Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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Entonces Boris reparó en una conmoción que se había producido a su espalda: los dos camareros de antes se afanaban de nuevo con algo en el suelo, mientras empujaban hacia atrás a la gente para hacerse sitio. Estaban de rodillas, y parecían hurgar en una bolsa de golf. Sus modos eran irritados e impacientes (quizá estaban furiosos porque la gente que les rodeaba no paraba de empujarles y de clavarles las rodillas en la espalda). Boris miró otra vez hacia su abuelo, y cuando volvió a mirar a su espalda vio que uno de los camareros mantenía abierta la bolsa de golf como a la espera de que metieran algo de gran tamaño en ella. En efecto, de entre la masa humana emergió el otro camarero apartando a unos y a otros bruscamente; caminaba de espaldas e iba arrastrando algo por el suelo. Metiéndose apretadamente entre la gente Boris vio que lo que arrastraba el camarero era una gran pieza de maquinaria, pero no alcanzó a verla por completo porque entre sus ojos y ella se interponían las piernas de la gente. El objeto era un viejo motor, tal vez de un ciclomotor o tal vez de una lancha motora… Los dos camareros trataban denodadamente de meterlo en la bolsa de golf: tiraban del duro material de la bolsa, forzaban la cremallera… Al volver a mirar a su abuelo Boris vio que seguía controlando por completo las dos maletas, y que no mostraba el menor signo de cansancio. Los presentes, en cualquier caso, no tenían aún intención de permitir que abandonara su actuación. Finalmente se hizo un revuelo en torno a él y los dos camareros auparon la bolsa de golf hasta la mesa.

Durante unos segundos, al correr la voz de que la bolsa se hallaba ya encima de la mesa, se intensificó el tumulto. Gustav no vio inmediatamente la bolsa, pues en ese instante se hallaba intensamente concentrado, pero el urgente apremio de las voces le hizo mirar a su alrededor. Al fijar la mirada en la bolsa que tenía a sus pies, Gustav adoptó una expresión extremadamente seria, pero enseguida sonrió y siguió girando sobre sí mismo despacio. Luego, tal como había hecho antes -aunque sin tanta ligereza-, se descolgó del hombro la maleta menos pesada y la hizo descender por uno de los brazos. Pero antes de permitir que cayera totalmente alzó el brazo con supremo esfuerzo e hizo que la maleta saltara hacia los asistentes. Siendo como era mucho más pesada que la caja vacía, describió un ínfimo arco en el aire, rebotó sobre la mesa y fue a caer en brazos de los maleteros de la primera fila. La maleta, como la caja, fue a perderse entre la multitud, y los ojos se fijaron de nuevo en Gustav. La salmodia que repetía su nombre volvió a dejarse oír en el café, y el anciano maletero miró detenidamente la bolsa de golf que tenía a sus pies. El alivio momentáneo que suponía vérselas tan sólo con una maleta -aunque fuera la de las tablas de cocina-, pareció insuflarle nuevas energías. Puso cara larga y sacudió la cabeza dubitativamente en dirección a la bolsa, con lo que no hizo sino conseguir que la gente lo azuzara aún más:

– ¡Vamos, Gustav, demuéstrales quién eres! Gustav empezó a subirse la maleta pesada al hombro que antes había sostenido la maleta liviana. Con gran cuidado y minuciosidad, con los ojos cerrados y encorvado sobre una de las rodillas, fue enderezándose poco a poco. Las piernas le temblaron una o dos veces, pero al final se quedó de pie, derecho, con la maleta sobre el hombro y el brazo libre tendido hacia la bolsa. De pronto a Boris lo invadió el miedo, y gritó:

– ¡No!

Pero su grito fue ahogado por la salmodia, las risas, los «¡ooohhh!» y los suspiros de la masa humana que lo rodeaba.

– ¡Venga, Gustav! -gritaba el maletero que había al lado de Boris-. ¡Demuéstrales de lo que eres capaz! ¡Que se entere todo el mundo!

– ¡No! ¡No! ¡Abuelo! ¡Abuelo!

– ¡El bueno de Gustav! -gritaban las voces-. ¡Vamos! ¡Demuéstrales lo que sabes hacer!

– ¡Abuelo! ¡Abuelo! -Ahora Boris extendía los brazos sobre la mesa para llamar la atención de su abuelo, pero la cara de Gustav seguía sombría y concentrada, y su mirada fija en el correaje de la bolsa de golf que descansaba sobre la mesa. El viejo maletero, entonces, empezó a agacharse poco a poco, con el cuerpo trémulo bajo el peso de la maleta que sostenía sobre su hombro, y la mano tendida -un tanto prematuramente- hacia la correa de la bolsa de golf. En el aire se percibía una tensión nueva, acaso la sensación de que Gustav iba por fin a intentar una proeza que superaría incluso sus propias habilidades. El ambiente, pese a ello, seguía siendo festivo, y jubilosa la salmodia que repetía su nombre.

Boris miraba con aire suplicante las caras de los adultos de las primeras filas, y por fin tiró del hombro del maletero más cercano.

– ¡No! ¡No! Ya basta. El abuelo ya ha hecho suficiente. El mozo barbudo -que era quien estaba a su lado- miró al chico con sorpresa, y luego dijo con una carcajada:

– No te preocupes, no te preocupes. Tu abuelo es un fenómeno. Puede hacer esto y mucho más. Mucho más. Es un auténtico fenómeno.

– ¡No! El abuelo ya ha hecho suficiente.

Pero nadie, ni siquiera el maletero barbudo -que, para tranquilizarle, le había pasado un brazo por el hombro-, le escuchaba. Porque Gustav estaba prácticamente en cuclillas sobre la mesa, y su mano se hallaba a escasos centímetros de la correa de la bolsa. Luego, tras conseguir asirla, con el cuerpo aún en cuclillas, fue pasándosela por encima del hombro libre. Al cabo se pegó la correa al cuerpo y comenzó a enderezarse para alcanzar la posición erecta. Boris gritó y golpeó la superficie de la mesa, y por fin Gustav lo vio. Se hallaba a punto de poner rectas las piernas, y se detuvo, y por espacio de un segundo los dos se miraron fijamente.

– No. -Boris sacudió la cabeza-. No. El abuelo ya ha hecho suficiente.

Puede que, con todo aquel ruido, Gustav no pudiera oírle, pero pareció comprender perfectamente los sentimientos de su nieto. Asintió con unos movimientos rápidos de cabeza, esbozó una tranquilizadora sonrisa y volvió a cerrar los ojos para concentrarse.

– ¡No! ¡No! ¡Abuelo!

Boris volvió a tirar del brazo del maletero barbudo.

– ¿Qué pasa? -preguntó el maletero barbudo, con lágrimas de risa en los ojos. Luego, sin esperar una respuesta, volvió a centrar su atención en Gustav y a entonar con más intensidad que nunca la salmodia.

Gustav seguía irguiéndose lentamente. Una o dos veces su cuerpo se sacudió como si fuera a doblarse. Y su cara enrojeció de forma extraña. Las mandíbulas furiosamente crispadas, las mejillas distorsionadas, los músculos del cuello nítidamente marcados, sobresaliéndole… Incluso en medio de aquel estrépito era casi audible la respiración del viejo maletero. Pero nadie salvo Boris parecía darse cuenta de todo ello.

– No te preocupes, tu abuelo es un fenómeno -le dijo el maletero barbudo-. ¡Esto no es nada! ¡Lo hace todas las semanas!

Gustav siguió enderezándose más y más, con la bolsa de golf colgada de un hombro y la maleta aupada sobre el otro. Al final logró ponerse absolutamente recto, con la cara trémula aunque triunfante, y por primera vez en muchos minutos las palmadas rítmicas se transformaron en desatados aplausos y fuertes vítores. Los violines entonaron entonces una melodía más lenta, más solemne, propia de un final. Gustav giró sobre sí mismo despacio, con los ojos entreabiertos y la cara crispada en un gesto de dignidad y sufrimiento.

– ¡Ya basta! ¡Abuelo! ¡Para! ¡Para!

Gustav siguió girando, resuelto a exhibir su proeza ante quienes quisieran verlo. Luego, de pronto, algo pareció quebrarse en su interior. Se detuvo, y durante unos segundos siguió meciéndose suavemente, balanceándose como en una brisa. Segundos después, recuperado, reanudó su movimiento rotatorio. Sólo cuando volvió a la postura exacta que había adoptado al ponerse recto, empezó a descolgarse la maleta del hombro. La dejó caer sobre la mesa con ruido -sin duda juzgó que era demasiado pesada para arrojarla sobre los presentes sin riesgo de herir a alguno de ellos-, y fue empujándola con el pie hasta hacerla caer de la mesa en brazos de sus colegas.

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