Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Entretanto, una de las tareas principales de mi madre consistía en obtener apoyo para el nuevo Gobierno, especialmente entre los obreros de las fábricas. Desde comienzos de 1951 había estado visitando factorías, pronunciando discursos, escuchando quejas y resolviendo problemas. Su labor incluía explicar a los jóvenes obreros qué era el comunismo y animarles a unirse a la Liga de Juventudes y al Partido. Vivió largas temporadas en dos fábricas, ya que se esperaba de los comunistas que vivieran y trabajaran entre obreros y campesinos -tal y como solía hacer mi padre- para conocer sus necesidades.

Nada más salir de la ciudad había una fábrica dedicada a la construcción de circuitos aislantes. Al igual que en muchas otras fábricas, sus condiciones de vida eran espantosas, y docenas de mujeres se veían forzadas a dormir en un enorme cobertizo construido de paja y bambú. La comida era menos que insuficiente: a pesar del agotador trabajo que realizaban, las obreras apenas obtenían carne un par de veces al mes. Muchas de ellas debían permanecer de pie sobre un charco de agua fría durante ocho horas seguidas lavando los aislantes de porcelana. La malnutrición y la falta de higiene habían convertido la tuberculosis en una enfermedad corriente. Los cuencos y los palillos nunca se lavaban adecuadamente, y se almacenaban siempre mezclados unos con otros.

En marzo, mi madre comenzó a escupir un poco de sangre. Supo inmediatamente que había contraído la tuberculosis, pero siguió trabajando. Se sentía feliz porque nadie se entrometía en su vida. Creía en lo que estaba haciendo, y se mostraba emocionada por el resultado de su esfuerzo: las condiciones de trabajo de la fábrica mejoraban, las jóvenes obreras la apreciaban, y gracias a ella muchas anunciaron su fidelidad a la causa comunista. Se hallaba sinceramente convencida de que la revolución necesitaba su devoción y autosacrificio, y trabajaba durante todo el día, siete días a la semana. Sin embargo, tras varios meses de esfuerzo ininterrumpido resultó evidente que se encontraba sumamente enferma. En sus pulmones se habían formado cuatro cavidades, y con la llegada del verano descubrió que estaba embarazada de mí.

Un día de finales de noviembre, mi madre se desmayó en la puerta de entrada a la fábrica. Rápidamente, fue trasladada a un pequeño hospital de la ciudad construido originariamente por unos misioneros extranjeros. Allí recibió los cuidados de un grupo de chinos católicos. Quedaban aún un sacerdote y unas cuantas monjas europeas que vestían hábitos religiosos. La señora Ting animó a mi abuela para que le llevara alimentos, y mi madre comenzó a comer en cantidades enormes: algunos días consumía un pollo entero, diez huevos y casi medio kilo de carne. Como resultado, mi desarrollo alcanzó proporciones gigantescas en el interior de su útero, y ella misma engordó trece kilos y medio.

El hospital contaba con ciertas cantidades de medicamentos norteamericanos para hacer frente a la tuberculosis. Un día, la señora Ting irrumpió por las buenas y se hizo con un lote de los mismos para mi madre. Cuando mi padre lo descubrió, pidió a la señora Ting que devolviera al menos la mitad, pero ella le espetó: «¿Y qué sentido tiene eso? Lo que me he llevado ni siquiera es suficiente para una persona. Si no lo crees, ve y pregúntaselo al doctor. Además, tu mujer trabaja bajo mis órdenes y cualquier decisión acerca de ella me corresponde a mí.» Mi madre se mostró inmensamente agradecida a la señora Ting por enfrentarse a mi padre. Éste no insistió. Evidentemente, sus sentimientos estaban divididos entre la inquietud que le producía el estado de salud de mi madre y sus propios principios, según los cuales los intereses de su esposa no debían anteponerse a los de las personas corrientes, por lo que cierta cantidad de aquellos medicamentos hubiera debido reservarse para otros.

Gracias a mi enorme tamaño y al modo en que crecía -en sentido ascendente-, las cavidades de sus pulmones se comprimieron y comenzaron a cicatrizar. Los médicos le dijeron que debía agradecérselo a su bebé, pero mi madre pensó que el mérito correspondía probablemente a la medicina norteamericana que había podido tomar gracias a la señora Ting. Permaneció en el hospital durante tres meses, hasta febrero de 1952, época en la que su embarazo contaba ya ocho meses. Un día recibió repentinamente la orden de partir «por su propia seguridad». Una amiga le contó en secreto que en Pekín habían descubierto algunas armas en la residencia de un sacerdote extranjero, y que todos los sacerdotes y monjas extranjeros se hallaban sujetos a graves sospechas.

Mi madre no quería marcharse. El hospital estaba rodeado por un hermoso jardín repleto de preciosos nenúfares, y encontraba los cuidados profesionales y la limpieza del entorno -tan raros en China en aquella época- sumamente apaciguadores. Sin embargo, no tenía elección, y fue trasladada al Hospital Popular Número Uno. El director de aquel hospital nunca había asistido anteriormente a un parto. Había trabajado como médico en el Ejército del Kuomintang hasta que su unidad se amotinó y se pasó a los comunistas. Le preocupaba que mi madre pudiera morir en el parto ya que, teniendo en cuenta sus antecedentes y la posición de mi padre, ello podría acarrearle serios problemas.

Cuando ya se aproximaba la fecha de mi nacimiento, el director sugirió a mi padre que mi madre fuera trasladada a un hospital situado en una ciudad más grande en el que hubiera mejores instalaciones y tocólogos especialistas. Tenía miedo de que mi nacimiento desencadenara un súbito alivio de presión que pudiera provocar la reapertura de las cavidades pulmonares de mi madre con la consiguiente hemorragia. Pero mi padre se negó: dijo que, dado que los comunistas habían jurado combatir los privilegios personales, su esposa recibiría el mismo trato que todos los demás. Cuando mi madre lo oyó, pensó con amargura que su esposo siempre parecía obrar en contra de sus intereses y que poco le importaba que viviera o muriera.

Nací el 25 de marzo de 1952. Debido a la complejidad del caso, se convocó la presencia de un segundo cirujano residente en otro hospital. Había diversos médicos presentes, acompañados por personal sanitario encargado de los equipos de oxígeno y transfusión de sangre. También estaba la señora Ting. En China, tradicionalmente, los hombres no asisten a los partos, pero el director pidió a mi padre que aguardara en el exterior de la sala de partos ya que se trataba de un caso especial… a la vez que para protegerse a sí mismo en caso de que algo saliera mal. Fue un alumbramiento sumamente difícil. Cuando hubo emergido mi cabeza, mis hombros -desacostumbradamente anchos- se atascaron. Además, estaba demasiado gorda. Las enfermeras tiraron de mi cabeza con las manos, y por fin logré deslizarme al exterior completamente azulada y amoratada, y casi medio asfixiada. En primer lugar, los médicos me metieron en agua caliente, y luego en agua fría. A continuación, me sostuvieron por los pies y me propinaron un fuerte cachete. Por fin, comencé a llorar con considerable energía, y todos se echaron a reír de alivio. Pesé casi cinco kilos, y los pulmones de mi madre no sufrieron daño alguno.

Una doctora me sostuvo en brazos y me presentó a mi padre, cuyas primeras palabras fueron: «¡Dios mío, esta criatura tiene los ojos saltones!» Mi madre se sintió profundamente afligida ante aquel comentario. La tía Jun-ying dijo: «¡No, lo que tiene son unos ojos enormes y preciosos!»

Como solía suceder en China en toda ocasión y momento, existía una receta especial considerada lo mejor que podía consumir una mujer después del parto: huevos escalfados en zumo de azúcar sin refinar con un arroz fermentado y glutinoso. Mi abuela preparó ambos platos en el hospital -donde, como en todos, había cocinas en las que los pacientes y sus familias podían cocinar sus propios alimentos- y los tenía ya listos cuando mi madre pudo empezar a comer.

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