Jung Chang - Cisnes Salvajes
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Aquellos grotescos métodos de adoración a Mao -los cantos, las insignias «Mao» y la exhibición del Libro Rojo- habían formado parte de nuestras vidas durante algún tiempo. La idolatría, sin embargo, había experimentado a finales de 1968 un desarrollo creciente con el establecimiento formal de los comités revolucionarios en todo el país. Sus miembros advirtieron que el curso de acción más seguro y eficaz consistía en no hacer nada que no fuera ensalzar la figura de Mao y, por supuesto, continuar con las persecuciones políticas. En cierta ocasión en que me encontraba en una farmacia de Chengdu, un viejo ayudante de mirada sobrecogedora y gafas de montura gris había murmurado sin mirarme: «Para navegar por los océanos es preciso contar con un timonel…» A sus palabras siguieron unos tensos instantes de silencio, y tardé unos segundos en darme cuenta que esperaba que yo completara la frase, que no era sino una observación aduladora realizada por Lin Biao y referida a Mao. No hacía mucho que aquellos intercambios habían sido oficialmente impuestos como saludo formal. Así pues, me vi obligada a balbucir: «Para hacer la revolución es preciso contar con el pensamiento de Mao Zedong.»
Los comités revolucionarios del país habían encargado la construcción de estatuas del líder, y para el centro de Chengdu se planeó la instalación de una enorme figura construida de mármol blanco. Para acomodarla se dinamitó la antigua y elegante verja del palacio a la que tan alegremente solía encaramarme pocos años antes. El mármol blanco debía proceder de Xichang, y una flota de camiones especiales conocidos con el nombre de «camiones de la lealtad» se encargaban de su transporte desde las canteras de las montañas. Llegaban decorados como las carrozas de un desfile, adornados con rojas cintas de seda y una enorme flor de seda en su parte anterior. Dado que habían sido consagrados exclusivamente al transporte del mármol, partían de Chengdu vacíos. Por su parte, los camiones que abastecían Xichang regresaban igualmente vacíos a Chengdu, ya que no debían mancillar el material que había de formar el cuerpo del Presidente.
Tras despedirnos del conductor que nos había llevado desde Chengdu, logramos que uno de los «camiones de la lealtad» nos transportara durante el último trecho que nos separaba de Ningnan. A lo largo del camino nos detuvimos a descansar en una cantera de mármol. Un grupo de obreros sudorosos y desnudos de cintura para arriba bebían té y fumaban sus largas pipas. Uno de ellos me contó que no empleaban maquinaria alguna, ya que sólo trabajando con las manos desnudas podían expresar adecuadamente su lealtad a Mao. Me sentí horrorizada al ver que llevaba una insignia «Mao» clavada en el pecho desnudo. Cuando subimos de nuevo al camión, Jin-ming observó que era posible que la insignia hubiera estado adherida con un trozo de esparadrapo. En cuanto a su devoto esfuerzo manual, manifestó: «Lo más probable es que sencillamente carezcan de máquinas.»
Jin-ming era dado a realizar aquella clase de comentarios escépti-cos que tanto nos hacían reír. Se trataba de algo desacostumbrado en aquellos días en los que el sentido del humor se consideraba algo peligroso. Mao, a pesar de sus hipócritas llamamientos a la rebelión, rehuía cualquier forma de curiosidad o escepticismo genuinos. La capacidad de pensar de un modo escéptico constituyó mi primer paso hacia la luz. Al igual que Bing, Jin-ming contribuyó a destruir mis rígidos hábitos de reflexión.
Tan pronto como entramos en Ningnan -situado a más de mil quinientos metros sobre el nivel del mar- comencé de nuevo a sufrir trastornos estomacales. Vomité todo cuanto había comido y todo comenzó a darme vueltas, pero no podíamos permitirnos el lujo de detenernos. Teníamos que localizar a nuestros equipos de producción y completar el resto del procedimiento de traslado antes del 21 de junio. Dado que el equipo más cercano era el de Nana, decidimos acudir a él en primer lugar. Se encontraba a un día de camino a través de territorio agreste y montañoso. Los torrentes veraniegos descendían rugiendo por barrancos a menudo desprovistos de puentes, y en tales casos Wen solía adelantarse vadeando el río para comprobar su profundidad mientras Jin-ming me transportaba sobre su huesuda espalda. Con frecuencia nos veíamos obligados a recorrer senderos de cabras de poco más de medio metro de anchura a lo largo de riscos bajo los que se abrían precipicios de hasta un millar de metros de profundidad. Varios de mis amigos del colegio habían muerto intentando recorrerlos de noche para regresar a casa. El sol brillaba con fuerza, y comencé a pelarme. Asimismo, empezó a obsesionarme la sed, y solía beberme el agua de todas las cantimploras que llevábamos. Cada vez que llegábamos a una hondonada, me arrojaba al suelo y bebía ansiosamente el agua fresca que discurría en su fondo. Nana intentó detenerme, pero la posibilidad de pasar sed me enloquecía demasiado como para hacerle caso. Ni que decir tiene que aquellos episodios tenían como resultado vómitos aún más violentos. Por fin, llegamos a una casa. Frente a ella crecían varios castaños gigantescos cuyas ramas se extendían formando majestuosas bóvedas. Los campesinos que la habitaban nos invitaron a entrar. Lamiéndome los agrietados labios, me dirigí inmediatamente hacia el fogón, sobre el que podía verse un enorme cuenco de barro que supuse lleno de agua de arroz. En las montañas, el agua de arroz se consideraba el más delicioso de los refrescos, y el dueño de la casa nos invitó amablemente a beber. Normalmente es de color blanco, pero el líquido que yo vi era negro. Con un intenso zumbido, una densa masa de moscas despegó de la gelatinosa superficie. Al asomarme de nuevo al interior, pude ver los restos de algunas que flotaban medio ahogadas en la superficie. No obstante, y a pesar de los escrúpulos que siempre me habían producido los insectos, tomé el cuenco con ambas manos, retiré los cadáveres y engullí el líquido a grandes sorbos.
Cuando alcanzamos el pueblo de Nana ya había oscurecido. Al día siguiente, el jefe de su equipo de producción no tuvo inconveniente alguno en sellar sus tres cartas y librarse de ella. A lo largo de los últimos meses, los campesinos habían aprendido que lo que se les enviaba no eran más brazos, sino más bocas que alimentar. Dado que no podían expulsar a los jóvenes procedentes de la ciudad, se mostraban encantados cada vez que alguno escogía marcharse.
Yo me sentía demasiado enferma para viajar hasta donde se encontraba mi propio equipo, por lo que Wen partió por sí solo para obtener la libertad de mi hermana y la mía. Nana y el resto de las muchachas de su equipo procuraron cuidarme lo mejor que pudieron. Tan sólo comía y bebía cosas previamente hervidas y vueltas a hervir una y otra vez, pero a pesar de ello continuaba allí tendida, sintiéndome cada vez peor y echando poderosamente de menos a mi abuela y sus caldos de gallina. En aquellos tiempos, la gallina estaba considerada un manjar exquisito, y Nana solía bromear diciendo que de un modo u otro yo conseguía conciliar el caos reinante en mi estómago con el deseo de degustar los mejores alimentos. No obstante, partió en compañía de las demás chicas y de Jin-ming para intentar adquirirlo. Los campesinos locales, sin embargo, no consumían ni vendían gallinas, sino que las criaban exclusivamente por sus huevos. Aunque atribuían tal costumbre a las normas heredadas de sus antepasados, algunos amigos nos revelaron que las gallinas estaban infectadas por la lepra, enfermedad sumamente extendida en aquellas montañas. En consecuencia, nos abstuvimos también de comer huevos.
Jin-ming estaba empeñado en prepararme una sopa como las que cocinaba mi abuela, y dedicó toda su capacidad inventiva a obtener un resultado práctico. Tras instalar frente a la casa una enorme cesta redonda de bambú, esparció bajo ella un poco de grano. A continuación, ató un trozo de cuerda al palo que la sujetaba y se escondió detrás de la puerta sujetando el otro extremo de la cuerda y colocando un espejo que le permitiera observar lo que sucedía bajo la cesta semialzada. Grupos de gorriones aterrizaban para pelearse por el grano, acompañados de vez en cuando por alguna tórtola que entraba contoneándose. Jin-ming escogía el mejor momento para tirar de la cuerda y cerrar la trampa. Así, gracias a su ingenio, pude disfrutar de una deliciosa sopa de ave.
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