Respiré hondo y esperé.
– He puesto en marcha el hervidor de agua -anunció a su regreso.
Llevaba consigo un botiquín de verdad, blanco con la cruz roja encima. Extrajo un desinfectante y una gasa.
– Siempre he dicho que alguien acabaría haciéndose daño en este viejo caserón. Hace años que tengo este botiquín. Más vale prevenir que curar, ¿no crees? ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! -Hizo una mueca de dolor al apretar la punzante gasa contra el corte de mi espinilla-. Seamos valientes, ¿de acuerdo?
– ¿Tienes electricidad? -pregunté. Me sentía algo abrumada.
– ¿Electricidad? Pero si es una casa en ruinas. -Me miró fijamente, sorprendido por la pregunta, como si al caer hubiera sufrido una contusión y hubiera perdido el juicio.
– Lo digo porque creí oírte decir que habías puesto en marcha el hervidor de agua.
– ¡Ah, entiendo! ¡No! Tengo un hornillo de gas. Antes tenía un termo, pero… -Alzó la nariz-. El té hecho en termo no es muy bueno que digamos, ¿no crees? ¿Escuece mucho?
– Solo un poco.
– Buena chica. Te has pegado un buen porrazo. Y ahora el té. ¿Con limón y azúcar? Leche no, lo siento. No hay nevera.
– Me encantaría con limón.
– Bien. Y ahora te pondremos cómoda. Ha dejado de llover. ¿Té en el jardín?
Se dirigió a la imponente puerta del vestíbulo y descorrió el pasador. Con un menor chirrido de lo que esperaba, las hojas se abrieron e hice ademán de levantarme.
– ¡No te muevas!
El gigante llegó brincando hasta mí, se agachó y me recogió del suelo. Me llevó en volandas y suavemente al exterior. Me sentó de lado sobre el lomo de uno de los gatos negros que yo había admirado hacía una hora.
– Espera aquí y cuando regrese tú y yo disfrutaremos de una deliciosa merienda.
Entró de nuevo en la casa. Su colosal espalda se deslizó escaleras arriba, avanzó por el pasillo y entró en la tercera habitación.
– ¿Cómoda?
Asentí con la cabeza.
– Estupendo. -El gigante sonrió como si realmente aquella situación fuera estupenda-. Y ahora, ¿qué tal si nos presentamos? Yo soy Love. Aurelius Alphonse Love. Pero llámame Aurelius. -Me miró con expectación.
– Margaret Lea.
– Margaret. -Esbozó una sonrisa radiante-. Magnífico. Realmente magnífico. Y ahora come.
El gigante había desdoblado una servilleta, esquina por esquina, entre las orejas del gran gato negro. Dentro había una generosa porción de un bizcocho oscuro y pegajoso; le di un bocado. Era el bizcocho perfecto para un día de frío: condimentado con jengibre, dulce pero picante. Aquel desconocido filtró el té en sendas tazas de delicada porcelana. Me tendió un azucarero con terrones y luego extrajo una bolsita de terciopelo azul de su bolsillo superior y la abrió. Descansando sobre el terciopelo había una cucharilla de plata con una A alargada, con la forma de un ángel estilizado, adornando el mango. Cogí la cucharilla, removí con ella mi té y se la devolví.
Mientras yo bebía y comía mi anfitrión se sentó en el segundo gato, que bajo su enorme contorno adquirió de repente el aspecto de un cachorro. Comía en silencio, con cuidado y concentración. También él me observaba comer, anhelando que el bizcocho fuera de mi agrado.
– Estaba delicioso -dije-. Casero, supongo.
De un gato a otro había unos tres metros, de manera que para conversar teníamos que elevar ligeramente la voz, lo que daba a la conversación un toque teatral, como si se tratara de representación. Y lo cierto era que teníamos público. Cerca de la linde del bosque, un ciervo totalmente inmóvil nos observaba con curiosidad. Sin pestañear, vigilante, con las fosas nasales agitadas. Cuando advirtió que lo había visto no hizo ademán de huir, sino que optó por lo contrario por no tener miedo.
Mi compañero se limpió los dedos en la servilleta, la sacudió y la dobló en cuatro.
– Entonces, ¿te ha gustado? La señora Love me dio la receta. Preparo este bizcocho desde niño. La señora Love era una cocinera maravillosa; una mujer maravillosa en todos los sentidos. Naturalmente, ya no está con nosotros. Se fue a una edad avanzada, aunque yo había confiado en que… Pero no pudo ser.
– Comprendo.
Si bien no estaba segura de comprender. ¿La señora Love era su esposa? Aunque había dicho que hacía ese bizcocho desde que era niño. No podía estar refiriéndose a su madre. ¿Por qué iba a llamar a su madre señora Love? Aun así, dos cosas estaban claras: que la había querido y que la mujer estaba muerta.
– Lo siento -dije.
Aceptó mi pésame con una expresión triste, pero después su rostro se iluminó.
– Eso sí, me dejó un recuerdo muy digno, ¿no crees? Me refiero al bizcocho.
– Desde luego. ¿Hace mucho que la perdiste?
Lo meditó.
– Casi veinte años, aunque parece más tiempo. O menos. Depende de cómo se mire.
Asentí con la cabeza. Seguía sin entender.
Permanecimos callados un rato. Contemplé el parque de ciervos. En el vértice del bosque estaban asomando otros ciervos. Se movían con el sol por la hierba del parque.
El escozor de la espinilla había disminuido. Me encontraba mejor.
– Dime una cosa… -comenzó el extraño, y sospeché que había tenido que armarse de valor para hacer su pregunta-. ¿Tienes madre?
Di un respingo. La gente casi nunca repara en mí el tiempo suficiente para hacerme preguntas personales.
– ¿Te has molestado? Perdona la pregunta, pero… ¿Cómo podría explicártelo? La familia es un tema que… que… Pero si prefieres no… Lo siento.
– No pasa nada -respondí con calma-. No me importa.
Y lo cierto era que no me importaba. Ya fuera por la sucesión de impresiones que había tenido o por la influencia de ese entorno tan extraño, el caso es que sentía que todo lo que pudiera contar sobre mí en aquel lugar, a ese hombre, permanecería siempre allí, con él, y no llegaría a ningún otro lugar del mundo. Contara lo que contara, no tendría consecuencias. De modo que contesté:
– Sí, tengo madre.
– ¡Tienes madre! ¡Qué…! ¡Oh, qué…! -Una expresión extrañamente intensa, de tristeza o nostalgia, asomó en sus ojos-. ¿Hay algo más maravilloso que tener madre? -exclamó al fin. Era, claramente, una invitación a que continuara hablando.
– Entonces, ¿tú no tienes madre? -le pregunté.
Aurelius torció un poco el gesto.
– Desgraciadamente… Siempre he querido… O un padre. Incluso hermanos y hermanas. Alguien que me perteneciera de verdad. De niño hacía ver que tenía una familia. Me inventé una completa. ¡Generaciones enteras! ¡Te habrías reído! -No había nada irrisorio en su rostro mientras hablaba-. Pero una madre propiamente dicha… Una madre real, conocida… Está claro que todo el mundo tiene una madre, eso lo sé. El caso es saber quién es tu madre. Y yo siempre he confiado en que algún día… Porque no es algo imposible, ¿verdad? De modo que todavía mantengo la esperanza.
– Ah.
– Es algo realmente triste. -Se encogió de hombros, procurando, sin éxito, que el gesto pareciera despreocupado-. Me habría gustado tener madre.
– Señor Love…
– Aurelius, por favor.
– Aurelius. La relación con las madres no siempre es tan agradable como imaginas.
– ¿Oh? -Mi comentario pareció tener el impacto de una gran revelación. Me miró detenidamente-. ¿Hay peleas?
– No exactamente.
Frunció el entrecejo.
– ¿Malentendidos?
Negué con la cabeza.
– ¿Peor? -Estaba estupefacto. Buscó el posible problema en el cielo, en el bosque y, por último, en mis ojos.
– Secretos -le dije.
– ¡Secretos! -Sus ojos se abrieron en dos círculos perfectos. Desconcertado, meneó la cabeza, tratando por todos los medios de entender a qué me estaba refiriendo-. No sé cómo ayudarte. Sé muy poco de familias. Mi ignorancia es más vasta que el océano. Lamento que entre vosotras haya secretos. Estoy seguro de que tienes tus razones para sentirte así.
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