Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Cuando la noticia de mi nacimiento llegó a oídos del doctor Xia, éste exclamó: «Ah, ha nacido otro cisne salvaje.» Así, recibí el nombre de Er-hong, que significa «Segundo Cisne Salvaje».

Le elección de mi nombre fue prácticamente la última acción que realizó el doctor Xia en su larga vida. Murió cuatro días después de mi nacimiento, a los ochenta y dos años de edad. Se encontraba reclinado sobre la cabecera de la cama, bebiendo un vaso de leche. Mi abuela salió unos instantes de la estancia, y cuando regresó para recoger el vaso vio que la leche se había derramado y que el vaso había caído al suelo. Murió instantáneamente y sin dolor.

En China, los funerales constituían acontecimientos sumamente importantes. La gente corriente llegaba a menudo a arruinarse con tal de organizar una grandiosa ceremonia, y mi abuela había amado profundamente al doctor Xia y quería hacerle todos los honores. Hubo tres cosas en las que insistió como inexcusables: en primer lugar, un buen féretro; segundo, que éste fuera transportado en angarillas por porteadores y no arrastrado en carro; y tercero, que hubiera monjes budistas que cantaran los sutras funerarios y músicos que tocaran el suona, un estridente instrumento de viento-madera empleado tradicionalmente en los funerales. Mi padre asintió a la primera y segunda de sus demandas, pero se negó a la tercera. Los comunistas consideraban toda ceremonia extravagante un gasto absurdo y feudal. Tradicionalmente, sólo las personas de muy baja condición eran enterradas en silencio. El ruido se consideraba un elemento importante de todo funeral, ya que lo convertía en un acontecimiento público: ello le proporcionaba «apariencia» y demostraba también respeto por el fallecido. Mi padre insistió en que no habría ni monjes ni suona, y entre él y mi abuela se desató una disputa colosal. Para ella, aquellas tres condiciones resultaban elementos esenciales a los que no pensaba renunciar. En mitad de la discusión, se desmayó a causa de la ira y la aflicción. Otro de los motivos de su angustia era el hecho de verse sola en el momento más amargo de su vida. No le reveló a mi madre lo que había ocurrido por miedo a apenarla, y la circunstancia de que ésta se encontrara en el hospital obligó a mi abuela a enfrentarse directamente con mi padre. Después del funeral, sufrió una depresión nerviosa y hubo de ser hospitalizada durante casi dos meses.

El doctor Xia fue enterrado en un cementerio situado en la cima de una colina, en la linde de Yibin, sobre el Yangtzé. Su tumba fue excavada a la sombra de pinos, cipreses y alcanforeros. Durante el corto tiempo que había pasado en Yibin, el doctor Xia se había ganado el cariño y el respeto de todos aquellos que le conocieron. Cuando murió, el director de la casa de huéspedes en la que había vivido se ocupó de organizar todo para que mi abuela no tuviera que molestarse y ordenó a sus empleados que acompañaran la silenciosa procesión funeraria.

El doctor Xia había disfrutado de una vejez feliz. Le encantaba Yibin y había disfrutado intensamente con todas las flores exóticas que prosperaban en aquel clima subtropical tan distinto del de Manchuria. Había gozado hasta el último momento de una salud extraordinaria. En Yibin -con su casa y patio propios y libres de gastos- había llevado una buena vida; él y mi abuela habían estado bien atendidos, y habían recibido siempre un abundante suministro de alimentos. En una sociedad carente de Seguridad Social, el sueño de todo chino consistía en recibir los cuidados oportunos durante la vejez, y el doctor Xia lo había conseguido, lo que no dejaba de ser un logro considerable.

El doctor Xia se había llevado muy bien con todo el mundo, incluyendo a mi padre, quien le respetaba profundamente como hombre de principios. El doctor Xia consideraba a mi padre un hombre sumamente culto. Solía decir que había visto muchos funcionarios en su vida, pero nunca uno como mi padre. La sabiduría popular afirmaba que «no hay funcionario incorrupto», pero mi padre nunca se había aprovechado de su posición, ni siquiera para salvaguardar los intereses de su familia.

Los dos hombres solían hablar durante horas. Compartían numerosos valores éticos pero, mientras los de mi padre aparecían disfrazados de ideología, los del doctor Xia se basaban en conceptos humanitarios. En cierta ocasión, el doctor Xia le dijo a mi padre:

– Creo que los comunistas han hecho muchas cosas buenas. Pero también habéis matado a demasiada gente. Gente que no debería haber muerto.

– ¿Como quién? -preguntó mi padre.

– Como los maestros de la Sociedad de la Razón.

La Sociedad de la Razón había sido la secta cuasi religiosa a la que había pertenecido el doctor Xia. Sus líderes habían sido ejecutados como parte de la campaña destinada a «eliminar contrarrevolucionarios». El nuevo régimen había suprimido todas las sociedades secretas debido a que éstas exigían la lealtad de sus miembros, y los comunistas no querían lealtades divididas.

– No eran malas personas, y debíais haber permitido la existencia de la Sociedad -añadió el doctor Xia.

Se produjo una larga pausa. Mi padre intentó defender a los comunistas, diciendo que la lucha contra el Kuomintang había sido una cuestión de vida o muerte. El doctor Xia podía advertir que ni siquiera él estaba completamente convencido de lo que decía, pero que sentía que debía defender al Partido.

Cuando mi abuela abandonó el hospital marchó a vivir con mis padres. Con ella se trasladaron asimismo mi hermana y su nodriza. Yo compartía una habitación con mi propia ama de cría, una mujer que había tenido a su propio hijo doce días antes de mi nacimiento y había aceptado el trabajo porque necesitaba dinero desesperadamente. Su esposo, un obrero manual, estaba en la cárcel por jugar y traficar con opio, actividades ambas ilegalizadas por los comunistas. Yibin, con una cifra estimada de veinticinco mil adictos, había sido uno de los principales centros de comercio de opio, sustancia que anteriormente había circulado como el papel moneda. El tráfico de opio se había hallado estrechamente relacionado con el gangsterismo, y había servido para cubrir una parte sustancial del presupuesto del Kuomintang. A los dos años de su llegada a Yibin, los comunistas habían erradicado la costumbre de fumar opio.

Para alguien situado en la posición de mi nodriza no había Seguridad Social ni subsidio de paro. Sin embargo, cuando entró a trabajar para nosotros el Estado le pagaba un salario que ella enviaba a su suegra, a quien había dejado al cuidado de su propio bebé. Mi nodriza era una mujer diminuta de piel suave, ojos extrañamente grandes y redondos y un pelo largo y exuberante que mantenía recogido en un moño. Era una mujer sumamente bondadosa, y me trataba como si yo fuera su propia hija.

Tradicionalmente, los hombros cuadrados se consideraban feos en una muchacha, por lo que los míos fueron fuertemente atados para obligarlos a adoptar la inclinación deseada. Las ataduras me hacían llorar con tanta fuerza que la nodriza solía desatarme los brazos y los hombros, permitiéndome que saludara con la mano y me abrazara a la gente que entraba en la casa, cosa que me gustó hacer desde muy pequeña. Mi madre siempre atribuyó mi carácter extrovertido al hecho de haberse sentido feliz durante mi embarazo.

Vivíamos en la mansión del antiguo terrateniente, en la que mi padre había instalado su despacho. Tenía un enorme jardín en el que crecían pimenteros chinos, bosquecillos de bananos y montones de flores y plantas subtropicales de dulce aroma que cuidaba un jardinero a sueldo del Gobierno. Mi padre cultivaba sus propios tomates y chiles. Disfrutaba de su trabajo, pero también era uno de sus principios que todo funcionario comunista debía realizar alguno de los trabajos físicos que tan despreciados habían sido en otra época por los mandarines.

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