Raimundo Silva recorrerá más lentamente lo que aún le falta inspeccionar, otro lienzo de la muralla en el Patio do Senhor da Murça, la Rua da Adiça, por donde la muralla subía, y la Norberto de Araújo, de bautismo reciente, en lo alto un poderoso lienzo de muro, carcomido en la base, éstas son piedras vivas verdaderamente, están aquí hace nueve o diez siglos, si no más, del tiempo de los bárbaros, y resisten, aguantan impávidas el campanario de la iglesia de Santa Lucia o de San Blas, lo mismo da, en este lugar se abrían, ladies and gentlemen, las antiguas Portas do Sol, vueltas hacia el naciente, primeras en recibir el rosado hálito del amanecer, ahora no queda más que la plaza que de ellas tomó nombre, pero no han cambiado los efectos especiales de la aurora, que un milenio, para el sol, es como un breve suspiro nuestro, sic transit, claro está. La muralla continuaba por estos lados, en ángulo obtuso, muy abierto, directa a la muralla de la alcazaba, quedando así rematado el cerco de la ciudad, desde el borde de las aguas, abajo, hasta los nudos de encuentro en el castillejo, cabeza alta y robustos encajes, brazos arqueados, dedos entrelazados, firmes, como de mujer sosteniendo el vientre grávido. El corrector, cansado, sube la Rua dos Cegos, entra en el patio de Don Fadrique, el tiempo se abre en dos ramas para no tocar esta aldea rupestre, está igual, por así decir, desde los godos, o los romanos, o los fenicios, después fue cuando vinieron los moros, los portugueses de raíz, sus hijos y sus nietos, estos que somos, el poder y la gloria, las decadencias, primera, segunda y tercera, cada una de ellas dividida en géneros y subgéneros. Por la noche, en este espacio entre casas bajas, se juntan los tres fantasmas, el de lo que fue, el de lo que estuvo a punto de ser, el de lo que podría haber sido, no hablan, se miran como se miran los ciegos, y callan.
Raimundo Silva se sienta en un banco de piedra, a la fría sombra de la tarde, consulta por última vez los papeles y comprueba que nada más hay por ver, al castillo lo conoce lo bastante como para no tener que volver hoy, aunque sea día de inventario. El cielo empieza a ponerse blanco, tal vez un aviso de la niebla prometida por la meteorología, la temperatura baja rápidamente. El corrector sale del patio a la Rua do Chão da Feira, enfrente está la Porta de S. Jorge, incluso desde aquí se puede ver que hay personas fotografiando al santo, todavía. A menos de cincuenta metros, aunque invisible desde aquí, está su casa, y, al pensarlo, se da cuenta, por primera vez con evidencia luminosa, de que vive en el lugar exacto donde antiguamente se abría la Porta da Alfofa, si de la parte de dentro o de la de fuera es cosa que hoy no se puede averiguar e impide que sepamos, desde ya, si Raimundo Silva es sitiado o sitiador, vencedor futuro o perdedor sin remedio.
No había, bajo la puerta, ningún furioso recado de Costa. Se hizo de noche y no sonó el teléfono. Raimundo Silva ocupó tranquilamente la velada buscando en las estanterías libros que le hablaran de la Lissibona mora. Ya tarde, fue hasta el mirador, a ver cómo estaba el tiempo. Niebla, pero no tan densa como la de ayer. Oyó ladrar a dos perros, y eso, inexplicablemente, lo serenó aún más. Con diferencia de siglos, los perros ladraban, el mundo era el mismo. Se acostó. De tan cansado de los ejercicios del día, durmió pesadamente, pero algunas veces despertó, siempre cuando soñaba y volvía a soñar con una muralla sin nada dentro y que era como un saco de boca estrecha ensanchando la panza hasta la margen del río, y alrededor colinas arboladas, bosques y valles, arroyos, algunas casas dispersas, huertos, olivares, un amplio estuario avanzando tierra adentro. Al fondo, se distinguían claramente las torres de Amoreiras.
Trece largos y arrastrados días fue cuanto tardó la editorial, o alguien por ella, en descubrir la fechoría, y esa eternidad la vivió Raimundo Silva como si tuviese en el cuerpo un veneno de acción lenta, aunque, en definitiva, tan conclusiva como la del tóxico más fulminante, símil perfecto de la muerte que cada uno de nosotros va preparando en vida y de la que la misma vida es capullo protector, útero propicio y caldo de cultivo. Cuatro veces fue a la editorial sin motivo real que lo llamase, porque su trabajo, como sabemos, es individual y doméstico, exento de la mayoría de las servidumbres que amarran a los empleados comunes, adscritos a tareas de administración, dirección literaria, producción, distribución y almacén, un mundo vigilado para quien el oficio de corrector pertenece al reino de la libertad. Le preguntaban qué quería, y él respondía, Nada, pasaba por aquí cerca, se me ocurrió entrar. Permanecía unos minutos, atento a las conversaciones, a las miradas, intentando atrapar el hilo de una sospecha, una sonrisa disimulada y provocadora, una frase cuyo oculto sentido se pudiera percibir. Evitaba a Costa, no por temer que de él le viniese cualquier daño particular, sino precisamente porque lo había engañado, asumiendo así Costa la figura de la inocencia ultrajada a la que no somos capaces de enfrentarnos porque la ofendimos y ella todavía no lo sabe. Se podría decir que Raimundo Silva va a la editorial como el criminal que vuelve al lugar del crimen, pero no sería exacto, Raimundo Silva es, sí, atraído por el lugar donde se descubrirá el delito y donde se reunirán los jueces para dictar la sentencia que lo condenará, prevaricador, desnudo, falso y sin defensa.
No tiene dudas el corrector sobre que está cometiendo un error estúpido, de que estas visitas van a ser recordadas, en su justo momento, como expresiones particularmente odiosas de una malicia perversa, Sabía usted el mal que había hecho, y a pesar de ello no tuvo la hombría, dirían la hombría, la franqueza, la honradez de confesar por su propio arbitrio, dirían arbitrio, se quedó esperando los acontecimientos, riéndose por dentro, perversamente, insisto en la palabra, burlándose de nosotros, y la vulgaridad de estas últimas palabras desentonará del discurso reprensivo y moralizador. Sería inútil explicarles que están equivocados, que Raimundo Silva sólo iba en busca de una tranquilidad, de un alivio, Aún no lo saben, suspiraba cada vez, pero alivio y tranquilidad duraban poco, era sólo entrar en casa e inmediatamente se sentía más cercado de lo que Lisboa estuvo alguna vez.
Como no era supersticioso, no contaba con que algo desagradable pudiera ocurrirle en el día decimotercero, Sólo a la gente dada a agüeros le suceden contratiempos o infelicidades en el día número trece, yo nunca me he orientado por comportamientos inferiores, ésa sería probablemente su respuesta si alguien le hubiera sugerido la hipótesis. Este escepticismo de principio explica que su primer sentimiento fuera de irritada sorpresa al oír, en el teléfono, la voz de la secretaria del director, Señor Silva, queda convocado a una reunión, hoy a las cuatro, lo dijo así, secamente, como si estuviera leyendo un aviso escrito, cautelosamente redactado para que no faltase en él ninguna palabra indispensable ni otra se entrometiera que pudiese disminuir el efecto de aflicción mental, de lógico desgarro, ahora que sorpresa e irritación no tienen ya sentido ante la evidencia de que el día decimotercero tampoco ahorra sinsabores a los espíritus fuertes, aparte de gobernar a los que no lo son. Colgó el teléfono muy lentamente y miró alrededor, con la impresión de ver que la casa oscilaba, Bueno, ya está, dijo. En momentos como éste, el estoico sonreiría, si es que esa especie clásica no se ha extinguido completamente para dejar espacio libre a las evoluciones del cínico moderno, a su vez de mínima semejanza con su antepasado filosófico y pedestre. Sea como fuere hay una pálida sonrisa en el rostro de Raimundo Silva, su aire de víctima resignada se tempera con una viril tristeza, es lo que más se encuentra en las novelas de personaje, leyendo se aprende mucho.
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