Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Mi madre estaba encantada de tener con ella a mi abuela y al doctor Xia, a quien adoraba. Se mostró especialmente feliz de que hubieran podido alejarse de Jinzhou, ya que acababa de estallar la guerra en Corea, a las puertas de Manchuria. Había habido un momento, a finales del año 1950, en que las tropas norteamericanas se habían estacionado en las márgenes del río Yalu, en la frontera entre Corea y China y habían bombardeado y arrasado con sus aviones diversas poblaciones de Manchuria.

Una de las primeras cosas que quiso saber mi madre fue qué había sido del joven coronel Hui-ge. Se mostró desconsolada al enterarse de que había sido ejecutado por un pelotón de fusilamiento junto a la curva del río que había frente a la puerta oeste de Jinzhou.

Para los chinos, una de las peores cosas que podían ocurrir era no contar con un funeral apropiado. Creían que los muertos no podían hallar la paz hasta que su cuerpo se encontrara cubierto y reposando en la profundidad de la tierra. Se trataba de una creencia religiosa, pero también poseía un aspecto práctico: un cuerpo no enterrado estaba condenado a ser despedazado por los perros salvajes y a ver sus huesos picoteados por los pájaros. Antiguamente, los cuerpos de los ejecutados habían sido expuestos durante tres días como ejemplo para la población, tras lo cual eran recogidos y sometidos a un somero enterramiento. Ahora, los comunistas habían emitido una orden según la cual las familias debían enterrar inmediatamente a todo pariente ejecutado. Si no podían hacerlo, la tarea era llevada a cabo por sepultureros contratados por el Gobierno.

Mi abuela había acudido personalmente al lugar de la ejecución. El cuerpo de Hui-ge, acribillado a balazos, había sido abandonado en el suelo en compañía de otros muchos. Había sido fusilado con otras quince personas, y su sangre había manchado de rojo oscuro la blanca nieve. En la ciudad ya no quedaba nadie de su familia, por lo que mi abuela contrató a unos sepultureros profesionales para que le proporcionaran un entierro digno. Ella misma llevó una larga pieza de seda roja en la que envolver su cadáver. Mi madre le preguntó si entre los fusilados habían visto a más personas conocidas. Así era. Mi abuela se había tropezado con una mujer a la que conocía, la cual había acudido a recoger los cuerpos de su marido y de su hermano. Ambos habían sido jefes de distrito del Kuomintang.

Mi madre se sintió igualmente horrorizada al enterarse de que mi abuela había sido denunciada… ¡por su propia cuñada, la esposa de Yu-lin! Ésta llevaba tiempo sintiéndose explotada por mi abuela, ya que se veía obligada a realizar todos los trabajos duros del hogar mientras, según ella, mi abuela hacía una vida de gran señora. Dado que los comunistas habían animado a todos a que denunciaran «la opresión y la explotación», la señora de Yu-lin encontró un marco político en el que descargar sus rencores. Cuando mi abuela recogió el cadáver de Hui-ge, la señora Yu-lin la denunció por mostrar una disposición favorable hacia un criminal. El vecindario convocó una «asamblea de lucha» destinada a «ayudar» a mi abuela a comprender sus «faltas». Ella hubo de asistir pero, sabiamente, decidió no decir nada y fingir que aceptaba humildemente las críticas. Interiormente, sin embargo, hervía de furia contra su cuñada y los comunistas.

El episodio no contribuyó a mejorar las relaciones entre mi abuela y mi padre. Cuando éste descubrió lo que había hecho montó en cólera y dijo que la anciana sentía más simpatía hacia el Kuomintang que hacia los comunistas. Sin embargo, resultaba evidente que experimentaba también una punzada de celos: mi abuela apenas le dirigía la palabra, pero había sentido en tiempos un profundo afecto por Hui-ge y le había considerado un buen partido para mi madre.

Ésta se vio arrinconada entre ambos fuegos, así como entre sus sentimientos personales, su amargura por la muerte de Hui-ge, sus sentimientos políticos y su dedicación a la causa comunista.

La ejecución del coronel había formado parte de una campaña destinada a suprimir a los contrarrevolucionarios. Su objetivo era eliminar a todos aquellos defensores del Kuomintang que habían ejercido algún poder o influencia, y había sido desencadenada como consecuencia de la guerra de Corea, iniciada en junio de 1950. Cuando las tropas de los Estados Unidos llegaron hasta la frontera con Manchuria, Mao temió que Norteamérica pudiera atacar China, lanzar los ejércitos de Chiang Kai-shek contra el continente o ambas cosas a la vez. Por ello, envió a Corea más de un millón de hombres para luchar contra Estados Unidos del lado de los norcoreanos.

Aunque el Ejército de Chiang Kai-shek nunca llegó a atacar desde Taiwan, los Estados Unidos sí organizaron una invasión en el sudoeste de China con fuerzas del Kuomintang procedentes de Burma. En las zonas costeras eran igualmente frecuentes los ataques aéreos, a los que hubo que añadir el envío de numerosos agentes secretos y varios actos de sabotaje. Aún merodeaban gran cantidad de bandidos y soldados del Kuomintang, y en las tierras del interior se producían rebeliones de cierta importancia. A los comunistas les inquietaba que los simpatizantes del Kuomintang pudieran intentar derribar su nuevo y recién establecido orden, así como que Chiang Kai-shek pudiera intentar el regreso y todos ellos se agruparan para formar una quinta columna. Asimismo, querían demostrar a la gente que habían alcanzado el poder dispuestos a conservarlo, y la eliminación de sus oponentes constituía un modo de transmitir a la población esa sensación de estabilidad que tanto había anhelado. No obstante, las opiniones se hallaban divididas acerca del grado de severidad necesario. El nuevo Gobierno decidió no mostrarse pusilánime. Como se afirmaba en un documento oficial: «Si no los matamos, serán ellos quienes regresen y nos maten a nosotros.»

A mi madre no le convencía el argumento, pero decidió que no valía la pena discutir de ello con mi padre. De hecho, apenas le veía, ya que éste pasaba largo tiempo en el campo enfrentándose a diversos problemas. Incluso cuando estaba en la ciudad, rara vez podía estar con ella. Se suponía que los funcionarios debían trabajar desde las ocho de la mañana hasta las once de la noche, siete días a la semana, y siempre había uno de los dos que llegaba a casa tan tarde que casi no tenían tiempo de hablar. Su hija no vivía con ellos, y ambos almorzaban en la cantina, por lo que no disfrutaban de lo que hubiera podido llamarse vida familiar.

Completada ya la reforma agraria, mi padre hubo de partir de nuevo, esta vez para supervisar la construcción de la primera carretera propiamente dicha con que contaría la región. Al principio, el único enlace entre Yibin y el mundo exterior había sido el río. El Gobierno decidió construir una carretera que conectara con el Sur y la provincia de Yun-nan. En un año, y sin utilizar maquinaria alguna, se construyeron más de ciento treinta kilómetros de carretera a través de un terreno sumamente ondulado atravesado por numerosos ríos. La mano de obra se componía de campesinos que trabajaban a cambio de comida.

Durante las excavaciones, los campesinos toparon con el esqueleto de un dinosaurio, él cual resultó ligeramente dañado. Mi padre realizó una autocrítica y se aseguró de que fuera cuidadosamente excavado y enviado a un museo de Pekín. También envió soldados para montar guardia en algunas tumbas que se remontaban al año 200 y de las que los campesinos habían estado retirando ladrillos para construir cochiqueras.

Un día, dos campesinos resultaron muertos por un corrimiento de tierras. Mi padre caminó toda la noche por senderos de montaña hasta llegar a la escena del accidente. Era la primera vez que los campesinos locales veían a un funcionario del rango de mi padre, y se sintieron conmovidos al comprobar lo preocupado que se mostraba por su bienestar. En el pasado había sido un hecho asumido que los funcionarios tan sólo se interesaban por llenarse los bolsillos, y al ver el gesto de mi padre los habitantes de la localidad comenzaron a pensar que los comunistas eran una gente magnífica.

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