Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Su intento de suicidio cayó como una bomba en el Partido. Para su imagen resultaba contraproducente que alguien pudiera sentirse tan desilusionado con la Liberación que intentara matarse a sí mismo. Bian trabajaba en Jinzhou como profesor en la escuela de funcionarios del Partido, muchos de los cuales eran analfabetos. La organización escolar del Partido ordenó una investigación y llegó a la conclusión de que Bian había intentado matarse debido al amor no correspondido que sentía… hacia mi madre. En sus reuniones críticas, la Federación de Mujeres sugirió que mi madre había dado esperanzas a Bian para luego despreciarle por una presa más sustanciosa: mi padre. Mi madre se puso furiosa y exigió que le presentaran pruebas de tal acusación. Ni que decir tiene que tales pruebas nunca pudieron presentarse.

En esta ocasión, mi padre la defendió. Sabía que durante el viaje a Harbin -época durante la que se suponía que mi madre y Bian habían mantenido citas regulares- ella estaba ya enamorada de él, y no del poeta. Había visto a Bian leyéndole sus poemas a mi madre, sabía que ésta le admiraba y no pensaba que hubiera en ello nada malo. Sin embargo, ni uno ni otro fueron capaces de detener la avalancha de murmuraciones. Las mujeres de la Federación se mostraron especialmente virulentas.

Durante el período culminante de aquella época de cotilleos, mi madre se enteró de que su intercesión por Hui-ge había sido rechazada. Se volvió loca de angustia. Había hecho una promesa a Hui-ge, y ahora se sentía como si le hubiera engañado. Había ido a visitarle regularmente a la cárcel para darle noticias de sus esfuerzos por conseguir que revisaran su caso, y le parecía inconcebible que los comunistas no le perdonaran. Se había mostrado sinceramente optimista frente a él y había intentado animarle. Esta vez, sin embargo, cuando Hui-ge vio sus ojos, hinchados y enrojecidos, y su rostro distorsionado por el esfuerzo de ocultar su desesperación, supo que ya no había esperanza. Sentados frente a los guardias a ambos lados de una mesa sobre la que debían mantener sus manos, sollozaron juntos. Hui-ge tomó las manos de mi madre entre las suyas, y ella no las retiró.

Mi padre fue informado de las visitas de mi madre a la cárcel. Al principio, no dijo nada. Comprendía su postura. Gradualmente, sin embargo, comenzó a irritarse. El escándalo desencadenado en torno al intento de suicidio de Bian se hallaba en su punto álgido, y ahora comenzaba a rumorearse que su esposa mantenía una relación con un coronel del Kuomintang… ¡cuando se suponía que aún no había concluido su luna de miel! Se puso furioso, pero sus sentimientos personales no constituyeron el factor decisivo de su aceptación de la actitud del Partido frente al coronel. Dijo a mi madre que si el Kuomintang regresaba, serían personas como Hui-ge las primeras en servirse de su autoridad para devolverlo al poder. Los comunistas, dijo, no podían permitirse tal lujo: «Nuestra revolución es una cuestión de vida o muerte.» Cuando mi madre intentó contarle cómo Hui-ge había ayudado a los comunistas respondió que sus visitas a la cárcel no le habían hecho ningún bien, y mucho menos el hecho de cogerle la mano. Desde tiempos de Confucio, los hombres y las mujeres habían tenido que ser marido y mujer -o al menos amantes- para tocarse en público, e incluso en tales circunstancias resultaba considerablemente inusual. El hecho de que mi madre y Hui-ge hubieran sido vistos cogidos de la mano se entendió como prueba de que habían estado enamorados, y de que los servicios prestados por Hui-ge a los comunistas no habían sido el resultado de las motivaciones «correctas». Para mi madre resultaba difícil no mostrarse de acuerdo con él, pero ello no la hizo sentirse menos desolada.

Su sensación de verse continuamente atrapada en dilemas imposibles se vio incrementada por lo que estaba ocurriendo con varios de sus parientes y personas allegadas. Los comunistas habían anunciado al llegar que todo aquel que hubiera trabajado para el Kuomintang debería presentarse inmediatamente ante ellos. Su tío Yu-lin nunca había trabajado para los servicios de inteligencia, pero poseía una identificación que le acreditaba como miembro del mismo y creyó su deber informar de ello a las autoridades. Su esposa y mi abuela intentaron disuadirle, pero él se mantuvo convencido de que era mejor decir la verdad. Se encontraba en una situación difícil. Si no se hubiera presentado y los comunistas hubieran averiguado algo acerca de él -lo que dada su fenomenal organización no hubiera sido de extrañar- se habría visto inmerso en serios aprietos. Sin embargo, al acudir voluntariamente les había proporcionado motivos de sospecha.

El veredicto del Partido fue: «Tiene una mancha en su historial político. No se le castigará, pero sólo puede ser empleado bajo control.» Como casi todos los demás, aquel veredicto no fue pronunciado por un tribunal, sino por un organismo del propio Partido. No existía una definición clara de su significado pero, como resultado de ello, la vida de Yu-lin habría de depender durante tres décadas de la atmósfera política y de sus jefes de Partido. En aquellos días, Jinzhou poseía un Comité Ciudadano del Partido relativamente benigno, por lo que se le autorizó a seguir ayudando al doctor Xia en la farmacia.

El cuñado de mi abuela, Lealtad Pei-o, fue exiliado al campo para realizar labores manuales. Dado que no tenía las manos manchadas de sangre, se le sentenció a una condena bajo supervisión. Aquello significaba que en lugar de ir a la cárcel sería controlado (con la misma eficacia) dentro de la propia sociedad. Su familia decidió trasladarse al campo con él, pero antes de partir Lealtad hubo de ingresar en un hospital. Había contraído una enfermedad venérea. Los comunistas habían emprendido una importante campaña destinada a erradicar este tipo de enfermedades, y cualquiera que las padeciera estaba obligado a ponerse bajo tratamiento médico.

Su trabajo bajo supervisión duró tres años. Era más o menos como un empleo vigilado en libertad bajo palabra. Las personas en situación de supervisión gozaban de cierta libertad, pero tenían que presentarse a la policía a intervalos regulares con un informe detallado de todo cuanto habían hecho -e incluso pensado- desde su última visita. Además, se hallaban sometidas a una observación permanente por parte de la policía.

Cuando concluía su período de vigilancia formal se unían a gente como Yu-lin en una categoría menos rígida de vigilancia discreta. Una de sus formas más comunes era el sandwich, esto es, mantenerse bajo la estrecha vigilancia de dos vecinos específicamente encargados de ello, lo que también se conocía como «sandwich de pan rojo y relleno negro». Evidentemente, no sólo dichos vecinos sino también cualquier otro podía -y debía- informar del poco fiable «negro» a través de los comités de residentes. La «justicia popular» era absolutamente hermética, a la vez que un instrumento fundamental de gobierno dado que situaba a numerosos ciudadanos en colaboración activa con el Estado.

Zhu-ge, el oficial de inteligencia de docto aspecto que se había casado con la señorita Tanaka, fue condenado a trabajos forzados de por vida y exiliado a una remota zona fronteriza (posteriormente habría de ser liberado junto con varios antiguos funcionarios del Kuomintang gracias a la amnistía de 1959). Su esposa fue devuelta a Japón. Al igual que en la Unión Soviética, casi todos los condenados a prisión no iban a la cárcel, sino a campos de trabajo en los que a menudo se realizaban labores peligrosas o se trabajaba en zonas altamente polucionadas.

Algunos importantes personajes del Kuomintang, entre los que se incluían funcionarios del servicio de inteligencia, escaparon al castigo. El supervisor académico de la facultad de mi madre había sido secretario de distrito del Kuomintang, pero existían pruebas de que había contribuido a salvar la vida de numerosos comunistas y simpatizantes (incluida mi madre) por lo que su caso fue pasado por alto.

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