonias previas a la comunicación, salvo, claro está, algunas fórmulas sencillas, Buenos días, Cómo le va, Todo bien, que se dicen sin prestar gran atención al significado real de las preguntas y respuestas, es natural que en seguida se pase a las preocupaciones del día, que son varias y todas graves. La ciudad está convertida en un coro de lamentaciones, con toda esa gente que va entrando de huida, acosada por las tropas de Ibn Arrinque, el Gallego, a quien Alá fulmine y condene al infierno profundo, y vienen en lastimoso estado los infelices, chorreando sangre las heridas, llorando y gritando, no pocos con muñones en vez de manos, o cruelmente desorejados, o sin nariz, es el aviso que manda el rey portugués, y parece, dice el dueño de la confitería, que vienen cruzados por mar, malditos sean, corre que serán unos doscientos navíos, esta vez las cosas se ponen feas, no hay duda, Ay, pobrecillos, dice una mujer gorda, limpiándose una lágrima, que ahora mismo vengo de la Porta de Ferro, y es una ostentación de miserias y desgracias que ya no saben los médicos adónde acudir, vi personas con la cara convertida en un cuajarón de sangre, un pobre con los ojos vaciados, horror, horror, que caiga la espada del Profeta sobre los asesinos, Caerá, dijo un joven que, apoyado en la barra, bebía un vaso de leche, caerá si es nuestra mano quien la empuña, No nos rendiremos, dijo el dueño de la confitería, hace siete años vinieron también portugueses y cruzados y se llevaron que contar, Pues sí, volvió el joven, después de limpiarse la boca con el dorso de la mano, pero Alá no suele ayudar a quien a sí mismo no se ayuda, y esos cinco barcos de cruzados que llevan ahí en el río seis días fondeados, me pregunto por qué no los atacamos y echamos al fondo, Qué justa obra sería ésa, dijo la gorda, en pago de las miserias de los nuestros, En pago, no, dijo el dueño de la confitería, que las cuentas de nuestras venganzas nunca fueron menos que cien por uno, Pero mis ojos son como palomas muertas que no volverán a los nidos, dijo el almuédano.
Raimundo Silva entró, dio los buenos días sin reparar en quién estaba, y eligió una mesa detrás del escaparate donde se exhibían las seducciones de la dulcería habitual, los pasteles de nata, las palmeras, las cornucopias, los madalenas, los pastelillos de arroz, los jesuitas, e, inevitables, los cruasanes, con la forma que les dio el nombre en francés, creciente, luego convertido en decreciente a la primera dentellada, menguante pues, hasta no quedar en el plato más que migajas, ínfimos cuerpos celestes que el gigantesco dedo de Alá, humedecido, va llevándose a la boca, después no quedará más que el terrible vacío cósmico, si son compatibles el ser y la nada. El empleado, que dueño no es, interrumpe la limpieza de unos vasos, y trae el café que el corrector pidió, lo conoce pese a no ser parroquiano de todos los días, sólo de vez en cuando, y siempre da idea de venir aquí para rellenar un intervalo ocasional, ahora parece haberse sentado con más descanso, abre una bolsa de papel de donde saca un grueso mazo de hojas sueltas, el empleado busca espacio para posar la tacita y el vaso de agua, pone el terrón de azúcar en el platillo, y antes de retirarse repite el comentario que hizo a lo largo de la mañana, habla del frío que hace, Afortunadamente hoy no hay niebla, el corrector sonríe como si hubiera acabado de recibir una noticia agradable, Es verdad, afortunadamente no hay niebla, pero una mujer gorda, en la mesa de al lado, que acompaña con una leche manchada su bollo de hojaldre, informa que, según el boletín meteorológico, ella pronuncia, viciosamente, Metrológico, es probable que vuelva a aparecer la niebla al caer la tarde, quién lo diría, estando ahora el cielo tan claro, el sol reluciente, observación poetizante que ella no hizo, pero que, por irresistible, aquí se recoge. El tiempo, como la fortuna, es inconstante, dijo el corrector, consciente de la estupidez de la frase. No respondió el empleado, la mujer no respondió, que ésa es la más prudente actitud ante sentencias definitivas, oír y callar, esperando que el mismo tiempo las haga caer en pedazos, no siendo infrecuente que las haga más definitivas aún, como las de griegos y latinos, al fin condenadas al olvido cuando el tiempo haya pasado del todo. El empleado volvió al lavado de vasos, la mujer a lo que queda del hojaldre, dentro de poco, disimuladamente, por ser acto de mala educación, aunque irresistible, catará con el índice mojado las migajas del pastel, pero no conseguirá recogerlas todas, una a una, porque los fragmentos del hojaldre, lo sabemos por experiencia, son como polvillo cósmico, incontables, gotículas de una neblina infinita y sin remisión. En esta confitería también estaría un joven si no hubiera muerto en la guerra, y en cuanto al almuédano no hay más que recordar que íbamos empezando a saber cómo terminó, de misericordioso susto, cuando sobre él venía el cruzado Osberno, pero no el tal, de espada en alto, chorreando sangre fresca, que Alá se apiade de sus y a pesar de ello desgraciadas creaturas. Mientras tomaba el café, Raimundo Silva buscaba las pruebas de la Historia del Cerco de Lisboa que le interesaban, no el discurso del rey, no los episodios de la lucha, perdió todo el interés sobre la cuestión de las hondas baleares o baleáricas, y tampoco quiere ahora saber de rendición y saqueo. Ha encontrado ya lo que buscaba, cuatro páginas que separa del conjunto y relee atentamente, pasando sobre las referencias más importantes un trazador fluorescente, amarillo. La mujer gorda mira con desconfiado respeto la operación incomprensible, y luego, sin que nada lo hiciera prever, mucho menos por una relación directa de causa y efecto entre un acto ajeno y un pensamiento propio, reúne precipitadamente las migajas en un mantoncito y, con las pulpas de los dedos juntas, las recoge, las aprieta y se las lleva a la boca, aspirándolas con voluptuosidad. Molesto por el ruido, Raimundo Silva miró de lado, como reprendiéndola, no hay duda, piensa él, que la tentación regresiva es una constante de la especie humana, si Don Afonso Henriques come a la manera mora con los dedos, qué se le va a hacer, costumbre es ésa de los tiempos, aunque ya empiecen a notarse por ahí algunas innovaciones, como esta de clavar el cuchillo en la tajada y llevársela así a la boca, ahora sólo falta que se le ocurra a alguien la obvia idea de abrir unos dientes en la hoja, y es que ya tarda la invención, bastaría con que los inventores distraídos reparasen en las horquillas de tosco palo con que los labradores juntan y recogen el trigo segado, y la cebada, y los levantan y suben a los carros, demasiado ha mostrado la experiencia que nadie irá lejos en arte y vida si por los usos de la corte se ha dejado deslumbrar. Pero esta mujer de la confitería es que no tiene disculpa, seguro que los padres, con mucho trabajo, le enseñaron a comportarse en la mesa, y ahí está, reincidente, acaso vendrá de los groseros tiempos de entonces, cuando moros y cristianos se igualaban en los modos, opinión, por otra parte, muy controvertida, porque no falta quien afirme e intente probar que la ventaja en civilización la llevaban los seguidores de Mahoma, y que a los otros, cafres rematados, regalados en su tozudez, apenas empezaba aún a brotarles el prurito de las buenas maneras, pero todo cambiará el día en que les entre en el alma la fiebre del culto a la Virgen Nuestra Señora, tan arrebatado que hará descuidar el de Su Divino Hijo, por no hablar ya del poco caso que, en el trato cotidiano, insulta al Padre Eterno. Y así se evidencia cómo, naturalmente, sin esfuerzo, por un suave deslizarse de asunto en asunto, se asciende del pastel de hojaldre, comido por una mujer en A Graciosa, a Aquel que comer no precisa, pero que, irónicamente, puso en nosotros mil deseos y necesidades.
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