Jung Chang - Cisnes Salvajes
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Cuando el tren llegó a Tianjin, situado a unos cuatrocientos kilómetros al Sudoeste, tuvo que detenerse ya que allí se interrumpía la línea. Mi padre le dijo que le gustaría enseñarle la ciudad. Tianjin era un enorme puerto en el que hasta poco antes Estados Unidos, Japón y unos cuantos países europeos habían disfrutado de concesiones o enclaves extraterritoriales (aunque entonces mi madre no lo sabía, el general Xue había muerto en la concesión francesa de Tianjin). Existían barrios enteros construidos con estilos diferentes, y algunos edificios eran grandiosos: elegantes palacios franceses de finales de siglo, ligeros palazzi italianos; recargadas mansiones austrohúngaras de estilo rococó… Era una extraordinaria condensación de ostentación por parte de ocho naciones distintas, todas las cuales habían intentado impresionarse unas a otras a la vez que impresionar a los chinos. Aparte de los bancos japoneses -chatos, pesados y grisáceos- que había conocido en Manchuria y los bancos rusos de tejados verdes y delicados muros rosados y amarillos, era la primera vez que mi madre veía edificios como aquéllos. Mi padre había leído gran cantidad de literatura extranjera, y las descripciones de los edificios europeos siempre le habían fascinado. Aquélla era la primera vez que los veía con sus propios ojos. Mi madre podía adivinar los esfuerzos de mi padre por contagiarle su entusiasmo, pero aún estaba mustia. Paseando por aquellas calles bordeadas de olorosos árboles, sentía que ya echaba de menos a su madre, y no lograba ahuyentar la ira que sentía hacia mi padre por su envaramiento y por no decirle una palabra de consuelo. A pesar de todo, sabía que él intentaba torpemente animarla.
La línea de ferrocarril averiada no había sido más que el principio.
Tuvieron que hacer el resto del camino a pie, a lo largo de una ruta salpicada de patrullas de terratenientes locales, bandidos y unidades militares del Kuomintang abandonadas ante el avance de los comunistas. El grupo tan sólo contaba con tres rifles, uno de ellos en poder de mi padre, pero en cada una de las etapas del viaje las autoridades locales les proporcionaban como escolta un pelotón de soldados dotado, por lo general, con un par de ametralladoras.
Cargados a la espalda con sus colchonetas y otras pertenencias, tenían que recorrer largas distancias todos los días, a menudo por caminos difíciles. Los que habían estado en la guerrilla ya estaban acostumbrados a ello, pero al cabo de un día mi madre tenía las plantas de los pies cubiertas de ampollas. No había modo de detenerse a descansar. Sus compañeros le aconsejaron que al terminar el día metiera los pies en agua caliente y dejara escapar el líquido perforando las ampollas con una aguja y un cabello. El alivio fue instantáneo, pero al día siguiente sintió un dolor atroz cuando intentó caminar de nuevo. Cada mañana, apretaba los dientes y seguía adelante.
Durante la mayor parte del trayecto no vieron carreteras. El avance era penoso, especialmente cuando llovía: la tierra se convertía en una resbaladiza masa de barro, y mi madre se caía incontables veces. Al final del día se hallaba cubierta de lodo. Cada día, cuando alcanzaban su destino, se limitaba a dejarse caer y permanecer allí, incapaz de moverse.
Un día tuvieron que recorrer más de cincuenta kilómetros bajo una lluvia torrencial. La temperatura superaba con mucho los treinta grados, y mi madre avanzaba completamente empapada de lluvia y sudor. Tenían que trepar una montaña no especialmente alta -apenas llegaría a los mil metros- pero ella ya estaba completamente exhausta. Sentía el peso de la colchoneta como si se tratara de una enorme piedra. Tenía los ojos taponados por el sudor que manaba de su frente. Cuando abría la boca para intentar tomar un poco de aire, le parecía que no iba a conseguir inhalar el suficiente como para respirar. Ante sus ojos volaban miles de estrellas, y apenas podía arrastrar un pie para ponerlo delante del otro. Cuando alcanzaron la cima, pensó que sus penurias habían terminado, pero se equivocaba: descender era casi tan difícil como subir. Los músculos de sus pantorrillas parecían haberse convertido en gelatina. Se trataba de un territorio agreste, y aquel sendero estrecho y empinado se deslizaba a lo largo del borde de un precipicio de gran altura. Las piernas le temblaban, y no dudaba que de un momento a otro se precipitaría en el abismo. En varias ocasiones tuvo que asirse a los árboles para evitarlo.
Cuando ya hubieron salvado la montaña, hallaron en su camino varios ríos, todos ellos profundos y turbulentos. El nivel del agua le llegaba a la cintura, y le resultaba casi imposible no perder pie. En mitad de uno de ellos, tropezó y ya se sentía a punto de ser arrastrada cuando un hombre se agachó y la agarró. En aquel momento, casi se deshizo en sollozos, especialmente porque en aquel instante pudo distinguir a lo lejos a una amiga suya que era transportada en brazos a través del río por su marido. Aunque el marido era un funcionario de alto rango y tenía derecho a un automóvil, había renunciado a tal privilegio para caminar con su mujer.
Mi padre no llevaba a mi madre, sino que iba en un jeep con su guardaespaldas. Su rango le daba derecho a un medio de transporte de los que hubiera disponibles, ya fuera un jeep o un caballo. A menudo, mi madre había confiado en que la llevara, o al menos en que le permitiera dejar la colchoneta en el automóvil, pero él nunca se lo había ofrecido. Al día siguiente de casi ahogarse en el río, por la tarde, decidió ponerle las cosas claras. Había tenido un día terrible. Más aún, no paraba de vomitar. ¿Acaso no podía permitirle viajar con él en el jeep de vez en cuando? Él respondió que no le era posible debido a que, dado que ella no tenía derecho a coche, se consideraría un favoritismo. Se sentía obligado a combatir la antiquísima tradición china del nepotismo. Además, se suponía que mi madre debía soportar penurias. Cuando le mencionó que a su amiga la había llevado en brazos su marido, mi padre repuso que aquello era totalmente distinto: la amiga era una comunista veterana. Durante los años treinta, había mandado una unidad guerrillera junto con Kim Il Sung, quien posteriormente llegó a ser presidente de Corea del Norte, y había peleado contra los japoneses en el Nordeste en condiciones escalofriantes. Entre la larga lista de sufrimientos de su carrera revolucionaria había que incluir la pérdida de su primer marido, quien había sido ejecutado por orden de Stalin. Mi madre, dijo, no podía compararse con aquella mujer. Al fin y al cabo, ella no era más que una joven estudiante. Si los demás pensaban que estaba siendo mimada, tendría serios problemas. «Es por tu propio bien -dijo, recordándole que aún se encontraba pendiente su solicitud para ser nombrada miembro de pleno derecho del Partido. Y añadió-: La elección es tuya: puedes entrar en el coche o puedes entrar en el Partido, pero no en ambos.»
No le faltaba razón. La revolución era fundamentalmente una revolución campesina, y los campesinos llevaban una vida perpetuamente dura. Se mostraban especialmente susceptibles ante cualquier persona que gozara o persiguiera la comodidad. Todo aquel que tomara parte en la revolución debía endurecerse hasta el punto de que llegara a ser insensible a las calamidades. Mi padre lo había hecho en Yan'an y también en la guerrilla.
Mi madre comprendió la teoría, pero ello no impidió que siguiera pensando que mi padre no sentía compasión alguna por la fatiga y los sufrimientos que padecía mientras se arrastraba transportando su colchoneta, sudando, vomitando y sintiendo las piernas como si fueran de plomo.
Una noche ya no pudo soportarlo más y estalló en lágrimas por primera vez. Por lo general, el grupo pasaba las noches en lugares tales como almacenes vacíos o aulas de colegios. Aquella noche se encontraban en un templo, agrupados unos junto a otros en el suelo. Mi padre se hallaba tendido junto a ella. Cuando comenzó a llorar, mi madre volvió la cabeza y la hundió en la manga, intentando sofocar sus sollozos. Al momento, mi padre despertó y le tapó la boca con la mano apresuradamente. A través de las lágrimas, mi madre oyó que susurraba en su oído: «¡No dejes que te oigan llorar! ¡Si lo hacen, serás criticada!» Ser criticada representaba un problema serio. Significaba que sus camaradas no la considerarían digna de «pertenecer a la revolución», quizá incluso una cobarde. Notó cómo le introducía atropelladamente un pañuelo en la mano para que pudiera ahogar sus gemidos.
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