Diane Setterfield - El cuento número trece

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El cuento número trece: краткое содержание, описание и аннотация

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Entre mentiras, recuerdos e imaginación se teje la vida de la señora Winter, una famosa novelista ya muy entrada en años que pide ayuda a Margaret, una mujer joven y amante de los libros, para contar por fin la historia de su misterioso pasado.
«Cuénteme la verdad», pide Margaret, pero la verdad duele, y solo el día en que Vida Winter muera sabremos qué secretos encerraba Él cuento número trece, una historia que nadie se había atrevido a escribir.
Después de cinco años de intenso trabajo;, Diane Setterfield ha logrado el aplauso de los lectores y el respeto de los críticos con una primera novela que pronto sé convertirá en un clásico.

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Tras recorrer unos cientos de metros las verjas de la casa del guarda aparecieron ante mi vista. Las verjas propiamente dichas no solo estaban cerradas, sino soldadas al suelo y entre sí por retorcidas vueltas de hiedra que entraban y salían de la elaborada artesanía de metal. Sobre las verjas, dominando la carretera, se alzaba un arco de piedra clara cuyos extremos terminaban en sendos edificios pequeños, de una sola estancia, provistos de ventanas. De una de ellas pendía una hoja de papel. Como lectora empedernida que soy, no pude resistir la tentación, así que me encaramé a la hierba alta y húmeda para leerla. Pero era un aviso fantasma. Todavía podía verse el logotipo policromo de una constructora, pero debajo solo podían distinguirse dos manchas grises que parecían párrafos y, una pizca más oscura, la sombra de una firma. Debían de haber sido letras, pero varios meses de fuerte sol habían desteñido su significado.

Estaba segura de que tendría que caminar un largo tramo alrededor de la linde para dar con una entrada, pero apenas después de unos pasos llegué a una pequeña puerta de madera abierta en un muro con un simple pestillo para asegurarla. En un instante ya estaba dentro.

En el camino que en otros tiempos había sido de grava, las piedrecillas se mezclaban con parches de tierra desnuda y hierba achaparrada. Conducía, dibujando una larga curva, hasta una pequeña iglesia de piedra y sílex con un cementerio, después doblaba en la otra dirección y transcurría por detrás de una franja de árboles y arbustos que ocultaban la vista. La maleza invadía ambos lados del camino; ramas de matorrales diversos se peleaban por un espacio mientras, a sus pies, el pasto y la mala hierba penetraban en todos los huecos que podían encontrar.

Me encaminé hacia la iglesia. Reconstruida en la época victoriana, conservaba la sobriedad de sus orígenes medievales. Pequeño y compacto, el capitel se dirigía hacia el cielo sin tratar de agujerearlo. La iglesia estaba situada en el vértice de la curva de grava; cuando estuve algo más cerca desvié la mirada de la entrada del cementerio hacia la vista que se estaba abriendo a mi otro lado. Con cada paso que daba el panorama se ampliaba un poco más, hasta que finalmente la mole de piedra clara que era la casa de Angelfield apareció ante mis ojos. Me detuve en seco.

La casa descansaba en un ángulo inverosímil. Si llegabas por el camino de grava ibas a parar a una esquina del edificio, y no estaba claro qué lado era la fachada. Parecía como si la casa supiera que debía recibir a sus visitantes de cara, pero en el último momento no pudiera reprimir el impulso de darse la vuelta y mirar hacia el parque de ciervos y los bosques que se extendían más allá de los bancales. El visitante no era recibido por una cálida sonrisa, sino por una espalda fría.

Los demás detalles de su aspecto externo solo hacían que aumentar esa sensación de inverosimilitud. La planta era asimétrica. Tres grandes salientes, de cuatro plantas de altura cada uno, sobresalían del cuerpo principal, y sus doce ventanas anchas y altas eran el único toque de orden y armonía que ofrecía la fachada. En el resto de la casa las ventanas estaban repartidas sin orden ni concierto, no había dos iguales, ninguna coincidía con su vecina de arriba o de abajo, de la derecha o de la izquierda. Por encima de la tercera planta una balaustrada trataba de envolver la dispar arquitectura en un único abrazo, pero aquí y allá una piedra prominente, un saliente o una ventana absurda echaban por tierra su esfuerzo, así que la balaustrada desaparecía para arrancar de nuevo en el otro lado del obstáculo. Por encima de ella se elevaba un horizonte irregular de torres, atalayas y chimeneas de color miel.

¿Una casa en ruinas? La mayor parte de la piedra dorada tenía un aspecto tan limpio y fresco que parecía recién salida de la cantera. Lógicamente, la intrincada sillería de las atalayas estaba algo desgastada y la balaustrada se estaba desmoronando en algunas partes, pero no podía decirse que el estado de la casa fuera ruinoso. Al verla con el cielo azul de fondo, los pájaros sobrevolando las torres y rodeada de hierba verde, no me costó nada imaginármela habitada.

Entonces me puse las gafas y comprendí.

Las ventanas no tenían vidrios y los marcos estaban, cuando no podridos, calcinados. Lo que había tomado por sombras sobre las ventanas del ala derecha eran manchas de tizne. Y los pájaros que hacían piruetas en el cielo no descendían en picado detrás de la casa, sino dentro de ella. El edificio no tenía tejado. No era una casa, era su estructura.

Volví a quitarme las gafas y el lugar se transformó en una impecable casa isabelina. ¿Sería posible sentir alguna inquietante amenaza si el cielo estuviera teñido de añil y la luna desapareciera de repente detrás de las nubes? Tal vez. Pero dibujada contra aquel cielo azul, la casa era la imagen de la inocencia.

Una barrera bloqueaba el camino. Tenía colgado un aviso. «Peligro. No pasar». Al reparar en la ranura donde convergían las dos secciones de la barrera, retiré una, entré y la volví a colocar en su sitio.

Después de doblar la fría esquina fui a parar a la fachada de la casa Entre el primer y el segundo saliente seis escalones bajos y anchos conducían a una puerta de madera de doble hoja. Los escalones estaban flanqueados por dos pedestales bajos sobre los que descansaban sendos gatos enormes, esculpidos en un material oscuro y lustroso. Las curvas de su anatomía estaban talladas con tanto realismo que cuando deslicé mis dedos por la superficie de uno de ellos casi esperé tocar pelo y la fría dureza de la piedra me sobresaltó.

La ventana de la planta baja del tercer saliente era la que tenía las manchas de tizne más oscuras. Encaramada a un trozo caído de mampostería, alcancé la altura suficiente para asomarme al interior. Aquella visión me produjo un profundo desasosiego. El concepto de habitación reúne algo universal, algo familiar para todos. Aunque mi dormitorio sobre la librería, mi dormitorio de la infancia en casa de mis padres y mi dormitorio en casa de la señorita Winter difieren enormemente, los tres comparten ciertos elementos, elementos que permanecen invariables en todas partes y para todas las personas. Hasta un campamento temporal tiene algo en lo alto para resguardar de la intemperie, un espacio para que la persona entre, se mueva y salga, y algo que le permite diferenciar el interior del exterior. Allí no había nada de eso.

Las vigas se habían desmoronado, algunas solo por un extremo, de tal manera que cortaban el espacio en diagonal y descansaban sobre los montones de mampostería, carpintería y demás materiales confusos que llenaban la habitación hasta la altura de la ventana. Viejos nidos de pájaro ocupaban algunos rincones y recovecos. Probablemente los pájaros habían llevado semillas consigo; la nieve y la lluvia habían entrado a raudales junto con la luz del sol, así que por increíble que pareciera en ese espacio ruinoso estaban creciendo plantas; divisé las ramas marrones de una budelia y saúcos larguiruchos que apuntaban hacia la luz. La hiedra trepaba por las paredes como si fuera el dibujo de un papel pintado. Estirando el cuello miré hacia arriba y ante mi vista se abrió un oscuro túnel. Las cuatro paredes seguían intactas, pero no vi ningún techo, solo cuatro vigas gruesas espaciadas de un modo irregular seguidas de otro espacio vacío coronado por algunas vigas más, y así sucesivamente. Al final del túnel había luz. Era el cielo.

Ni siquiera un fantasma podría sobrevivir en aquel lugar.

Resultaba casi imposible imaginar que en otros tiempos allí había habido cortinajes, tapices, muebles y cuadros; que arañas de luces habían iluminado lo que ahora iluminaba el sol. ¿Qué había sido esa estancia? ¿Un salón, una sala de música, un comedor?

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