Emmeline fue la primera en oír la berlina. Desde la ventana observamos a la recién llegada descender del vehículo, alisarse las arrugas de la falda con dos enérgicas palmadas y echar un vistazo a su alrededor. Miró hacia la entrada, a su izquierda, a su derecha y por último -me aparté de un salto- hacia arriba. Tal vez nos confundió con un efecto engañoso de la luz o con una cortina levantada por la brisa que se colaba por un cristal roto. Creyese ver una cosa u otra, a nosotras no nos vio.
Pero nosotras sí la veíamos. A través del nuevo agujero abierto por Emmeline en la cortina. No sabíamos qué pensar. Hester era de estatura media. De constitución media. Tenía un pelo que no era ni rubio ni moreno. La piel a juego. El abrigo, los zapatos, el vestido, el sombrero, todo tenía ese mismo tinte neutro. El rostro carecía de rasgos destacables. Sin embargo, no podíamos dejar de mirarla. La miramos hasta que nos dolieron los ojos. En cada poro de su pequeño rostro anodino había luz. Algo brillaba en su ropa y en su pelo. Algo irradiaba de su equipaje. Algo proyectaba un resplandor en torno a su persona, como una bombilla. Algo hacía que resultara exótica.
No teníamos ni idea de qué era ese algo. Nunca habíamos imaginado nada igual.
Lo descubrimos más tarde.
Hester estaba limpia. Toda ella restregada, enjabonada, enjuagada, frotada y encremada.
Imagínate lo que pensó de Angelfield.
Cuando llevaba en la casa quince minutos envió al ama a buscarnos. No hicimos caso y esperamos a ver qué ocurría. Esperamos y esperamos. Y no ocurrió nada. Esa fue la primera vez que nos desorientó, solo que entonces no lo sabíamos. De nada servía nuestra habilidad para escondernos si la mujer no pensaba ir a buscarnos; y no lo hizo. Nos pusimos a dar vueltas por la habitación, al principio aburridas, después molestas por la curiosidad que se iba apoderando de nosotras pese a nuestros esfuerzos por combatirla. Empezamos a prestar atención a los ruidos que llegaban de abajo: la voz de John-the-dig, el arrastre de muebles, algunos portazos y otros golpes. Luego se hizo el silencio. Nos llamaron para comer y no bajamos. A las seis el ama nos llamó de nuevo.
– Bajad a cenar con vuestra nueva institutriz, niñas.
Nos quedamos en el cuarto. No apareció nadie. Poco a poco empezamos a intuir que la recién llegada era una fuerza que no debíamos subestimar.
Más tarde oímos el trajín de los miembros de la casa preparándose para acostarse. Pasos en la escalera y la voz del ama diciendo:
– Espero que esté cómoda, señorita.
Y la voz de la institutriz de acero aterciopelado contestando:
– Estoy segura, señora Dunne. Le agradezco las molestias que se ha tomado.
– En cuanto a las niñas, señorita Barrow…
– No se preocupe por ellas, señora Dunne. Estarán bien. Buenas noches.
Y después del roce de los pies del ama bajando con tiento por la escalera, el silencio.
Cayó la noche y la casa dormía. Menos nosotras. Como sus demás lecciones, los esfuerzos del ama por enseñarnos que la noche era para dormir habían fracasado, así que no nos asustaba la oscuridad. Pegamos la oreja a la puerta de la institutriz, pero solo oímos las tenues rascaduras de un ratón bajo las tablas del suelo y continuamos nuestra excursión hacia la despensa.
La puerta no se abrió. En toda nuestra vida jamás se había utilizado la cerradura, pero esa noche un rastro fresco de aceite la delató.
Ajena al problema, Emmeline aguardaba pacientemente a que la puerta se abriera, como hacía siempre, convencida de que en unos instantes podría ponerse morada de pan, mantequilla y mermelada.
No había por qué alarmarse. El bolsillo del delantal del ama; ahí estaría la llave. Ahí era donde estaban siempre las llaves: la anilla con las llaves oxidadas y sin usar de las puertas, los cerrojos y los armarios de toda la casa, y pruebas interminables hasta averiguar qué llave correspondía a qué cerradura.
El bolsillo estaba vacío.
Emmeline, algo extrañada por la demora, empezaba a inquietarse.
La institutriz se estaba perfilando como un serio desafío, pero no podría con nosotras. Saldríamos. Siempre nos quedaba la opción de entrar en una de las casas de la aldea para pillar cualquier cosa para comer.
El pomo de la puerta de la cocina empezó a girar, poco después se detuvo. Ni los tirones ni las sacudidas consiguieron liberarlo. Estaba cerrado con candado.
La ventana rota del salón había sido entablada y los postigos del comedor reforzados. Solo quedaba una posibilidad. Nos dirigimos hacia la enorme puerta de doble hoja del vestíbulo. Emmeline me seguía sin hacer ruido, presa del desconcierto. Tenía hambre. ¿A qué venía tanto trajín de puertas y ventanas? ¿Cuánto faltaba para que pudiera atiborrarse de comida? Un rayo de luna, teñido de azul por el cristal tintado de las ventanas del vestíbulo, bastó para iluminar los enormes, pesados e inalcanzables cerrojos en lo alto de las puertas que alguien había lubricado y corrido.
Estábamos atrapadas.
Emmeline habló. «Ñam ñam», dijo. Tenía hambre. Y cuando Emmeline tenía hambre, Emmeline tenía que comer, así de sencillo. Nos vimos en un grave apuro. Tardó mucho, pero finalmente su pequeño cerebro comprendió que la comida que tanto ansiaba no iba a llegar. Una mirada de pasmo asomó en sus ojos. Emmeline abrió la boca y aulló.
El llanto subió por la escalera de piedra, dobló por el pasillo de la izquierda, viajó otro tramo de escalones y se coló por debajo de la puerta del dormitorio de la nueva institutriz.
A ese primer sonido pronto se sumó otro. No los pasos arrastrados y miopes del ama, sino el andar presto y acompasado de Hester Barrow. Un clic, clic, clic pausado y enérgico. Fue bajando un tramo de escalera, continuó avanzando por un pasillo y llegó al descansillo.
Me refugié entre los pliegues de las largas cortinas justo antes de que emergiera en el rellano. Era medianoche. Ahí estaba, en lo alto de la escalera, una figura pequeña y compacta, ni gorda ni delgada, sostenida por un par de piernas robustas y coronada por un semblante sereno y resuelto. Con el cinturón de su bata azul anudado con firmeza y el pelo cuidadosamente cepillado, parecía dormir sentada y lista para enfrentarse rauda a la mañana. Tenía el cabello fino y pegado a la cabeza, la cara redonda y la nariz regordeta. Era una mujer anodina, o algo incluso peor, pero esa característica en Hester no producía, ni de lejos, el mismo efecto que en otras mujeres. Hester atraía las miradas.
Emmeline, al pie de la escalera, estaba sollozando de hambre, pero en cuanto Hester se presentó en todo su esplendor, dejó de llorar y se quedó mirándola aparentemente apaciguada, como si lo que hubiera aparecido ante ella fuera una bandeja repleta de pasteles.
– Me alegro de verte -dijo Hester bajando las escaleras-. Pero dime, ¿quién eres? ¿Adeline o Emmeline?
Emmeline, boquiabierta, no contestó.
– No importa -dijo la institutriz-. ¿Quieres cenar? ¿Dónde está tu hermana? ¿Crees que a ella también querrá cenar?
– Ñam -dijo Emmeline, y yo no supe si era la palabra cenar o la propia Hester la que había provocado aquel sonido de mi hermana.
Hester miró a su alrededor, buscando a la otra gemela. La cortina le pareció eso, una mera cortina, pues tras echarle una fugaz ojeada devolvió toda su atención a Emmeline.
– Ven conmigo -sonrió. Sacó una llave de su bolsillo. Era de un azul plateado limpio, lustroso y brillaba seductor bajo la luz azul.
El truco funcionó.
– Brilla -dijo Emmeline, e ignorando qué era o la magia que podía ejercer, siguió la llave y a Hester con ella por los fríos pasillos hasta la cocina.
En los pliegues de la cortina mis retortijones de hambre se convirtieron en rabia. ¡Hester y su llave! ¡Emmeline! Se estaba repitiendo la historia del cochecito. Era amor.
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