José Saramago - Historia del cerco de Lisboa

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Raimundo Silva, corrector de pruebas de una editorial, introduce en el texto que está revisando -un libro de historia titulado Historia del cerco de Lisboa- un error voluntario, una partícula pequeñísima, un «no»: los cruzados no ayudaron a los portugueses a conquistar Lisboa.
Es un no que subvierte la Historia, que la niega como conjunto de hechos objetivos, al mismo tiempo que exalta el papel del escritor, demiurgo capaz de modificar lo que ha sido fijado y consagrado. El acto de insubordinación del corrector significa la rebelión contra lo que se define como verdad absoluta y no censurable. No es la Lisboa mora la que está cercada, sino la propia Historia.
El no de Raimundo Silva genera una propuesta de reflexión y un texto nuevo porque, como ha escrito el propio Saramago, «todo puede ser contado de otra manera», o «todo lo que no sea vida es literatura». Historia del cerco de Lisboa es también una hermosa historia de amor entre Raimundo Silva y María Sara, personajes contemporáneos sitiados y sitiadores, que acaban derribando los muros que los separan en el proceso de humanización de la historia oficial.
Es, en definitiva, una novela apasionante de un escritor que al novelar busca respuesta para las grandes cuestiones que atañen a los seres humanos. Y de la rebeldía de Saramago surgen obras maestras. Como esta Historia del cerco de Lisboa, definida por la crítica internacional como el más acabado ejemplo de posmodernismo literario.

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Por primera vez en tantos años de oficio minucioso, Raimundo Silva no hará lectura final y completa de un libro. Son, como queda dicho, cuatrocientas treinta y siete páginas fortísimas de notas, para leerlo todo tendría que pasar en blanco la noche entera, o poco menos, y no le apetece el martirio, que ha cobrado resuelta antipatía hacia la obra y el autor, mañana dirán los lectores inocentes y repetirá la juventud de las escuelas que la mosca tiene cuatro patas, porque así lo ha dicho Aristóteles, y en el próximo centenario de la toma de Lisboa a los moros, en el año dos mil cuarenta y siete, si hay aún Lisboa y portugueses en ella, no faltará un presidente para evocar aquella suprema hora en la que las quinas, avantes en el orgullo de la victoria, ocuparan el lugar del impío creciente en el cielo azul de nuestra hermosa ciudad.

Mientras tanto, le exige la conciencia profesional que, al menos, vaya recorriendo lentamente las páginas, los ojos expertos vagando sobre las palabras, confiando en que, variando así el nivel de la atención, cualquier yerro de menor alzada se dejaría sorprender, como sombra que el movimiento del foco luminoso desplazó súbitamente, o aquel conocido vistazo lateral que capta, en el último instante, una imagen en fuga. Nada importa saber si Raimundo Silva consiguió limpiar del todo las enfadosas páginas, lo que sí valdría la pena es observarlo cuando relee el discurso que Don Afonso Henriques hizo a los cruzados, según la versión de Osberno, allí traducida del latín por el propio autor de la Historia, que no se fía de lecciones ajenas, mayormente tratándose de materia de tal responsabilidad, ni más ni menos que el primer discurso averiguado de nuestro rey fundador, que otro, por lo demás, no se conoce bastante autorizado. Para Raimundo Silva el discurso es, todo él, de punta a punta, un absurdo, no es que se permita dudar del rigor de la traducción, que no está la latinaria entre sus prendas de corrector apenas medio, sino porque no se puede, no se puede realmente creer que de la boca de este rey Afonso, sin prendas, él, de clérigo, haya salido la complicada arenga, más bien compuesta a semejanza de los sermones retorcidos que los frailes pronunciarán de aquí a seis o siete siglos, que de los cortos alcances de una lengua que justo ahora empezaba a balbucearse. Estaba el corrector, así, sonriendo sarcástico, cuando de súbito le dio el corazón un salto, al fin, si Egas Moniz fue tan buen ayo como de él proclamaban los anales, si no nació sólo para llevar al pobre infante lisiado a Carquere o, más tarde, para ir a Toledo con la soga al cuello, no le habrían faltado a su pupilo máximas suficientes cristianas y políticas, y siendo el latín, por excelencia, el vehículo de estos perfeccionamientos, es de suponer que el real chiquillo, aparte de explicarse naturalmente en gallego, latinizaría el quantum satis para poder declamar, llegada la hora, ante tantos y tan cultos cruzados extranjeros, la arenga supracitada, una vez que ellos, de lenguas, no entenderían entonces más que la suya de cuna e iguales rudimentos de la otra, con la ayuda de los frailes intérpretes. Por tanto sabría Don Afonso Henriques latín y no precisó de pronunciarse hombre por él en la histórica asamblea, quizá incluso fuera él el autor de las célebres palabras, hipótesis muy plausible en persona que, por su mismo puño, y en el mismo latín, había escrito la Historia de la Conquista de Santarem, conforme gravemente nos explica Barbosa Machado en su Biblioteca Lusitana, informándonos además de que el manuscrito, en aquel tiempo, se conservaba en el Archivo del Real Convento de Alcobaça, al final de un libro de San Fulgencio. Hay que decir que el corrector no cree ni una sola palabra de lo que sus ojos están viendo, le sobra escepticismo, él mismo lo ha dicho ya, y para cortar derecho, y también para defenderse de los enfados de esta lectura obligada, fue a la fuente limpia de las Historiografías modernas, buscó y encontró, ya lo pensaba yo, que Machado, crédulo, copió sin comprobar lo que habían escrito Frei Bernardo de Brito y Frei António Brandão, que así es como se acomodan los equívocos históricos, Fulano dice que Zutano dijo que Perengano oyó, y con tres autoridades de ésas se monta una historia, siendo al fin cierto que la de la Conquista de Santarem la escribió un canónigo regular de la Santa Cruz de Coimbra, de quien ni el simple nombre ha quedado para ocupar en la biblioteca el lugar a que tiene justo derecho y retirar de allí el del rey usurpador.

Raimundo Silva está de pie, tiene sobre sus hombros la manta, pero de modo que una punta se arrastra por el suelo cuando se mueve, y en voz alta lee como un heraldo lanzando sus proclamas, esto es, el discurso que a los cruzados echó el rey nuestro señor de esta guisa, Bien sabemos, y tenemos ante los ojos, que sois sin duda hombres fuertes, denodados y de gran destreza, y, en verdad, vuestra presencia no ha disminuido a nuestra vista lo que de vosotros nos había dicho la fama. No os reunimos aquí para saber cuánto sería preciso prometeros a vosotros, hombres de tanta riqueza, para que, enriquecidos con nuestras dádivas, os quedaseis con nosotros para el cerco de esta ciudad. Siempre inquietados por los moros, nunca hemos podido acumular tesoros, con los que a veces acontece que no se pueda vivir en seguridad. Pero como no queremos que ignoréis nuestros recursos y cuáles son nuestras intenciones hacia vosotros, entendemos que no debéis despreciar nuestra promesa, pues consideramos como sujeto a vuestro dominio todo cuanto nuestra tierra posee. De una cosa sin embargo estamos ciertos, y es que vuestra piedad os invitará más a este trabajo y al deseo de realizar tan gran hecho que lo que pudiera atraeros la promesa de nuestro dinero y recompensa. Ahora bien, para que con la algazara de vuestros hombres no sea perturbado lo que os diga, elegid a quien queráis, a fin de que, retirados aparte unos y otros, benigna y sosegadamente determinemos en conjunto la causa de nuestra promesa, y resolvamos sobre aquello que os exponemos, para después ser explicado a todos en común con lo que hayamos resuelto, y así, dado el asentimiento de ambas partes, con juramento y garantías ciertas sea esto ratificado para interés de Dios.

No, este discurso no es obra de un rey principiante, sin excesiva experiencia diplomática, aquí hay dedo, mano y cabeza de eclesiástico mayor, tal vez el propio obispo de Porto, Pedro Pitões, y seguramente el arzobispo de Braga, João Peculiar, que juntos y concertados habían logrado persuadir a los cruzados, de paso por el Duero, de que bajaran hasta el Tajo para ayudar a la conquista, diciéndoles, por ejemplo, Al menos oigan las razones que a favor de la prestación de auxilio tenemos que darles, a la vista de la mercaduría. Y habiendo durado tres días el viaje de Porto a Lisboa, no es preciso estar dotado de una imaginación prodigiosa para suponer que los dos prelados, de camino, vinieron haciendo el borrador, para adelantar trabajo, ponderando los argumentos, insinuando mucho, cautelando lo posible, con promesas liberalísimas envueltas en prudentes reservas mentales, sin olvidar la lisonja, recurso envanecedor que generalmente fructifica en mil por uno, aunque estéril sea el terreno y torpe el sembrador. Raimundo Silva, acalorado, deja caer la manta con teatral ademán, sonríe sin alegría, Este discurso no hay quien se lo crea, más parece lance shakespeariano que obra de obispos menores, y vuelve a su mesa, se sienta, mueve la cabeza vencido, Pensar que nunca llegaremos a saber qué palabras dijo realmente Don Afonso Henriques a los cruzados, al menos buenos días, y qué más, y qué más, y la claridad ofuscante de esta evidencia, no poder saberlo, aparece de pronto ante él como una infelicidad, sería capaz de renunciar a algo, no se pregunta a qué ni cuánto, al alma, si la hay, a los bienes, si los tuviera, para encontrar, preferentemente en esta parte de Lisboa donde vive y que es precisamente lo que en aquel tiempo era la ciudad toda, un pergamino, un papiro, un papel suelto, un recorte de periódico, una grabación de poder ser, o una lápida esculpida, que registrara el verdadero discurso, el original, por así decirlo, quizá menos sutil en artes dialécticas que esta versión amanerada, en la que faltan justamente las fuertes palabras dignas de la ocasión.

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