A la salida, Raimundo Silva se encontró con Costa, que venía de la imprenta. Le dio las buenas tardes bruscamente, e iba a seguir pero Costa lo retuvo por el brazo, sin violencia, sólo tirando levemente de la manga de la gabardina, los ojos de Costa eran serios, casi piadosos, y las palabras fueron terribles, Por qué me ha hecho una cosa de éstas, señor Silva, preguntó, y Raimundo Silva se quedó sin saber qué responder, se limitó a negar infantilmente, Pero si yo no le hice nada. Costa movió la cabeza, retiró la mano, y siguió corredor adelante, le parecía imposible que aquel hombre no se diera cuenta de que lo había ofendido personalmente, que la verdadera cuestión estaba entre ellos dos, Costa y Raimundo Silva, el engañado y el engañador, para éstos no podía haber una errata salvadora in extremis. Al fondo del corredor, Costa se volvió hacia atrás y preguntó, Lo han despedido, No, no me han despedido, Menos mal, si lo hubieran despedido me quedaría más rebotado de lo que estoy ahora, en definitiva Costa es mí gran hombre, y sobrio en sus declaraciones, no dijo ni triste ni amargado por no parecer solemne, sino rebotado, que es palabra chulesca según los diccionarios, pero sin rival, digan lo que digan los puristas. Costa, definitivamente, está rebotado, ninguna otra palabra expresaría mejor su estado de espíritu, ni tampoco el de Raimundo Silva que, habiéndose preguntado por milésima vez, Cómo me siento yo mismo, puede responder, también definitivamente, Estoy rebotado.
Cuando llegó a casa, ya la asistenta se había ido, dejándole el recado, siempre igual, cuando él estaba ausente, Me he ido, todo está en orden, me llevo la ropa para acabar de plancharla, esta manifestación de celo significaba que aprovechó la oportunidad para salir antes de la hora, pero no lo confesaría nunca, y Raimundo Silva, que sobre el expediente no tenía dudas, aceptaba la explicación y callaba. Ciertas relaciones armoniosas se crean y duran gracias a un complejo sistema de pequeñas no-verdades, de renuncias, una especie de baile cómplice de gestos y posturas, todo resumible en el nunca bastante citado refrán, o sentencia, que mucho mejor le cae esta designación, Tú que sabes y yo que sé, cállate tú que yo me callaré. No es que haya misterios, secretos, esqueletos en armarios cerrados que debieran ser rebelados cuando se habla de la relación entre señor y sierva en esta casa donde vive Raimundo Silva y adonde de vez en cuando asiste, aunque trabajando, una mujer de quien tal vez nunca sea necesario conocer el nombre completo. Pero es sumamente interesante reconocer cómo la vida de estos dos seres es al mismo tiempo opaca y transparente, para Raimundo Silva no hay nadie que le sea más próximo, y aun así, hasta hoy no se ha interesado por saber qué vida es la de esta mujer cuando no le asiste, y en cuanto al nombre, basta que diga, señora María, y ella aparece por la puerta preguntando, Sí, don Raimundo, quiere algo. La señora María es baja, flaca, morena hasta parecer oscura, y tiene un pelo naturalmente rizado que es su vanidad, otra no podría tener, pues en cuestión de belleza ha nacido mal servida. Cuando dice o escribe, Todo está arreglado, abusa evidentemente de las palabras, pues su sentido del orden consiste en la aplicación de una regla de oro según la cual basta que todo parezca ordenado, o, por artes interpretativas, que no quede a la vista lo que ordenado no llegó a ser y en algunos casos nunca lo será. Se exceptúa, evidentemente, el despacho de Raimundo Silva, donde el desorden parece condición del propio trabajo, así lo entiende él, al contrario del estilo de otros correctores que son maniáticos de la alineación, de la precisión, de la armonía geométrica, con ésos mucho iba a sufrir la señora María, dirían Este papel no está como lo dejé, los papeles del escritorio de Raimundo Silva están siempre tal como él los dejó, por la simple razón de que la señora María no puede ni tocarlos, y así protestará, No es mía la culpa, cuando Raimundo Silva no encuentre libros o pruebas.
Arrugó el papel, desdeñando el recado, y lo tiró al cesto. Luego se quitó la gabardina, se cambió, se puso una camisa gruesa, unos pantalones que sólo este servicio tenían, un chaleco de punto, no es sólo por el frío que hace, es por el frío que siente, verdad es que Raimundo Silva tiene esto de ser friolero, tanto que sobre todo lo puesto se coloca la bata de cuadros escoceses, muy envuelto quedó, pero confortable, aparte de que no espera visitas. Durante el trayecto de la editorial hasta la casa consiguió no pensar, hay quien no lo logra, pero Raimundo Silva aprendió el arte de hacer fluctuar ideas vagas, como nubes que se mantienen separadas, y sabe incluso soplar a las que se acerquen demasiado, lo que es preciso es que no se junten unas a las otras creando una sola, o, lo que aún sería peor, si hay electricidad en la atmósfera mental, la consecuente tormenta de relámpagos y truenos. Por algunos momentos había dejado que el pensamiento se ocupara de la señora María, pero ahora el cerebro está otra vez vacío. Para mantenerlo así, abrió la puerta de la salita donde tenía la televisión y encendió el aparato. El aire, allí, estaba aún más frío. Sobre la ciudad, gracias al cielo limpio, todavía brillaba el sol, puesto ya sobre el lado del mar, cayendo, lanzando una luz suave, una caricia luminosa a la que al cabo de un momento responderían los cristales de la ladera, primero como antorchas vibrantes, palideciendo luego, reduciéndose a un pedacito de espejo trémulo, hasta apagarse todo y empezar el crepúsculo a tamizar su ceniza lenta entre las casas, ocultando los aleros, borrando los tejados, al tiempo que el ruido de la ciudad baja se debilita y retrocede ante el silencio que se derrama desde estas calles altas donde vive Raimundo Silva. La televisión no tiene sonido, es decir, se lo ha quitado Raimundo Silva, hay sólo imágenes luminosas que se mueven, en la pantalla y también sobre los muebles, las paredes y sobre el rostro de Raimundo Silva que mira sin ver y sin pensar. Hace casi una hora que están pasando los videoclips de Tottaly Live, los cantantes, si esta palabra tiene lugar aquí, y los bailarines se agitan, expresan todos los sentimientos y todas las sensaciones humanas, dudosas algunas, todo lo tienen en la cara, no se oye lo que dicen pero no importa, es increíble la movilidad que puede tener un rostro, son crispaciones, sesgos, distensiones, carátulas amenazadoras, un pequeño ser andrógino, postizo y obsceno, mujeres maduras con largas melenas, frescas muchachitas de muslos, nalgas y tetas generosas, otras delgadas como mimbres y diabólicamente eróticas, señores maduros que muestran algunas arrugas interesantes y seleccionadas, todo esto fabricado con luces relampagueantes, todo sofocado en silencio, como si Raimundo Silva hubiese puesto las manos sobre esas gargantas, asfixiándolas más allá de una cortina de agua, también ella silenciosa, es el triunfo universal de la sordera. Ahora aparece un hombre solo, debe de estar cantando, pese a que apenas se le mueven los labios, el dístico decía Leonard Cohen, y la imagen mira a Raimundo Silva insistentemente, los movimientos de la boca articulan una pregunta, Por qué no quieres oírme, hombre solitario, y seguramente añade, Óyeme ahora porque después será demasiado tarde, tras un video clip viene otro, no se repiten, esto no es un disco que puedas hacer girar mil y una veces, es posible que yo vuelva, pero no sé cuándo y tal vez tú ya no estés aquí en ese momento, aprovéchate, aprovéchate, aprovéchate. Raimundo Silva se inclinó hacia delante, abrió el sonido, el gesto de Leonard Cohen fue como de agradecimiento, ahora podía cantar, y cantó, dijo las cosas que dice quien ha vivido y se pregunta cuánto y para qué, quien amó y se pregunta a quién y por qué, y, habiendo hecho ya las preguntas todas, se encuentra sin respuesta, aunque sólo fuese una, es lo contrario de aquel que afirmó un día que las respuestas están todas ahí y que nosotros no tenemos más que aprender a hacer las preguntas. Cuando se calló Cohen, Raimundo Silva volvió a cortar el sonido, e inmediatamente apagó el aparato. La salita, interior, se convirtió de pronto en noche negra, y el corrector pudo llevarse las manos a los ojos sin que nadie lo viera.
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