Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Hasta entonces había rechazado la posibilidad de cualquier relación amorosa. La devoción que sentía hacia mi familia, intensificada por la adversidad, ensombrecía cualquier otra emoción que hubiera podido experimentar. Aunque en mi interior siempre había existido otra identidad, una identidad sexual que pugnaba por salir al exterior, siempre había conseguido mantenerla encerrada. Conocer a Bing, sin embargo, me llevó al borde de aceptar un compromiso amoroso.

Aquel día, Bing se presentó en el pabellón de mi abuela con un ojo morado. Me dijo que acababa de golpearle Wen, un joven que había regresado de Ningnan para acompañar a una muchacha que se había roto una pierna. Bing describió la pelea sin darle importancia, asegurando con gran satisfacción que Wen sentía celos porque no disfrutaba tanto como él de mi compañía y atención. Posteriormente, sin embargo, conocí la versión del propio Wen: había golpeado a Bing porque no podía soportar «esa arrogante sonrisa suya».

Wen era bajo y robusto, de dientes prominentes y manos y pies enormes. Al igual que Bing, era hijo de altos funcionarios. Solía remangarse la camisa y las perneras y calzaba un par de sandalias de paja, al modo campesino, inspirándose en el modelo de uno de los jóvenes que aparecían en los carteles de propaganda. Un día me dijo que regresaba a Ningnan para continuar reformándose. Cuando le pregunté el motivo, dijo despreocupadamente: «Para seguir los pasos del presidente Mao. ¿Por qué, si no? Para eso soy guardia rojo del presidente Mao.» Durante unos instantes, permanecí sin habla. Había comenzado a pensar que la gente solamente utilizaba aquella jerga en ocasiones oficiales. Es más: ni siquiera había adoptado la solemne expresión obligatoria a la hora de representar aquellas pantomimas. El tono distraído con que había hablado me convenció de que sus palabras eran sinceras.

Sin embargo, el modo de pensar de Wen no me impulsaba a evitarle. La Revolución Cultural me había enseñado a no juzgar a las personas por sus creencias, sino a dividirlas entre aquellas capaces o incapaces de mostrar crueldad y sadismo. Sabía que Wen era una persona decente, y a él recurrí en busca de ayuda cuando decidí abandonar Ningnan de modo permanente.

Había permanecido dos meses fuera de Ningnan. No había ninguna norma que lo prohibiera, pero el régimen contaba con una poderosa arma para asegurarse de que me vería obligada a regresar a las montañas más pronto o más tarde: mi registro de residencia había sido trasladado de Chengdu a Ningnan, y mientras permaneciera en la ciudad no tendría derecho a alimentos ni a bienes de racionamiento. Por el momento subsistía compartiendo las raciones de mi familia, pero se trataba de una situación que no podría alargarse eternamente. Me di cuenta de que tendría que arreglármelas para conseguir que mi registro fuera trasladado a algún lugar cercano a Chengdu.

La propia Chengdu quedaba descartada, ya que no se permitía a nadie trasladar un registro rural a la ciudad. Asimismo, estaba prohibido trasladarse de un lugar agreste y montañoso a otra zona más rica, tal como era la llanura que rodeaba Chengdu. Sin embargo, había un modo de burlar las normas: podíamos trasladarnos si contábamos con parientes dispuestos a aceptarnos, y era también posible inventarse tales parientes, ya que nadie hubiera podido seguir la pista de los numerosos familiares con que habitualmente cuenta un chino.

Proyecté el traslado con Nana, una buena amiga mía que acababa de regresar de Ningnan para intentar descubrir un medio de salir de allí. También incluimos en el plan a mi hermana, quien aún estaba en Ningnan. Para obtener el traslado de nuestros registros necesitábamos antes que nada tres cartas: una de una comuna diciendo que nos aceptaría si contábamos con la recomendación de algún pariente que pudiéramos tener entre sus miembros; otra del condado al que pertenecía la comuna, en la que se aprobara el contenido de la primera, y una tercera del Departamento de Juventudes Urbanas de Sichuan en la que éste aprobara a su vez el traslado. Cuando tuviéramos las tres teníamos que regresar a nuestros equipos de producción en Ningnan para que éstos autorizasen el traslado antes de que el registro del condado de Ningnan nos pusiera finalmente en libertad. Sólo entonces nos entregarían el documento crucial para todo ciudadano de China: los libros de registro que deberíamos entregar a las autoridades en nuestro próximo lugar de residencia.

La vida se tornaba igualmente complicada y desalentadora cada vez que alguien se apartaba en lo más mínimo de la rígida planificación de las autoridades, y en la mayoría de los casos surgían complicaciones inesperadas. Mientras planeaba cómo organizar el traslado, el Gobierno dictó de repente una regulación por la que se congelaban todos los traslados posteriores al 21 de junio. Para entonces, estábamos ya en la tercera semana de mayo, por lo que sería imposible localizar a tiempo a un pariente real que quisiera aceptarnos y completar todas las formalidades a tiempo.

Recurrí a Wen. Sin dudarlo un instante, se ofreció a «crear» las tres cartas. La falsificación de documentos oficiales era un delito grave castigado con largas condenas de cárcel, pero aquel devoto guardia rojo de Mao acalló mis ruegos de cautela sin darles mayor importancia.

Los elementos cruciales de toda falsificación eran los sellos. En China, los documentos adquieren carácter oficial por los sellos que portan. Wen era un buen calígrafo, capaz de grabarlos siguiendo el estilo de los oficiales. Para ello se servía de pastillas de jabón. En una sola tarde tuvo listas las tres cartas que cada una de las tres necesitábamos y que, aun con suerte, hubiéramos tardado meses en obtener. Wen se ofreció asimismo para regresar a Ningnan con Nana y conmigo para ayudarnos con el resto del procedimiento.

Cuando llegó el momento de partir, me sentí terriblemente indecisa, puesto que ello implicaba dejar a mi abuela en el hospital. Ella me animó a marchar, diciendo que no tardaría en volver a casa para cuidar de mis hermanos pequeños. Yo no intenté disuadirla, ya que el hospital era un lugar espantosamente deprimente. Además del repugnante olor que reinaba en él, era increíblemente ruidoso: tanto de día como de noche podían oírse gemidos, golpes y conversaciones en voz alta en los pasillos. Los altavoces despertaban a todo el mundo a las seis de la mañana, y en numerosas ocasiones los enfermos fallecían en presencia del resto de los pacientes.

La tarde en que fue dada de alta, mi abuela experimentó un agudo dolor en la base de la columna. Le fue imposible sentarse en el portaequipajes de la bicicleta, por lo que Xiao-hei condujo el vehículo hasta casa con sus ropas, toallas, palanganas, termos y utensilios de cocina y yo fui caminando junto a ella para prestarle apoyo. Hacía una tarde de bochorno. Por muy lentamente que avanzáramos, caminar le dolía, lo que resultaba fácil de advertir por sus labios fuertemente apretados y el temblor que le asaltaba al intentar ahogar sus gemidos. Yo le relataba historias y cotilleos en un intento por distraerla. Los plátanos que solían dar sombra a las aceras apenas conservaban unas cuantas ramas patéticas, pues no habían sido podados ni una sola vez durante aquellos tres años de Revolución Cultural. Aquí y allá, los edificios mostraban las cicatrices sufridas durante los feroces combates librados por las distintas facciones Rebeldes.

Tardamos casi una hora en recorrer la mitad del camino. De pronto, el cielo se oscureció. Un violento vendaval levantó una nube de polvo y de fragmentos de carteles, y mi abuela se tambaleó. Yo la sostuve con fuerza. Comenzó a caer un chaparrón que nos empapó en pocos instantes. No había lugar en el que resguardarse, por lo que continuamos andando. Nuestras ropas, pegadas al cuerpo, entorpecían nuestros movimientos y yo jadeaba, casi sin aliento. Sentía la delgada y diminuta figura de mi abuela cada vez más pesada. La lluvia silbaba y arreciaba a nuestro alrededor, el viento azotaba nuestros cuerpos calados y yo comencé a experimentar un frío intenso. Mi abuela sollozaba: «¡Por todos los cielos, déjame morir! ¡Déjame morir!» También yo sentía ganas de llorar, pero me limité a decir: «Abuela, pronto estaremos en casa…»

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