Marc Levy - Mis Amigos, Mis Amores

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Antoine y Mathias no han perdido el contacto desde que se conocieron de niños. Ahora, ya treintañeros, siguen compartiendo muchas cosas, pues ambos han pasado por un divorcio y por la experiencia de ser padres: Antoine, de un niño llamado Louis, y Mathias, de una niña llamada Emily. Pero mientras que Antoine se fue a vivir con su hijo a Londres, Mathias sigue residiendo en su París natal, cada vez más insatisfecho con su trabajo y teniendo que soportar que su hija viva también en la capital inglesa. Por eso cuando Antoine le propone regentar una pequeña librería en Londres, él acaba aceptando la oferta. Sin embargo, sus planes se ven trastocados por la decisión de su ex mujer de trasladarse a París por motivos laborales y de pedirle que se haga cargo él de Emily, para que la niña no tenga que adaptarse de nuevo a un cambio de hogar y colegio. Esto dará pie a que Mathias y Antoine decidan pasar de ser vecinos a vivir en la misma casa para así criar juntos a sus hijos. Eso sí, comprometiéndose a respetar dos reglas básicas de convivencia: no contratar a una canguro y no traer mujeres a casa.

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– ¿Cuánto tiempo? -preguntó Audrey mientras se sentaba.

– Tanto tiempo como queramos.

Se había levantado viento, y ella se estremeció.

– ¿Y cuando llegue el invierno? -preguntó ella.

– Te abrazaré un poco más fuerte.

Audrey se inclinó hacia él para susurrarle una idea mejor. Si corrían para coger el autobús que se veía a lo lejos, podrían llegar a la habitación de Brick Lane en una media hora a lo sumo. Mathias la miró, sonrió y se volvió a poner en marcha.

El autobús se detuvo frente a la parada. Audrey subió por la entrada trasera; Mathias se quedó en la acera. Por su mirada, ella comprendió sus intenciones y le hizo una señal al revisor para que no diera todavía la señal de partida. Puso un pie en la calzada.

– Quiero que sepas que el día de ayer no fue un fiasco en absoluto -le confió ella al oído.

Mathias no respondió nada; Audrey le puso una mano en la mejilla y le acarició los labios.

– París sólo está a dos horas y cuarenta minutos -dijo ella.

– Entra, estás temblando.

Cuando el autobús se alejó, Mathias agitó la mano y esperó a que Audrey hubiera desaparecido.

Volvió a sentarse en el banco de la pequeña plaza de West-Bourne Grove y miró a la pareja de enamorados que paseaba frente a él. Al registrar su bolsillo buscando alguna moneda para poder volver a casa, encontró un trozo de papel: «También yo”.

Capítulo 11

El día llegaba a su fin. Sophie acompañó a Antoine y a los niños hasta la puerta de la casa. A Louis le habría gustado que le ayudara a hacer los deberes, pero le explicó que también ella tenía sus propios deberes.

– ¿No te quieres quedar un rato? -insistió Antoine.

– No, me voy a casa, estoy cansada.

– ¿Merecía la pena abrir en domingo?

– He obtenido parte de los beneficios del mes, así podré cerrar algunos días.

– ¿Te vas de vacaciones?

– De fin de semana.

– ¿Dónde?

– Todavía no lo sé, es una sorpresa.

– ¿El hombre de las cartas?

– Sí, el hombre de las cartas, como dices tú; voy a reunirme con él en París y después me llevará a algún sitio.

– ¿Y no sabes adonde? -insistió Antoine.

– Si lo supiera ya, no sería una sorpresa.

– Espero que me lo cuentes a la vuelta.

– Tal vez. De repente, te veo muy curioso.

– Perdona mi indiscreción -repuso Antoine-, me meto donde no me llaman. Al fin y al cabo sólo llevo haciendo de Cyrano de Bergerac desde hace seis meses, escribiendo esas cartas de amor en tu lugar; no veo por qué eso habría de darme algún derecho a compartir las buenas noticias… Ah, pero cuando uno se va de fin de semana, sobre todo, no debo preguntar nada, sólo debo aprovechar tu ausencia para rellenar mi pluma, pues cuando vuelvas, en el momento en que lo añores o sientas morriña, vendrás a pedirme que vuelva a coger mi pluma y que escriba una nueva carta que haga que se enamore todavía un poco más, pero en el momento en que vuelva a invitarte a pasar un fin de semana, no te molestes en decirme nada.

Con los brazos cruzados, Sophie miraba fijamente a Antoine.

– ¿Ya está, has terminado?

Antoine no respondió, no apartaba la mirada de la punta de sus zapatos, y la expresión de su rostro hacía que se pareciera en cada rasgo a su hijo. A Sophie le costaba mantener su seriedad. Lo besó en la frente y se alejó calle abajo.

La noche caía sobre Westbourne Grove. Una joven que llevaba un abrigo demasiado grande para ella se sentó en el banco que había delante de la parada del autobús.

– ¿Tiene usted frío? -preguntó ella.

– No, estoy bien -respondió Mathias.

– Pues nadie lo diría.

– Hay domingos así.

– Sí, yo he tenido muchos -dijo la joven, levantándose.

– Buenas noches -dijo Mathias.

– Buenas noches -dijo la joven.

Él la saludó con un gesto de cabeza; ella hizo lo mismo y subió al autobús que acababa de llegar. Mathias la vio irse y se preguntó dónde había podido conocerla.

Después de la cena, los niños se habían dormido en el sofá, agotados tras la tarde en el parque. Antoine los llevó a su cama. De vuelta al salón, disfrutaba de un momento de calma. Se fijó en la cartera de Mathias, que se había dejado olvidada en la cesta que les servía para dejar las llaves y lo que uno lleva en el bolsillo. La abrió y tiró lentamente de la esquina de una foto que sobresalía. En esa foto arrugada por su antigüedad, Valentine sonreía con las manos colocadas sobre su barriga redondeada; era el testimonio de otros tiempos. Antoine volvió a poner la foto en su sitio.

Yvonne entró en la ducha y abrió el grifo. El agua cayó sobre su cuerpo. Antoine le había salvado el servicio; algunas veces se preguntaba qué haría ella si él no estuviera ahí.Volvió a pensar en sus salmones cocidos al vapor del lavavajillas y se echó ella sola a reír. Un ataque de tos calmó rápidamente el ardor de su risa loca. Agotada pero de buen humor, cerró el agua, se puso una toalla y fue a acomodarse en su cama. La puerta del final del pasillo acababa de cerrarse. La chica a la que había prestado la habitación junto al rellano debía de haber vuelto. Yvonne no sabía gran cosa sobre ella, pero tenía la costumbre de fiarse de su instinto. Aquella pequeña necesitaba sólo que le echaran una mano para solucionar sus problemas. Y después de todo, ella también obtenía su provecho. Su presencia le iba bien; desde que John no estaba en la librería, el peso de la soledad se hacía notar cada vez más a menudo.

Enya se quitó la chaqueta y se echó sobre su cama. Cogió los billetes del bolsillo de sus téjanos y los contó. El día había sido bueno, las propinas de los clientes del restaurante de West-Bourne Grove donde había hecho una sustitución eran suficientes como para vivir toda la semana. El patrón estaba contento con ella y le había propuesto trabajar también el siguiente fin de semana.

Un destino irónico el de Enya: hacía diez años, su familia había muerto de hambre tras no resistir un verano sin cosecha. Una joven médica la había recogido en un campamento de refugiados.

Una noche, con la ayuda de la doctora francesa, se había escondido en un camión que se iba. En ese momento, había empezado el largo éxodo que, durante meses, la llevaría hacia el norte, huyendo del sur. Con sus compañeros de viaje no compartía la desgracia, sino la esperanza de descubrir un día lo que era la abundancia.

En Tánger cruzó el mar. Otro país, otros valles, los Pirineos. Un pastor le había revelado que, en otros tiempos, pagaban a su abuelo para hacer el camino contrario; la historia podía cambiar, pero no la suerte de los hombres.

Un amigo le había dicho que, al otro lado del canal de la Mancha, encontraría lo que siempre había buscado: el derecho de ser libre y de ser quien era. En las tierras de Albión, los hombres de todas las etnias, de todas las religiones vivían en paz respetándose unos a otros, así que embarcó, esa vez, rumbo a Caláis, bajo los bojes de un tren. Y cuando, agotada, se dejó caer sobre los raíles ingleses, supo que el éxodo había llegado a su fin.

Aquella noche, feliz, miraba a su alrededor: una cama estrecha pero con sábanas limpias, una pequeña mesa con un bonito ramo de violetas que alegraba la habitación, un ventanuco a través del cual, si uno se inclinaba un poco, se podían ver los techos del barrio. La habitación era bastante bonita; su patrona, discreta, y el tiempo que vivía desde hacía unos días tenía aires primaverales.

Audrey intentó encajar las cintas de vídeo entre dos jerséis y tres camisetas que había enrollado. Tenía dificultades para encontrarles sitio en la maleta a las compras efectuadas aquí y allá durante el mes que había pasado en Londres.

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