– Miss Kenton, comprenderá que si se contrata a esta chica todas las responsabilidades que de ello se deriven recaerán sobre usted. Por lo que a mí respecta, no me cabe la menor duda de que esta muchacha no está en absoluto capacitada para formar parte de nuestro personal. Y sólo entrará a formar parte con tal que se encargue usted misma de su formación.
– Nos dará buenos resultados, mister Stevens. Ya lo verá.
Y para sorpresa mía, durante las semanas que siguieron, la joven hizo muchos progresos, y a un ritmo notable. Su actitud en el trabajo parecía mejorar cada día, e incluso su actitud al andar y realizar las tareas, tan poco armoniosa en un principio que era mejor mirar para otro lado, mejoró espectacularmente.
Conforme avanzaron las semanas, y con ellas la milagrosa transformación de la muchacha en una útil empleada más, quedó patente el éxito de miss Kenton. Parecía regocijarse especialmente asignándole tareas o funciones que requiriesen un mayor grado de responsabilidad, y si por azar yo estaba observando, procuraba atraer mi atención adoptando una expresión burlona. La reunión que mantuvimos aquella noche en torno a nuestras tazas de chocolate fue un ejemplo típico de la clase de conversaciones que solíamos tener sobre Lisa.
– Lamentablemente -me dijo miss Kenton- debo decirle que Lisa no ha cometido todavía ningún error grave que valga la pena mencionar aquí. Se sentirá usted decepcionado.
– No estoy decepcionado en absoluto, miss Kenton. Más bien me alegro por usted y por todos nosotros. Reconozco que, por lo que se refiere a los progresos de la chica, tiene usted cierto mérito.
– ¡Cierto mérito! ¡Mire, mire cómo se sonríe, mister Stevens! Siempre que hablo de Lisa sonríe usted de ese modo. Una sonrisa que dice muchas cosas. Si, muchas cosas.
– ¿De verdad, miss Kenton? ¿Qué, exactamente?
– Es muy significativo que desde un principio se mostrase usted tan pesimista respecto a la chica. Todo porque Lisa es guapa, no vamos a negarlo. Y me he dado cuenta de que, en cierto modo, tiene usted aversión a que haya chicas guapas entre el personal.
– Eso que está diciendo son bobadas, y lo sabe muy bien.
– Pues eso es lo que he observado, mister Stevens. No le hace ninguna gracia que haya chicas guapas entre el personal. ¿Teme acaso que le distraigan? ¿No será que no tiene demasiada confianza en sí mismo? Después de todo, también usted es de carne y hueso.
– Miss Kenton, si encontrase a sus palabras el mínimo sentido, me molestaría en iniciar con usted una discusión. Sin embargo, creo que será mejor que piense en otras cosas si usted sigue hablando de este tema.
– Bueno, pero dígame, ¿por qué sigue sonriendo de esa forma tan pecaminosa? -¿Pecaminosa, miss Kenton? Sólo estoy asombrado por la asombrosa capacidad que tiene usted para decir tonterías, no es más que eso.
– No, se sonríe usted de forma pecaminosa , mister Stevens. Y además he notado que no se atreve nunca a mirar a Lisa. Ahora entiendo por qué se mostró tan reacio a que entrase esa chica.
– Me mostré reacio por razones mucho más sensatas, miss Kenton. Y usted lo sabe. Cuando se nos presentó la chica, no era de ningún modo la persona adecuada.
Comprenderán ustedes que en presencia de los criados nunca habríamos organizado semejante escena; sin embargo, aquellos momentos en que nos reuníamos a tomar el chocolate, sin perder su carácter básicamente profesional, nos permitían a menudo charlar de este modo inofensivo, lo cual, por otra parte, descargaba mucho las tensiones acumuladas tras un día ajetreado.
Lisa llevaba ya con nosotros ocho o nueve meses y yo apenas si pensaba en ella, cuando una noche se fue de la casa junto al segundo lacayo. Claro que cualquier mayordomo de cualquier mansión sabe que esto puede ocurrir. Y aunque son cosas verdaderamente muy irritantes, uno acaba por acostumbrarse. Además, comparada con otras escapadas «nocturnas», ésta había sido de lo más civilizada. Aparte de un poco de comida, la pareja no se había llevado nada que perteneciese a la casa, y, lo que es más, habían dejado dos cartas. El segundo lacayo, cuyo nombre ya no recuerdo, dejó una breve nota a mi nombre en la que decía algo así: «No nos juzgue mal, por favor. Estamos enamorados y vamos a casarnos». Lisa había escrito una nota más larga dirigida al ama de llaves, la carta que miss Kenton me enseñó en la despensa la mañana después de que los dos jóvenes desaparecieran. Que ahora recuerde, la carta estaba llena de faltas de ortografía y frases mal estructuradas, y en ella hablaba de lo enamorados que estaban, de lo formidable que era el segundo lacayo y del maravilloso futuro que les esperaba. Recuerdo que uno de los párrafos decía así: «No tenemos dinero pero no nos importa porque nos queremos. No queremos nada más si nos tenemos uno a otro es lo único que nos importa». Aunque se trataba de una carta de folio y medio, no había expresión alguna de gratitud hacia miss Kenton por sus muchas atenciones, ni palabra alguna de disculpa por dejarnos a todos plantados.
Evidentemente, miss Kenton se quedó muy desconcertada. Durante el rato que tardé en leer la carta de la muchacha, había permanecido sentada junto a la mesa delante de mí, con la cabeza agachada. En realidad, y fue una rara sensación, creo que nunca la había visto tan desconsolada como aquella mañana. Finalmente, cuando dejé la carta en la mesa, me dijo:
– Ya ve, mister Stevens, parece que tenía usted razón, y yo me equivoqué.
– Miss Kenton, no tiene usted por qué tomárselo así -dije yo-, son cosas que pasan. La gente como usted o como yo no puede hacer nada para evitar que ocurran.
– Ha sido culpa mía, mister Stevens, lo reconozco. Tenía usted razón y yo estaba equivocada, como siempre.
– Miss Kenton, en eso no estoy de acuerdo con usted. Hizo maravillas con esa chica. Lo que consiguió con ella ha sido en varias ocasiones la prueba de que era yo el que estaba equivocado. Hablo en serio, miss Kenton, lo que ha pasado podría haber ocurrido con cualquier otro empleado. La chica hizo muchos progresos con usted. Comprendo que se sienta defraudada, pero no tiene motivos para sentirse culpable.
Miss Kenton siguió con aire abatido y, finalmente, dijo en voz baja:
– Le agradezco que diga eso, mister Stevens. Es usted muy amable. -Después suspiró, como si estuviera cansada, y dijo-: Ha sido tonta. Tenía una buena carrera por delante. No le faltaban cualidades. ¡Son tantas las chicas como ella que desperdician las oportunidades que tienen! ¿Y todo para qué?
Nos quedamos los dos mirando la carta que había encima de la mesa y, seguidamente, miss Kenton apartó su mirada con un gesto de fatiga.
– Tiene razón -dije-, es una lástima.
– Ha sido tonta. Y ya verá qué pronto la dejará. Con la buena carrera que tenía por delante. Si hubiese perseverado un poco… en un par de años habría estado preparada para ejercer como ama de llaves en alguna casa más o menos grande. Tal vez piense que exagero, pero no tiene más que ver lo que mejoró conmigo en unos meses. ¡Y pensar que lo ha echado todo a perder por nada!
– Sí, ha sido tonta.
Empecé a recoger las hojas pensando en archivarlas como referencias, pero se me ocurrió que quizá miss Kenton no tenía intención de darme la carta sino que preferiría conservarla. Volví a dejar los folios en la mesa, aunque miss Kenton, en cualquier caso, seguía ausente.
– Ya verá usted qué pronto la dejará -repitió-. ¡Qué tonta ha sido!
Estoy viendo que me he perdido entre tantos recuerdos y, realmente, no era mi intención, pero quizá no sea tan grave considerando que, así, al menos he conseguido no pensar demasiado en los malos ratos que he pasado esta tarde; por cierto, confío en que hayan concluido por fin, ya que las últimas horas, todo hay que decirlo, han sido más bien agotadoras.
Читать дальше