José Saramago - Historia del cerco de Lisboa

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Raimundo Silva, corrector de pruebas de una editorial, introduce en el texto que está revisando -un libro de historia titulado Historia del cerco de Lisboa- un error voluntario, una partícula pequeñísima, un «no»: los cruzados no ayudaron a los portugueses a conquistar Lisboa.
Es un no que subvierte la Historia, que la niega como conjunto de hechos objetivos, al mismo tiempo que exalta el papel del escritor, demiurgo capaz de modificar lo que ha sido fijado y consagrado. El acto de insubordinación del corrector significa la rebelión contra lo que se define como verdad absoluta y no censurable. No es la Lisboa mora la que está cercada, sino la propia Historia.
El no de Raimundo Silva genera una propuesta de reflexión y un texto nuevo porque, como ha escrito el propio Saramago, «todo puede ser contado de otra manera», o «todo lo que no sea vida es literatura». Historia del cerco de Lisboa es también una hermosa historia de amor entre Raimundo Silva y María Sara, personajes contemporáneos sitiados y sitiadores, que acaban derribando los muros que los separan en el proceso de humanización de la historia oficial.
Es, en definitiva, una novela apasionante de un escritor que al novelar busca respuesta para las grandes cuestiones que atañen a los seres humanos. Y de la rebeldía de Saramago surgen obras maestras. Como esta Historia del cerco de Lisboa, definida por la crítica internacional como el más acabado ejemplo de posmodernismo literario.

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Raimundo Silva va consultando los papeles, siguiendo mentalmente el itinerario, y mira a hurtadillas al perro, y recuerda entonces la descripción que el historiador hizo de los horrores del hambre de los sitiados al cabo de los meses, no quedó vivo ni can ni gato, hasta las ratas se comieron, pero en fin, siendo así, tenía razón quien dijo que un perro ladró en aquella serena madrugada en que el almuédano subió al alminar para llamar a los creyentes a la oración de la mañana, errado estaría, sí, quien argumentase que, por ser el perro impuro animal, no lo tolerarían a su vista los moros, aunque debamos admitir que lo excluyeran de las casas, de las caricias y de la escudilla, pero nunca del vasto Islam, porque, en verdad, si somos tan capaces de vivir la vida en paz con nuestras propias impurezas, por qué habríamos de rechazar violentamente las impurezas ajenas, en este caso de naturaleza perruna, por tanto mucho más inocente que la otra, la de los humanos, que tan mal uso hacen del nombre del perro, a diestro y siniestro tirándoselo a la cara a los enemigos, de moros a cristianos, de cristianos a moros, y ambos a los judíos. Por no hablar sino de quienes mejor conocemos, los hidalgos portugueses que ahí vienen, todo en ellos son cuidados y recomendaciones para sus dogos, y alanos, hasta el punto de ser adictos a dormir con ellos, con tanto o mayor gusto que con las concubinas, y, ya ven, para el más cruel adversario no eligen peor palabra que llamarle, Perro, dicen, y parece no haber otra ofensa que más duela, salvo Hijo de Perra. Y todo esto se va pasando por arbitrario criterio de hombres, ellos son los que hacen las palabras, los animales, pobrecillos, son ajenos a esas gramáticas, asisten a la disputa, Perro, dice el moro, Perro tú, responde el cristiano, y empiezan a batirse con lanza, espada y daga, mientras los perros se dicen los unos a los otros, Somos nosotros los perros, y no les importa.

Sabiendo ya el camino que ha de tomar, Raimundo Silva se levanta, se sacude los pantalones y empieza a bajar las escaleras. El perro lo siguió, pero de lejos, como quien tiene una vieja experiencia de cantazos, y le basta, para llevarse un susto, el ver que el hombre se inclina y finge agarrar una piedra. En el fondo de las escaleras vaciló, parecía pensar, Sigo, no sigo, pero se decidió y se fue tras el corrector, que va bajando ya la Calzada do Correio Velho. Por esos sitios, o un poco más adentro, para obedecer al alineamiento del tramo de S. Crispim, bajaba la muralla, en línea recta, se supone, hasta la famosa Porta de Ferro, otros dicen do Ferro, de la que no quedó rastro ni resto que hoy se diga, tal vez si levantásemos este empedrado moderno de la Plaza de Santo António da Sé, y excavásemos hondo aparecieran algunos fundamentos de aquel tiempo, algunas escamas de herrumbre de las antiguas armas, un olor a tumba, y dos confundidos esqueletos, de guerreros, no de amantes, gritarán al mismo tiempo, Perro, y al mismo tiempo uno y otro se mataran. Suben y bajan automóviles, los tranvías rechinan en la curva de la Magdalena, son de la línea veintiocho, particularmente estimados por los directores de cine, y allá delante, virando frente a la catedral, va otro autocar repleto de turistas, deben de ser franceses que se creen que están en España. El perro tiene dudas sobre si atravesar o no, su mundo más allegado y conocido es el de las calles altas, y a pesar de ver que el hombre mira para atrás mientras desciende por la Rua da Padaria, a lo largo de lo que sería, hace siglos, el lienzo de muralla que iba hasta la Rua dos Bacalhoeiros, no se atreve a continuar, tal vez el miedo ahora se le vuelva insoportable por recuerdo de un susto antiguo, gato escaldado del agua fría huye, el perro también, vuelve a las Escadinhas de San Crispim, a la espera de quien aparezca.

El revisor anda revisando, entra por el Arco Escuro, para conocer la escalera que el historiador dice ser una de las que en aquel tiempo daban acceso al adarve de la muralla, o mejor, ésta está en el sitio donde se hallaría la otra de origen, los escalones de la de ahora sólo han sido desgastados por dos o tres generaciones cuanto más. Raimundo Silva observa con detenimiento las ventanas oscuras, las fachadas salitrosas y carcomidas, los registros de azulejos, este que lleva la fecha de mil setecientos sesenta y cuatro, con una Santa Ana enseñando a su hija María a leer, y, en medallones laterales, como acólitos, San Marcial, que protege de los incendios, y San Antonio, restaurador de botijas y supremo hallador de objetos desencaminados. Los azulejos, a falta de certificado auténtico, sirven de documento aproximado, si la fecha que llevan es, como todo permite creer, la del año en que la casa fue construida, pasados nueve del terremoto. El corrector valora su caudal de conocimientos y lo encuentra más rico, por eso, volviendo a la Rua dos Bacalhoeiros, mirará con desdén superior a los transeúntes ignorantes, ajenos a estas curiosidades de la ciudad y vida, sin competencia siquiera para relacionar dos fechas tan explícitas. No obstante, poco después, cuando esté ante el Arco das Portas do Mar, creyendo en su interior que el nombre merecería otra traducción arquitectónica, no un prosaico indicador de agentes de aduanas, en ese momento, pensando en los desencuentros entre palabras y sentido, se observó a sí mismo y de sí mismo hizo severo juicio, En definitiva, qué derecho tengo yo a juzgar a los otros, vivo en Lisboa desde que nací, y nunca se me había ocurrido venir a ver, con mis propios ojos, cosas que están en libros, cosas que algunas veces miré y volví a mirar, sin ver, casi tan ciego como el almuédano, y si no fuera por la amenaza de Costa, probablemente nunca se me habría ocurrido comprobar el trazado de la muralla, las puertas, que estas de aquí supongo que serán de la muralla fernandina, claro que cuando llegue al fin de mi paseo sabré más, pero también es cierto que sabré menos, precisamente por saber más, en otras palabras, a ver si me explico, la consciencia de saber más me conduce a la consciencia de saber poco, además me apetece preguntar, qué es saber, tenía razón el historiador, mi vocación sería de filósofo, de los buenos, de esos que cogen una calavera y se pasan la vida entera interrogándose sobre la importancia que un cráneo tiene en el universo y si hay razón para que el universo se preocupe de esa calavera o para que alguien se interrogue sobre universo y calavera, y ahora llegamos, esto dice el guía indispensable, señoras y señores, turistas, viajeros, o simples curiosos, al Arco da Conceição, donde se alzó el célebre surtidor de la Pereza, dulcísimas aguas que mataron la sed y el apetito de trabajar de mucha gente, hasta hoy.

Raimundo Silva no tiene prisa. Consulta gravemente el itinerario, para satisfacción suya va tomando minuciosas notas mentales, complementarias por así decirlo, que atestiguan su propia contemporaneidad, allá en la Calçada do Correio Velho una soturna agencia funeraria, una espuma blanca en el cielo azul, de reactor, como en el azul del mar la larga estela de un barco rápido, la Pensão Casa Oliveira Bons Quartos da Rua da Padaria, el Restaurante Come, Petisca, Paga, Vai Dar Meia Volta, justo al lado de las Portas do Mar, la Cervecería Arco da Conceiçao, la alta piedra de armas de los Mascarenhas en la esquina de una casa del Arco de Jesús, donde habría estado una puerta de la muralla mora, la pintada en la pared, protestando, el portal neoclásico del palacio de los condes de Coculim, que Mascarenhas eran, almacén de hierros, en eso acabaron las grandezas, un mundo de cosas fugaces, transitorias, que ciertamente todas lo son, sin excepción, pues ya el rastro del avión se disipó y del resto dará el tiempo cuenta a su tiempo, basta sólo la paciencia de esperar. El corrector entró en Alfama por el Arco de Chafariz d’El-Rey, comerá por ahí, en una casa de comidas de la Rua de S. João da Praça, cerca de la torre de S. Pedro, una comida popular portuguesa de jureles fritos y arroz con tomate, con ensalada, y mucha suerte, que le tocaron en el plato las tiernísimas hojas del cogollo de la lechuga, donde, verdad que no todos saben, se recoge el frescor incomparable de las mañanas, el rocío, el orvallo, que todo es lo mismo, pero se deja repetido por el simple gusto de escribir las palabras y decirlas de modo sabroso. A la puerta del restaurante estaba una muchachita gitana, de unos doce años, tendiendo la mano, a la espera, sin pronunciar palabra, sólo mirando fijamente al corrector, que, prendido en los pensamientos que le ocupan, no vio gitana, sino mora, en la hora de la primera necesidad, cuando aún había a quien pedir, y los perros, los gatos y los ratones creían tener vida asegurada hasta su muerte natural, por enfermedad o guerra de las especies, finalmente el progreso es una realidad, hoy nadie anda en Lisboa a la caza de animales de éstos para comer, Pero el cerco no ha acabado, avisan los ojos de la gitana.

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