Jung Chang - Cisnes Salvajes
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A mediados de enero, llegaron a Chongqing, ciudad que había sido capital del Kuomintang durante la guerra contra los japoneses. Allí, mi madre hubo de trasladarse a una embarcación más pequeña para salvar la siguiente etapa hasta la ciudad de Luzhou, situada a unos ciento cincuenta kilómetros de distancia río arriba. Al llegar, recibió un mensaje de mi padre en el que le comunicaba que habían enviado un sampán a recogerla y que podía partir inmediatamente hacia Yibin. Fue la primera noticia que tuvo de que había llegado vivo a su destino. Para entonces, se había desvanecido el rencor que sentía hacia él. Hacía cuatro meses que no le veía, y le echaba de menos. Se había imaginado la excitación que debió de sentir él durante el trayecto al ver tantos lugares descritos por los poetas antiguos, y experimentó un arrebato de ternura ante la certeza de que habría escrito numerosos poemas para ella a lo largo del viaje.
Pudo partir aquella misma tarde. Cuando despertó a la mañana siguiente pudo notar el calor del sol que penetraba a través de la delgada capa de neblina. Las colinas que bordeaban el curso del río eran verdes y apacibles, y mi madre se tumbó, se relajó y escuchó el chapoteo del agua contra la proa del sampán. Llegó a Yibin aquella tarde, precisamente en la víspera del Año Nuevo chino. Su primera visión de la ciudad fue como la llegada de una aparición: la delicada imagen de una ciudad flotando entre las nubes. A medida que el barco se aproximaba al muelle, sus ojos escrutaban la muchedumbre en busca de mi padre. Por fin, logró distinguir difusamente su silueta a través de la niebla. Allí estaba, de pie, ataviado con un gabán militar desabrochado. Tras él se encontraba su guardaespaldas. La orilla era ancha y estaba cubierta de arena y guijarros. Pudo ver la ciudad que trepaba hasta la cumbre de la colina. Algunas de las casas habían sido construidas sobre zancos de madera largos y delgados, y parecían oscilar con el viento como si fueran a derrumbarse en cualquier instante.
El barco amarró en el muelle del promontorio que se elevaba junto a un extremo de la ciudad. Un barquero instaló una pasarela de madera y el guardaespaldas de mi padre la cruzó y cargó la colchoneta de mi madre. Ella comenzó a descender cuidadosamente hacia tierra firme y mi padre extendió los brazos para ayudarla. Aunque no se consideraba correcto abrazarse en público, mi madre adivinó que él se hallaba tan emocionado como ella, y se sintió poseída de una felicidad inmensa.
8. «Regresar a casa ataviado con sedas bordadas»
Durante todo el camino, mi madre se había preguntado cómo sería Yibin. ¿Tendría electricidad? ¿Habría montañas tan altas como las que bordeaban el Yangtzé? ¿Tendría teatros? A medida que ascendía por la colina en compañía de mi padre, se sintió extasiada al comprobar que acababa de llegar a un lugar hermosísimo. Yibin se extiende sobre una colina que domina un promontorio situado en la confluencia de dos ríos uno de ellos lodoso, el otro cristalino. Pudo ver luces eléctricas que brillaban en las hileras de cabañas. Los muros eran de barro y bambú, y las tejas curvas y delgadas que cubrían los tejados se le antojaban delicadas, casi de fino encaje, en comparación con las pesadas piezas que se precisaban para soportar los vientos y la nieve de Manchuria. En la distancia, podía distinguir a través de la niebla pequeñas casas de bambú y barro construidas en las laderas de montañas verdes y oscuras cubiertas por alcanforeros, secuoyas y arbustos de té. Al fin se sintió aliviada, en gran parte por el hecho de que mi padre permitiera que el guardaespaldas acarreara su colchoneta. Después de pasar por tantas ciudades y pueblos asolados por la guerra, le entusiasmaba ver un lugar libre de sus efectos. Allí, la guarnición del Kuomintang, compuesta por siete mil hombres, se había rendido sin disparar un solo tiro.
Mi padre vivía en una elegante mansión que había sido confiscada por el nuevo Gobierno para destinarla a oficinas y viviendas, y mi madre se instaló con él. Tenía un jardín lleno de plantas que nunca había visto antes: nanmus, papayas y bananos que crecían sobre un terreno cubierto de verde musgo. En una alberca nadaban peces de colores, y había incluso una tortuga. El dormitorio de mi padre tenía un sofá-cama doble, el lecho más suave en el que jamás había dormido mi madre, quien hasta entonces sólo había conocido los kangs de ladrillo. Incluso en invierno, lo único que se necesitaba en Yibin era una colcha. No había vientos glaciales ni una capa de polvo perpetua, como en Manchuria. Uno no tenía que cubrirse el rostro con una bufanda de gasa para poder respirar. El pozo no estaba cubierto con una tapa; de él asomaba un poste de bambú al que se había atado un cubo para extraer agua. La gente lavaba la ropa en placas de piedra pulidas y brillantes ligeramente inclinadas, y luego la frotaba con cepillos de fibra de palma. Aquellas operaciones habrían sido imposibles de realizar en Manchuria, donde las prendas se habrían visto inmediatamente cubiertas de polvo o congeladas. Por primera vez en su vida, mi madre podía comer arroz y verduras frescas todos los días.
Las semanas que siguieron representaron la auténtica luna de miel de mis padres. Por primera vez, mi madre podía vivir con mi padre sin ser criticada por «anteponer el amor». La atmósfera general era relajada; los comunistas se mostraban entusiasmados por sus rápidas victorias, y los colegas de mi padre no insistían en que las parejas casadas durmieran juntas únicamente los sábados por la noche.
Yibin había caído apenas dos meses antes, el 11 de diciembre de 1949. Mi padre había llegado seis días después y había sido nombrado jefe del condado, en el que vivían más de un millón de personas, de las cuales cien mil residían en la propia ciudad de Yibin. Había llegado en barco con un grupo de más de cien estudiantes que se habían «unido a la revolución» en Nanjing. Cuando el barco ascendía por el Yangtzé se había detenido en primer lugar en la central eléctrica de Yibin, situada en la margen opuesta a la ciudad, lugar que en su día había sido uno de los baluartes de la clandestinidad. Varios cientos de trabajadores salieron al muelle para recibir al grupo de mi padre. Agitaban pequeñas banderitas de papel rojo con cinco estrellas pintadas -la nueva bandera de la China comunista- y gritaban consignas de bienvenida. Las banderas tenían las estrellas mal puestas, ya que los comunistas locales ignoraban su ubicación correcta. Mi padre saltó a tierra en compañía de otro oficial para dirigirse a los obreros, quienes se mostraron encantados cuando le oyeron hablar en dialecto Yibin. En lugar de la habitual gorra militar que todo el mundo llevaba, se había puesto una vieja gorra de ocho picos del tipo que solía llevar el Ejército comunista durante los años veinte y treinta, lo que a los habitantes de la localidad se les antojó bastante inusual y elegante.
Luego cruzaron el río en el barco, hasta la ciudad. Mi padre había estado ausente diez años. Siempre había sentido un enorme afecto por su familia, especialmente por su hermana pequeña, a quien había escrito entusiastas misivas desde Yan'an en las que le hablaba de su nueva vida y de sus deseos de que la joven pudiera reunirse allí con él algún día. Las cartas habían ido dejando de llegar a medida que el Kuomintang estrechaba su bloqueo, y la primera noticia que había recibido la familia de mi padre después de muchos años había sido la fotografía que se hizo con mi madre en Nanjing. Durante los siete años anteriores ni siquiera habían sabido si se encontraba vivo. Le habían echado de menos, habían llorado al pensar en él y habían orado a Buda por su regreso sano y salvo. Con la fotografía, él les había enviado una nota comunicándoles que pronto estaría en Yibin y avisando de que se había cambiado de nombre. Como muchos otros, mientras estaba en Yan'an había adoptado un nom de guerre: Wang Yu. Yu significaba «Desinteresado hasta el punto de parecer estúpido». Tan pronto como llegó, mi padre retomó su verdadero apellido, Chang, pero le incorporó su nom de guerre y se hizo llamar Chang Shou-yu, que significaba «Mantente Yu».
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