Jung Chang - Cisnes Salvajes
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Continuaba en el hospital cuando, el 1 de octubre, se les dijo a ella y a sus camaradas que permanecieran atentos y a la espera de una transmisión especial que sería reproducida a través de altavoces instalados al efecto alrededor del hospital. Todos se reunieron para escuchar cómo Mao proclamaba la fundación de la República Popular desde la Puerta de la Paz Celeste de Pekín. Mi madre lloró como una niña. La China con la que había soñado, por la que había luchado y en cuyo advenimiento había confiado había llegado por fin, pensó: un país al que podía entregarse en cuerpo y alma. Mientras escuchaba la voz de Mao anunciando que «el pueblo chino se ha alzado», se reprendió a sí misma por haber vacilado. Sus sufrimientos eran triviales comparados con la grandiosa causa de la salvación de China. Sintiéndose profundamente orgullosa y henchida de entusiasmo nacionalista, se juró a sí misma no apartarse jamás de la revolución. Cuando concluyó la breve proclama de Mao, ella y sus camaradas rompieron en vítores y arrojaron sus gorras al aire, gesto este último que los comunistas chinos habían aprendido de los rusos. Por fin, tras enjugarse las lágrimas, celebraron todos un pequeño festejo.
Pocos días antes de sufrir el aborto, mis padres se fotografiaron juntos formalmente por primera vez. En la imagen resultante aparecen ambos vestidos con uniforme del Ejército y contemplando la cámara con aire pensativo y melancólico. La fotografía fue tomada para conmemorar su entrada en la antigua capital del Kuomintang, y mi madre se apresuró a enviar una copia a la abuela.
El 3 de octubre, la unidad de mi padre recibió la orden de traslado. Las fuerzas comunistas se acercaban a Sichuan. Mi madre aún tenía que permanecer otro mes en el hospital y, posteriormente, se le permitió recuperarse en una magnífica mansión que había pertenecido a H. H. Kung, el principal financiero del Kuomintang y cuñado de Chiang Kai-shek. Cierto día, se comunicó a su unidad que habían de trabajar como extras en un documental sobre la liberación de Nanjing. Se les proporcionaron ropas civiles y aparecieron vestidos como ciudadanos corrientes que daban la bienvenida a los comunistas. Aquella reconstrucción, no del todo inexacta, fue proyectada en toda China en calidad de «documental», lo que en el futuro habría de constituir una práctica habitual.
Mi madre permaneció en Nanjing durante casi dos meses más. De vez en cuando le llegaba un telegrama o un fajo de cartas de mi padre. Le escribía todos los días, y enviaba las misivas cada vez que encontraba una oficina de correos en funcionamiento. En todas ellas le decía lo mucho que la amaba, prometía una vez más enmendarse e insistía en que no debía regresar a Jinzhou y abandonar la revolución.
Hacia finales de diciembre, se le dijo a mi madre que había sitio para ella en un vapor que partiría con otras personas que también habían quedado atrás por motivos de salud. Debían reunirse en el muelle a la caída de la noche, ya que los bombardeos del Kuomintang hacían demasiado peligrosa la travesía durante el día. El muelle estaba cubierto por una fría capa de niebla. Las pocas luces con que contaba habían sido apagadas como medida de precaución contra los bombardeos. Un gélido viento del Norte impulsaba ráfagas de nieve a través del río. Mi madre tuvo que esperar durante horas, pataleando furiosamente con sus pies entumecidos y apenas abrigados por unos delgados zapatos de algodón conocidos con el nombre de «zapatos de la liberación» y adornados en ocasiones con consignas tales como «Derrotemos a Chiang Kai-shek» y «Defendamos nuestra tierra» pintados en las suelas.
El vapor les transportó hacia el Oeste a lo largo del Yangtzé. Durante los primeros trescientos kilómetros aproximadamente -hasta la población de Anqing-, sólo se desplazaba durante la noche, deteniéndose durante el día y echando amarras entre las cañas de la margen norte del río para ocultarse de los aviones del Kuomintang. La embarcación transportaba un contingente de soldados que instalaron baterías de ametralladoras en cubierta, así como gran cantidad de equipo militar y municiones. De vez en cuando se producían escaramuzas con fuerzas del Kuomintang y patrullas de los terratenientes. Un día, mientras se deslizaban al interior de los cañaverales para echar amarras y pasar el día, fueron sorprendidos por un nutrido tiroteo y algunas tropas del Kuomintang intentaron abordar el barco. Mi madre se ocultó con el resto de las mujeres bajo cubierta mientras los guardias rechazaban el ataque. A continuación, el vapor hubo de zarpar de nuevo y anclar algo más arriba.
Cuando llegaron a las gargantas del Yangtzé, allí donde comienza Sichuan y el río se estrecha peligrosamente, tuvieron que trasladarse a dos embarcaciones más pequeñas procedentes de Chongqing. La carga militar y algunos de los guardias fueron transferidos a una de las embarcaciones, y el resto del grupo ocupó la segunda.
Las gargantas del Yangtzé se conocían como las Puertas del Infierno. Una tarde, el brillante sol invernal desapareció súbitamente. Mi madre corrió a cubierta a comprobar qué pasaba. A ambos lados del barco se elevaban enormes riscos perpendiculares que se inclinaban sobre la embarcación como si se hallaran a punto de aplastarla. Estaban cubiertos de espesa vegetación, y eran tan altos que casi oscurecían el cielo. Cada uno de ellos parecía aún más empinado que el anterior, y su aspecto parecía resultado de la acción de una espada gigantesca.
Las pequeñas embarcaciones pelearon durante días contra corrientes, remolinos, rápidos y rocas sumergidas. Algunas veces, la fuerza de la corriente las hacía retroceder, produciendo en sus ocupantes la sensación de que habrían de zozobrar en cualquier momento. A menudo, mi madre experimentaba la certeza de que iban a estrellarse contra los riscos, pero el timonel siempre se las arreglaba para evitarlo en el último instante.
Los comunistas no habían logrado conquistar Sichuan hasta el mes anterior. La provincia estaba aún infestada de tropas del Kuomintang que habían quedado allí abandonadas al rendir Chiang Kai-shek su resistencia y huir a Taiwan. El peor momento fue cuando una de aquellas bandas de soldados del Kuomintang disparó contra el primer barco, en el que se transportaba la munición. Éste sufrió el impacto directo de un obús, y mi madre estaba en cubierta cuando de pronto lo vio estallar a apenas cien metros por delante de ellos. Pareció como si de repente el río entero se hubiera incendiado. Sobre la embarcación en la que viajaba mi madre se precipitaron grandes trozos de madera en llamas, y durante unos instantes pareció que no podrían evitar chocar con los restos que aún ardían en el agua. Sin embargo, cuando la colisión ya parecía inevitable, lograron deslizarse a tan sólo unos centímetros de ellos. Nadie mostró signo alguno de miedo ni de alivio. Parecían todos paralizados por el temor a morir. La mayor parte de los guardias que viajaban en el primer barco resultaron muertos.
Mi madre entraba en un mundo de clima y naturaleza completamente nuevos. Los precipicios que se abrían entre los riscos aparecían cubiertos de gigantescos juncos trepadores que hacían aquella atmósfera mágica aún más exótica. Docenas de monos saltaban de rama en rama entre el abundante follaje. Las interminables montañas, empinadas y magníficas, constituían una novedad fascinante después de las aplastadas llanuras que rodeaban Jinzhou.
En ocasiones, la embarcación anclaba al pie de estrechas escalinatas de negros peldaños de piedra que parecían ascender interminablemente a lo largo del costado de montañas cuya cumbre se ocultaba entre las nubes. A menudo, había pequeños poblados en las cimas. Debido a la espesa y constante niebla, sus habitantes tenían que mantener encendidas las lámparas de aceite de colza incluso durante el día. Hacía frío, y un viento húmedo azotaba las montañas y el río. Para mi madre, los campesinos locales mostraban una complexión terriblemente oscura. Eran pequeños, huesudos y dotados de unos rasgos mucho más amplios y afilados que la gente a la que se hallaba habituada. Vestían una especie de turbante hecho de un largo trozo de tela que arrollaban en torno a sus cabezas. Al principio, mi madre pensó que guardaban luto, ya que en China dicho estado se simboliza con el color blanco.
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