Jung Chang - Cisnes Salvajes
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Julio de 1950. Para mi madre, el período provisional de un año de pertenencia al Partido tocaba a su fin, y su célula la sometía constantemente a severos interrogatorios. Sólo poseía tres miembros: mi madre, el guardaespaldas de mi padre y la jefa de mi madre, la señora Mi. Había tan pocos miembros del Partido en Yibin que aquellos tres habían terminado por unirse de un modo un tanto incongruente. Los otros dos, ambos miembros reconocidos, se inclinaban por rechazar la solicitud de mi madre, pero no se decidían a emitir una negativa abierta. Se limitaban a interrogarla y a forzarla a realizar interminables autocríticas.
Por cada autocrítica, surgían numerosas críticas nuevas. Los dos camaradas de mi madre insistían en que se había comportado de un modo «burgués». Decían que no había querido salir al campo para contribuir al aprovisionamiento; cuando mi madre señaló que sí había acudido -de acuerdo con los deseos del Partido- respondieron: «Ah, pero ése no era tu deseo.» Luego, la acusaron de haber disfrutado de una alimentación privilegiada -y, por si fuera poco, cocinada en casa por su madre- y de haber sucumbido a la enfermedad más que la mayoría de las mujeres embarazadas. La señora Mi también la criticó debido al hecho de que su madre había fabricado ropas para el bebé. «¿Quién ha oído nunca que un bebé haya de vestir ropas nuevas? -dijo-. ¡Qué derroche tan burgués! ¿Por qué no puede arropar a la criatura con trapos viejos como todo el mundo?» El hecho de que mi madre hubiera dejado traslucir su tristeza ante la partida de mi abuela fue considerado como la prueba definitiva de que «anteponía la familia», algo considerado un grave delito.
El verano de 1950 fue el más caluroso que se recordaba; la atmósfera se hallaba impregnada de humedad y las temperaturas alcanzaban los cuarenta grados. Mi madre había mantenido la costumbre de lavarse a diario, y también hubo de recibir críticas por ello. Los campesinos -especialmente los del Norte, de donde procedía la señora Mi- se lavaban muy rara vez debido a la escasez de agua. En la guerrilla, los hombres y las mujeres solían competir para ver quién tenía más insectos revolucionarios (piojos). La higiene se consideraba algo antiproletario. Cuando el húmedo verano dio paso al fresco otoño, el guardaespaldas de mi padre descargó sobre ella una nueva acusación: mi madre «se estaba comportando como una de las altas damas de los oficiales del Kuomintang» debido a que había utilizado el agua caliente sobrante del lavado de mi padre. En aquella época, existía una norma destinada a ahorrar combustible que dictaba que tan sólo los oficiales de cierto rango tenían derecho a lavarse con agua caliente. Mi padre entraba dentro de dicho grupo, pero mi madre no. Las mujeres de la familia de mi padre le habían advertido seriamente que no tocara el agua fría cuando se acercara el momento del parto. Tras la crítica del guardaespaldas, mi padre dejó de permitir que mi madre utilizará su agua. Ésta sentía ganas de gritarle por no ponerse de su parte contra las interminables intromisiones que había de sufrir en los procesos más irrelevantes de su vida cotidiana.
El continuo entrometimiento del Partido en las vidas de las personas constituía la base fundamental del proceso conocido como «reforma del pensamiento». Mao no sólo perseguía una absoluta disciplina externa sino también el total sometimiento de los pensamientos del individuo, ya fueran profundos o no. Todas las semanas, aquellos que se encontraban «en la revolución» celebraban una reunión destinada al «examen del pensamiento». Todos habían de criticarse a sí mismos por haber concebido pensamientos incorrectos y eran posteriormente criticados por los demás. Las reuniones tendían a verse dominadas por personas soberbias y mezquinas que utilizaban a los asistentes para descargar sus envidias y frustraciones; la gente de origen campesino solía utilizarles para atacar a quienes procedían de un pasado «burgués». La idea era que la gente debía reformarse para parecerse más a los campesinos, porque la revolución comunista era esencialmente una revolución campesina. Este proceso estimulaba los sentimientos de culpabilidad de las personas ilustradas: habían vivido mejor que los campesinos, y ello era un hecho que debían subrayar en sus autocríticas.
Las reuniones representaban un importante medio de control para el Partido. Consumían el tiempo libre de la gente y eliminaban la esfera privada. La mezquindad que las dominaba se justificaba aduciendo que la investigación de los detalles personales proporcionaba un modo de asegurar una limpieza espiritual profunda. De hecho, la mezquindad constituía una de las principales características de una revolución en la que se estimulaban el entrometimiento y la ignorancia, y la envidia se vio incorporada al sistema de control. La célula de mi madre la interrogó semana tras semana, mes tras mes, intentando extraer de ella interminables autocríticas.
Ella se vio obligada a consentir aquel proceso agotador. La vida de un revolucionario carecía de sentido si el Partido lo rechazaba. Era como la excomunión para un católico. Por otra parte, no era sino el procedimiento habitual. Mi padre lo había atravesado y lo había aceptado como parte de las exigencias necesarias para «unirse a la revolución». De hecho, aún lo soportaba. El Partido nunca había ocultado el hecho de que se trataba de un proceso doloroso, y él le dijo a ella que debía considerar su angustia como algo normal.
Al concluir todo aquello, los dos camaradas de mi madre votaron en contra de su admisión en el Partido, y ella cayó en una profunda depresión. Se había volcado a la revolución, y no lograba aceptar la idea de que la revolución no la aceptara a ella. Resultaba especialmente mortificante el hecho de pensar que no podía unirse por completo a la misma a causa de motivos completamente mezquinos e irrelevantes decididos por dos personas cuyo modo de pensar parecía estar a años luz de lo que ella había imaginado que era la ideología del Partido. Se le estaba manteniendo apartada de una organización progresista por culpa de gente retrógrada, y sin embargo la revolución parecía estar diciéndole que era ella quien obraba mal. En los resquicios de su mente anidaba otro argumento más práctico que ni siquiera osaba mencionarse a sí misma: resultaba vital ingresar en el Partido, ya que de otro modo se vería condenada al desdoro y al ostracismo.
Con estos pensamientos bullendo en su mente, comenzó a sentir que el mundo entero la atacaba. Temía ver a la gente, y pasaba sola tanto tiempo como podía, llorando para sí. Incluso aquello debía ocultar, ya que se hubiera considerado como una falta de fe en la revolución. Descubrió que no podía culpar al Partido, el cual -en su opinión- aún conservaba la razón, por lo que pasó a culpar a mi padre, primero por dejarla embarazada y, después, por no apoyarla cuando se veía atacada y rechazada. En numerosas ocasiones se paseó a lo largo del muelle, observando las lodosas aguas del Yangtzé, y otras tantas pensó en suicidarse para castigarle, imaginándoselo lleno de remordimientos cuando descubriera que se había matado.
La recomendación de su célula tenía que ser aprobada por una autoridad superior consistente en tres intelectuales de mentes abiertas. Todos ellos pensaron que mi madre había sido tratada injustamente, pero las normas del Partido hacían que no fuera fácil cuestionar la recomendación de la célula. Así pues, la decisión fue aplazada. Ello no resultaba difícil, ya que rara vez coincidían los tres a la vez en un mismo lugar. Al igual que mi padre y el resto de los oficiales masculinos, solían hallarse ausentes en diversas partes del condado, recolectando alimentos y luchando contra los bandidos. Sabiendo que Yibin apenas contaba con defensa alguna y desesperados por el hecho de que todas sus rutas de escape -tanto hacia Taiwan como hacia Indochina y Burma a través de Yunnan- estuvieran cortadas, un considerable ejército de grupos aislados del Kuomintang, terratenientes y bandidos puso sitio a la ciudad. Durante algún tiempo, pareció como si ésta fuera a sucumbir. Mi padre se apresuró a regresar del campo tan pronto como oyó hablar del asedio.
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