Tal vez haría mejor en no mirar tanto al pasado, ya que después de todo tengo ante mí muchos años durante los cuales aún debo prestar mis servicios. Y mister Farraday, además de ser un excelente patrón, es un caballero norteamericano al que me considero obligado a mostrar el incomparable nivel de nuestra profesión en Inglaterra. Por este motivo, es primordial que me mantenga bien centrado en el presente y que esté alerta ante cualquier indicio de suficiencia que pueda rezumar de mis logros pasados; porque debo admitir que, durante estos últimos meses, en Darlington Hall las cosas no han funcionado como habría sido deseable y ha habido unos cuantos errores, entre los cuales cabe incluir el incidente ocurrido el pasado abril en relación con la plata. Afortunadamente, no tuvo lugar en un momento en que mister Farraday tuviese invitados: sin embargo, ello no es óbice para que fuera un fallo imperdonable.
Ocurrió una mañana durante el desayuno, y mister Farraday, quizá por su natural indulgente o porque, como norteamericano, no llegase a captar el alcance de tal deficiencia, no formuló ninguna queja. Tras sentarse a la mesa cogió el tenedor, lo examinó unos instantes tocando las puntas con las yemas de los dedos, y volvió a concentrarse en el periódico matutino. Fue un gesto que había realizado maquinalmente, pero como es natural yo, que me había percatado del detalle, me acerqué a la mesa y retiré el cuerpo del delito. Es posible que tanta celeridad turbara a mister Farraday, puesto que se sobresaltó y dijo en voz baja:
– ¡Ah!, es usted.
Salí de la habitación raudo y veloz, y volví a toda prisa con un tenedor limpio. Al acercarme de nuevo a la mesa, pensé por un instante en deslizar el tenedor sobre el mantel con cuidado de no distraer a mi señor, que aparentemente seguía absorto en la lectura del periódico. Sin embargo, también se me ocurrió que mister Farraday podía estar fingiendo para aliviar mi desazón y que el hecho de entregarle el cubierto de forma tan subrepticia podía ser interpretado como un deseo por mi parte de restar importancia a mi descuido, o peor aún, como un intento de disimularlo. Por esta razón decidí que era más apropiado dejar el tenedor en la mesa con cierto brío. Mi patrón, entonces, volvió a sobresaltarse, levantó la mirada y dijo:
– ¡Ah!, es usted, Stevens. Son esta clase de errores, acaecidos durante los últimos meses, los que, naturalmente, han cuarteado mi autoestima: sin embargo, tampoco hay que pensar que suponen algo mucho más grave que un problema de escasez de personal. Con ello no estoy diciendo que la escasez de personal no sea un problema preocupante, pero si miss Kenton decidiera volver a Darlington Hall, este tipo de tropiezos quedarían, con toda seguridad, subsanados. Evidentemente, no debo olvidar que la carta de miss Kenton -que ayer volví a leer en mi habitación antes de apagar la luz- no manifiesta nada concreto que indique un firme deseo de volver a ocupar su antiguo empleo. Debo reconocer que existe la posibilidad de que, al hacerme unas ilusiones de carácter estrictamente profesional, haya exagerado cualquier supuesto indicio que permita inferir la existencia de ese deseo, dado que anoche me quedé un tanto sorprendido por lo difícil que me resultaba encontrar algún pasaje en el que claramente se pudiese demostrar que miss Kenton quiere volver.
De todas formas, me parece carente de sentido hacer demasiadas lucubraciones ahora que sé que, con toda probabilidad, podré hablar con miss Kenton cara a cara en un plazo que no supera las cuarenta y ocho horas. Debo decir, sin embargo, que anoche las páginas de esa carta voltearon por mi imaginación durante no escasos minutos mientras, echado en la cama, oía en la oscuridad al dueño y a su esposa terminando de recoger y limpiar, después de cerrar.
Moscombe, cerca de Tavistock, Devon
Pienso que debería volver a tratar el tema del antisemitismo, dado que hoy día se ha convertido en una cuestión bastante delicada, y al mismo tiempo replantear todo lo referente a la actitud de mi señor hacia los judíos. Y permítanme dejar bien claro que, contrariamente a como al parecer se ha dicho, en Darlington Hall nunca se ha discriminado a los judíos que han querido trabajar como empleados. Ésta es una cuestión que me atañe muy de cerca y una aseveración que puedo refutar con absoluto conocimiento de causa. Durante los años que pasé con mi señor siempre hubo muchos judíos entre el personal y permítanme añadir, además, que nunca recibieron un trato distinto por el hecho de ser judíos. Me cuesta realmente comprender las razones que subyacen bajo estas absurdas aseveraciones, a menos que tengan como origen -lo cual es ridículo- una época, breve e insignificante, allá por los años treinta, en que, durante unas cuantas semanas, mistress Carolyn Barnet ejerció una influencia ciertamente notable sobre mi señor.
Mistress Barnet, viuda de mister Charles Barnet, era a sus cuarenta años una mujer hermosa, y algunos dirían incluso que encantadora. Tenía fama de ser extraordinariamente inteligente, y por aquellos días solía contarse que había llegado a mofarse de más de un docto caballero en alguna cena donde se habían tratado importantes temas de actualidad. Durante sus frecuentes visitas a Darlington Hall, en el verano de 1932, esta dama y mi señor pasaron horas y horas conversando sobre temas de carácter social o político. Y recuerdo que fue mistress Barnet quien condujo a mi señor a una de aquellas «visitas organizadas» en que se recorrían los barrios más pobres del este londinense, y mediante las cuales mi señor conoció los hogares de numerosas familias que padecían la desesperada y lamentable situación de aquellos años. Quiero decir que, con toda probabilidad, fue mistress Barnet quien despertó en lord Darlington su creciente preocupación por las clases más pobres de nuestro país y, en este sentido, no puede decirse que su influencia fuese totalmente negativa. Pero, naturalmente, mistress Barnet también pertenecía a los camisas negras de sir Oswald Mosley, y los escasos encuentros que mi señor mantuvo con sir Oswald tuvieron lugar durante aquellas semanas de verano. Y fue igualmente por aquel entonces cuando ocurrieron en Darlington Hall una serie de incidentes, absolutamente atípicos, que supongo que sentaron los frágiles cimientos en que se basaron tan absurdas aseveraciones.
He empleado la palabra «incidentes», aunque algunos de estos hechos fueran realmente anodinos. Recuerdo, por ejemplo, una cena en la que mi señor, al comentarle una alusión que le habían hecho en un determinado periódico, replicó diciendo:
«¡Ah, sí! Se refiere usted a ese panfleto judío», y en otra ocasión, por aquella misma época, mi señor me ordenó no seguir dando donativos a una organización benéfica local que pasaba regularmente por nuestra puerta, alegando que los componentes de la directiva eran «casi todos judíos». Son detalles que he retenido en la mente porque, por aquel entonces, me causaron gran desconcierto, ya que con anterioridad a aquellos hechos mi señor nunca había mostrado aversión alguna por el pueblo judío.
Finalmente, hubo una tarde en que mi señor me pidió que fuera a su despacho. En un principio, nuestra conversación giró en torno a temas de carácter general, como preguntarme si funcionaba bien la casa, y esa clase de cosas. Pero, pasado un rato, me dijo:
– Stevens, hay un asunto que he estado pensando mucho. Sí, mucho. Y he llegado a la siguiente conclusión. Entre la servidumbre de Darlington Hall no podemos tener judíos.
– ¿Cómo dice, señor?
– Es por el bien de la casa y en interés de nuestros huéspedes, Stevens. Tras reflexionarlo mucho, es la conclusión a la que he llegado.
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