Sin embargo, yo sabía que estaba hablando de mi madre. Lo cierto era que no podía soportar su brillo de hojalata, ni la inmaculada claridad de su casa. Yo vivía entre sombras, me había hecho amiga de mi dolor, pero sabía que en casa de mi madre mi dolor no era bienvenido. A ella le habría encantado tener una hija jovial y habladora cuya alegría le hubiera ayudado a desterrar sus propios miedos. En realidad, mi madre temía mis silencios. Prefería mantenerme alejada.
– Tengo muy poco tiempo -expliqué-. La señorita Winter está impaciente por que prosigamos con el trabajo. Además, solo quedan unas semanas para Navidad. Volveré para entonces.
– Sí -dijo papá-. Falta poco para Navidad.
Parecía triste y preocupado. Sabía que yo era el motivo de su tristeza y su preocupación, y lamentaba no poder hacer nada al respecto.
– He cogido algunos libros para llevármelos a casa de la señorita Winter. Lo he anotado en las fichas.
– Está bien. No te preocupes.
Esa noche, arrancándome de mí sueño, siento una presión en el borde de mi cama. El pico de un hueso apretándose contra mi carne a través de las mantas.
¡Es ella! ¡Por fin ha venido a buscarme!
Solo tengo que abrir los ojos y mirarla, pero el miedo me paraliza. ¿Qué aspecto tendrá? ¿Será como yo? ¿Alta, delgada y de ojos oscuros? ¿O, he ahí mi temor, ha venido directamente desde la tumba? ¿Con qué cosa horrible estoy a punto de encontrarme, de reencontrarme?
El miedo desaparece.
Me he despertado.
Ya no siento la presión a través de las mantas. Solo había existido en mi sueño. No sé si me siento aliviada o decepcionada.
Me levanto, hago la maleta y en la desolación del amanecer invernal caminé hasta la estación para tomar el primer tren al norte.
Cuando había salido de Yorkshire el mes de noviembre avanzaba poco a poco y a mi regreso apenas le quedaban unos días para sumergirse en diciembre.
Diciembre me produce dolores de cabeza y reduce mi apetito ya de por sí escaso. Me mantiene en vela por las noches con su oscuridad húmeda y fría. Inquieta, apenas puedo concentrarme en la lectura. Dentro de mí hay un reloj que empieza a correr el 1 de diciembre, midiendo los días, las horas y los minutos, restando el tiempo que falta para una fecha concreta, la celebración de la fecha en que mi vida se hizo y se deshizo: mi cumpleaños. Detesto diciembre.
Ese año mi aprensión era todavía más intensa debido al tiempo. Un cielo plomizo oprimía la casa, obligándonos a vivir en un eterno crepúsculo. A mi llegada encontré a Judith yendo de una estancia a otra, recogiendo lámparas de mesa, lámparas de pie y lámparas de lectura de las habitaciones de invitados siempre vacías y repartiéndolas por la biblioteca, el salón y mis dependencias. Hacía lo que fuera para mantener a raya la penumbra gris que acechaba en cada recodo, debajo de cada silla, en los pliegues de las cortinas y las jaretas de la tapicería.
La señorita Winter no me preguntó qué había hecho aquellos días; tampoco me habló de la evolución de su enfermedad, pero, pese a la brevedad de mi ausencia, su deterioro era evidente. Los chales de cachemira caían en pliegues aparentemente vacíos sobre su encogido cuerpo y los rubíes y esmeraldas de los dedos parecían haberse dilatado, tanto habían enflaquecido sus manos. La línea blanca visible en la raya del cabello antes de mi partida se había ensanchado y trepaba por cada pelo, diluyendo sus matices metálicos en un tono anaranjado más tenue. Sin embargo, su fragilidad física, la señorita Winter poseía una fuerza y una energía que trascendían la enfermedad y la edad y la hacían poderosa. En cuanto me personé en la biblioteca, sin darme apenas tiempo de tomar asiento y sacar mi libreta, empezó a hablar, retomando la historia donde la había dejado, como si le fuera a estallar por dentro y no pudiera contenerla ni un minuto más.
Tras la marcha de Isabelle, los vecinos coincidieron en que debía hacerse algo por las niñas. Tenían trece años; no era una edad adecuada para dejarlas desatendidas, necesitaban la influencia de una mujer. ¿No convendría enviarlas a un colegio? Pero ¿qué colegio aceptaría a unas niñas como esas? Cuando llegaron a la conclusión de que la idea del colegio era inviable, decidieron que lo mejor sería contratar a una institutriz.
Y encontraron una. Se llamaba Hester. Hester Barrow. No era un nombre bonito; tampoco ella era una muchacha bonita.
El doctor Maudsley se hizo cargo de todo. Charlie, encerrado con su dolor, apenas era consciente de lo que ocurría a su alrededor, y a John-the-dig y el ama, simples sirvientes de la casa, nadie les consultó. El doctor se puso en contacto con el señor Lomax, el abogado de la familia, y entre los dos y con la ayuda del director del banco, llevaron a cabo todas las gestiones.
Nosotras, impotentes, pasivas, compartíamos la expectación, cada una con nuestra mezcla particular de emociones. El ama tenía sentimientos encontrados. Desconfiaba instintivamente de esa extraña que se disponía a entrar en sus dominios y además temía que por la institutriz se descubrieran sus deficiencias, pues llevaba años al frente de la casa y conocía sus limitaciones, pero también abrigaba algunas esperanzas; esperanzas de que la recién llegada inculcara en las niñas cierto sentido de la disciplina y reinstaurara el juicio y los buenos modales en la casa. De hecho, tanto anhelaba un hogar ordenado, bien llevado, que los días anteriores a la llegada de la institutriz le dio por darnos órdenes, como si nosotras fuéramos unas niñas dadas a obedecer. Huelga decir que no le hicimos ni caso.
Los sentimientos de John-the-dig no eran tan contradictorios: simplemente se mostraba hostil ante la novedad. No se dejaba arrastrar por las interminables conjeturas del ama sobre cómo iban a ser las cosas y se abstenía, sirviéndose de su silencio, de alimentar el optimismo que amenazaba con echar raíces en el corazón del ama. «Si es la persona adecuada…» o «A saber lo mucho que podrían mejorar las cosas…», decía ella, pero él se limitaba a mirar por la ventana de la cocina. Cuando el médico le sugirió que recogiera a la institutriz en la estación con la berlina, reaccionó de una manera muy grosera. «No tengo tiempo para ir por el condado recogiendo a condenadas maestrillas», contestó, y el médico se vio obligado a organizarse para poder acudir él personalmente.
John no había vuelto a ser el mismo desde el incidente del jardín de las figuras y entonces, con la inminente llegada de aquel nuevo cambio, pasaba muchas horas solo rumiando acerca de sus propios miedos y preocupaciones con respecto al futuro. Esa intrusa representaba un par de ojos nuevos, un par de oídos nuevos, en una casa donde nadie había mirado ni escuchado como es debido desde hacía años. John-the-dig, acostumbrado a los secretos, intuía problemas.
Todos, a nuestra manera, nos sentíamos intimidados. Todos menos Charlie, claro. Cuando por fin llegó el día, únicamente Charlie se comportó como siempre. Aunque recluido e invisible, su presencia se hacía notar por los ruidos y golpes que de vez en cuando sacudían la casa, un estruendo al que nos habíamos acostumbrado tanto que apenas lo oíamos. En sus desvelos por Isabelle el hombre había perdido la noción del tiempo y la llegada de la institutriz no significaba nada para él.
Esa mañana estábamos haraganeando en uno de los cuartos frontales del primer piso. Lo habrías llamado un dormitorio si la cama hubiese asomado por debajo de la pila de trastos que se habían amontonado encima de la manera en que se amontonan los trastos a lo largo de las décadas. Emmeline estaba deshaciendo con las uñas los hilos de plata que bordaban el estampado de las cortinas. Cuando conseguía liberar uno, se lo guardaba furtivamente en el bolsillo para añadirlo más tarde al tesoro que escondía bajo su cama. De pronto algo interrumpió su concentración. Llegaba alguien, y comprendiera o no lo que eso significaba, se le había contagiado la expectación que flotaba en la casa.
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