Jung Chang - Cisnes Salvajes
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No hubo ceremonia nupcial de ninguna clase: tan sólo una pequeña reunión. El doctor Xia se acercó a felicitar a la pareja. Durante un rato, todos se sentaron a comer cangrejos frescos suministrados por el Comité Ciudadano del Partido como golosina especial. Los comunistas estaban intentando instituir la frugalidad en las bodas debido a que éstas se habían considerado tradicionalmente un motivo de derroche enorme y completamente desproporcionado en relación con lo que la gente podía permitirse. No era en absoluto inusual que las familias se arruinaran con tal de celebrar una boda espléndida. Mis padres comieron los dátiles y cacahuetes que solían servirse en las bodas de Yan'an y un fruto seco llamado longan representa el símbolo tradicional de una unión feliz y la llegada de hijos. Al cabo de un rato, el doctor Xia y la mayor parte de los invitados se marcharon. Más tarde, cuando ya había concluido su reunión, hizo acto de presencia un grupo de la Federación de Mujeres.
El doctor Xia y mi abuela no se habían enterado de la boda, ni tampoco se lo había dicho el conductor del primer carruaje. Mi abuela no se enteró de que su hija iba a casarse hasta que llegó el segundo carruaje. Mientras avanzaba apresuradamente por el sendero y su silueta se iba haciendo más clara a través de la ventana, las mujeres de la Federación comenzaron a cuchichear entre ellas y a continuación salieron atropelladamente por la puerta trasera. Mi padre también salió. Mi madre se hallaba al borde de las lágrimas. Sabía que las mujeres de su grupo despreciaban a mi abuela no sólo debido a sus relaciones con el Kuomintang sino también porque había sido una concubina. Lejos de haberse emancipado en tales cuestiones, muchas mujeres comunistas de ascendencia inculta y campesina aún conservaban los usos tradicionales. Para ellas, ninguna muchacha como es debido se habría convertido jamás en concubina, y ello a pesar de que los comunistas habían estipulado que las concubinas disfrutarían de la misma categoría que las esposas y que podrían disolver el matrimonio unilateralmente. Aquellas mujeres de la Federación eran las mismas que se suponía que debían encargarse de implementar las políticas de emancipación del Partido.
Mi madre intentó disimular, contando a la abuela que su esposo había tenido que regresar al trabajo: «Entre los comunistas, no es costumbre dar permisos por boda. De hecho, yo misma me disponía a volver a mi puesto.» Mi abuela juzgó descabellado que una ocasión tan singular como una boda pudiera tratarse de un modo tan intrascendente, pero los comunistas habían roto ya para ella tantas reglas referentes a los valores tradicionales que la consideró tan sólo una más.
En aquella época, una de las actividades de mi madre consistía en enseñar a leer y escribir a las mujeres de la factoría textil en la que había trabajado para los japoneses a la vez que en informarles de la igualdad entre el hombre y la mujer. La fábrica continuaba siendo propiedad privada, y uno de los capataces persistía en su costumbre de golpear a las empleadas siempre que le apetecía. Mi madre contribuyó significativamente a su despido, y ayudó a las obreras a elegir su propia capataz femenina. Sin embargo, cualquier reconocimiento que hubiera podido obtener por ello resultó oscurecido por el disgusto de la Federación con respecto a otra cuestión.
Una de las funciones principales de la Federación de Mujeres era la de fabricar calzado de algodón para el Ejército. Mi madre no sabía hacer zapatos, por lo que se las arregló para que fueran su madre y sus tías quienes se ocuparan de ello. Todas ellas habían sido adiestradas en la confección de complicados zapatos bordados, y mi madre presentó orgullosamente a la Federación una gran cantidad de zapatos exquisitamente fabricados que superaba con mucho la cantidad que le correspondía. Para su sorpresa, en lugar de ser felicitada por su ingenio, hubo de enfrentarse a una reprimenda como si fuera una chiquilla. Las campesinas de la Federación no podían concebir que hubiera una mujer sobre la faz de la tierra que ignorara cómo fabricar un zapato. Era como si les hubieran dicho que había alguien que no sabía comer. En consecuencia, fue criticada en las reuniones de la Federación por su «decadencia burguesa».
Mi madre no se llevaba bien con algunas de sus jefas de la Federación. Eran mayores que ella, campesinas conservadoras que habían tenido que sudar la gota gorda en la guerrilla y que sentían antipatía por esas lindas y educadas muchachas de ciudad que -como mi madre- atraían inmediatamente la atención de los comunistas. Cuando mi madre solicitó su ingreso en el Partido, la rechazaron aduciendo que no era digna de ello.
Cada vez que iba a su casa tenía que enfrentarse a un torrente de críticas. Se le acusaba de mostrarse demasiado apegada a su familia, lo que se condenaba como un hábito burgués y, en consecuencia, hubo de resignarse a ver cada vez menos a su madre.
En aquella época, existía una norma tácita según la cual ningún revolucionario podía pasar la noche lejos de su oficina con excepción de los sábados. El lugar que mi madre tenía asignado para dormir se hallaba en la Federación de Mujeres, separada de la vivienda de mi padre por un pequeño muro de arcilla. Por las noches, mi madre solía trepar el muro y atravesar un pequeño jardín hasta la habitación de mi padre, tras lo cual regresaba al suyo antes de despuntar el alba. No tardó en ser descubierta, y tanto él como ella fueron criticados en las reuniones del Partido. Los comunistas habían acometido una reorganización radical que no sólo afectaba a las instituciones sino también a las vidas de las personas, especialmente de aquellas que «se habían incorporado a la revolución». La idea consistía en que toda cuestión personal era también política; de hecho, no cabía ya considerar nada como personal o privado. La mezquindad adquirió carta de naturaleza como actitud política, y las reuniones se convirtieron en un foro por medio del cual los comunistas descargaban toda suerte de animosidades personales.
Mi padre se vio obligado a realizar una autocrítica verbal, y a mi madre se le ordenó hacer lo propio por escrito. Se les acusaba de «haber antepuesto el amor» cuando su principal prioridad debería haber sido la revolución. Ante aquello, mi madre se consideró víctima de una injusticia. ¿Qué daño podía hacerle a la revolución que pasara la noche con su marido? Podría haber comprendido el sentido de aquella apreciación en los días de la guerrilla, pero no entonces. Le dijo a mi padre que no quería escribir aquella autocrítica, pero para su consternación éste la reprendió, diciendo: «La revolución aún no está ganada. La guerra continúa. Hemos roto las reglas y debemos admitir nuestros errores. Toda revolución precisa de una disciplina férrea. Hay que obedecer al Partido incluso si uno no lo entiende o no se muestra de acuerdo con él.»
Poco después, ocurrió una catástrofe completamente inesperada. Un poeta llamado Bian que había pertenecido a la delegación de Harbin y había llegado a trabar una estrecha amistad con mi madre intentó suicidarse. Bian era uno de los seguidores de la escuela de poesía «Luna Nueva», uno de cuyos principales exponentes era Hu Shi, quien llegó a ser embajador del Kuomintang en los Estados Unidos. Dicha corriente se concentraba en la estética y la forma y se hallaba sometida principalmente a la influencia de Keats. Bian se había unido a los comunistas durante la guerra, pero al hacerlo descubrió que su poesía se consideraba incompatible con la revolución, en la que se buscaba más la propaganda que la autoexpresión. Parte de su mente lo aceptó, pero no pudo evitar convertirse en un amargado y sucumbir a la depresión. Comenzó a pensar que ya nunca podría volver a escribir y, sin embargo -decía-, tampoco se sentía capaz de vivir sin su poesía.
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