Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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El mariscal Peng Dehuai murió tras un tormento igualmente prolongado que, en su caso, duró ocho años, hasta 1974. Su última petición -que le sacaran de su habitación, oscurecida con papel de periódico, para poder contemplar los árboles y la luz del día- resultó denegada. Aquellas y otras muchas persecuciones similares formaban parte de los métodos típicos imperantes durante la Revolución Cultural de Mao. En lugar de firmar penas de muerte, el líder se limitaba a señalar sus intenciones, tras lo cual siempre surgía alguien dispuesto a ejecutar el tormento e improvisar los detalles más sangrientos. Entre sus métodos se incluían la presión psicológica, la brutalidad física, la negación de cuidados médicos e, incluso, la administración de medicamentos que pudieran poner fin a la vida de sus víctimas. Aquella clase de muerte recibió un nombre especial en chino: po-hai zhi-si, «perseguidos hasta morir». Mao era plenamente consciente de lo que estaba ocurriendo, y solía animar a los verdugos por medio de su «consentimiento tácito» (mo-xu) lo que le permitía librarse de sus enemigos sin cargar con culpa alguna. La responsabilidad era ineludiblemente suya, si bien no de modo exclusivo. Los verdugos también aportaban su propia iniciativa. Los subordinados de Mao se mantenían constantemente alerta e intentaban anticiparse a sus deseos buscando nuevos modos de complacerle que, al mismo tiempo, alimentaran sus propias tendencias sádicas.

Los horribles detalles de las persecuciones sufridas por numerosos líderes no fueron revelados hasta algunos años más tarde. Cuando salieron a la luz, nadie en China se sintió sorprendido. Todos conocíamos ya demasiados casos por propia experiencia.

La transmisión radiada en la plaza incluía la enumeración de los miembros del nuevo Comité Central. Aterrada, me mantuve a la espera de escuchar los nombres de los Ting hasta que, efectivamente, fueron pronunciados: Liu Jie-ting y Zhang Xi-ting. Ahora, me dije a mí misma, es cuando ya no existe ninguna esperanza de que finalicen los sufrimientos de mi familia.

Poco después llegó un telegrama diciendo que mi abuela se había desmayado y se encontraba en cama. Anteriormente, jamás había hecho nada semejante. La tía Jun-ying me apremió a regresar a casa para atenderla, por lo que Xiao-fang y yo tomamos el siguiente tren con destino a Chengdu.

Mi abuela, próxima ya a cumplir sesenta años, había visto su estoicismo finalmente conquistado por el dolor, un dolor que taladraba su cuerpo y se desplazaba a través de él para concentrarse finalmente en los oídos. Los médicos de la clínica del complejo le dijeron que podría tratarse de un problema de nervios para el que no tenían cura; le recomendaron, sin embargo, que procurara mantenerse de buen humor. Así pues, la llevé a un hospital situado a media hora de camino de la calle del Meteorito.

Aislados en sus automóviles con chófer, los nuevos dueños del poder permanecían ajenos a las condiciones de vida de la población. En Chengdu no funcionaban los autobuses, ya que su función no se consideraba esencial para la revolución, y los taxis pedestres habían sido abolidos alegando que constituían un trabajo de explotación. Mi abuela no podía caminar debido a sus intensos dolores, por lo que hubo de viajar sentada sobre un cojín instalado sobre el portaequipajes de la bicicleta. Con Xiao-fang instalado en la barra, yo me encargué de empujar el vehículo mientras Xiao-hei la sostenía.

El hospital aún funcionaba, gracias a la profesionalidad y dedicación de algunos de sus empleados. Sobre sus muros de ladrillo pude ver grandes consignas de sus colegas más militantes en los que se acusaba a los primeros de servirse del trabajo para aniquilar la revolución (una acusación habitual que sufrían aquellos que intentaban continuar realizando sus trabajos). La doctora que nos atendió sufría tics en los párpados y mostraba unas profundas ojeras. Deduje que debía de estar agotada por la afluencia de pacientes, a lo que había que añadir los ataques políticos a los que tendría que enfrentarse. El hospital rebosaba de hombres y mujeres de expresión amarga. Algunos tenían el rostro magullado; otros permanecían tendidos sobre parihuelas con las costillas rotas. Eran todos víctimas de las asambleas de denuncia.

Ninguno de los médicos fue capaz de diagnosticar el padecimiento de mi abuela. No había aparato de rayos X ni ningún otro instrumento que permitiera una exploración adecuada. Estaban todos estropeados. Suministraron a mi abuela diversos analgésicos, y cuando éstos dejaron de surtir efecto la ingresaron en el hospital. Los pabellones estaban atestados, y las camas se tocaban unas a otras. Incluso los pasillos aparecían bordeados por camas. Las escasas enfermeras que corrían de un pabellón a otro no se bastaban para atender a todos los pacientes, por lo que decidí quedarme con mi abuela.

Regresé a casa para recoger algunos utensilios con los que cocinar sus comidas. Llevé también conmigo un colchón de bambú que extendí bajo su cama. Por la noche, cuando me despertaban sus quejidos, apartaba el delgado edredón que me cubría y le administraba masajes que la calmaban temporalmente. Desde debajo de la cama podía percibirse en la estancia un intenso olor a orines. Todos los pacientes tenían su orinal junto al lecho. Mi abuela, sin embargo, era muy escrupulosa en cuestiones de higiene, e insistía en levantarse y caminar hasta el lavabo incluso durante la noche. El resto de los pacientes, sin embargo, no eran tan quisquillosos, y a menudo sus orinales tardaban varios días en ser vaciados. Las enfermeras se encontraban demasiado ocupadas para preocuparse por detalles tan nimios.

La ventana que se abría junto a la cama de mi abuela daba al jardín delantero. Toda su superficie aparecía invadida por las hierbas, y sus bancos de madera estaban a punto de desplomarse. La primera vez que me asomé a verlo pude ver a varios niños ocupados en quebrar las pocas ramas de un pequeño magnolio que aún conservaba dos o tres flores mientras los adultos pasaban junto a ellos indiferentes a la escena. El vandalismo contra las plantas había pasado a formar parte de la vida cotidiana hasta un punto en que apenas llamaba la atención.

Un día, mirando por la ventana, distinguí a Bing -uno de mis amigos- descendiendo de su bicicleta. Mi corazón dio un vuelco, y sentí un súbito ardor en el rostro. Rápidamente estudié mi reflejo en el cristal, ya que mirarme en un espejo en público habría conllevado verme criticada como elemento burgués. Iba vestida con una chaqueta de cuadros blancos y rosados, diseño recientemente permitido para los atuendos de las jóvenes. Se autorizaba de nuevo el cabello largo, pero sólo si se recogía en dos trenzas, y yo pasaba horas y horas reflexionando acerca de cómo llevar las mías: ¿una junto a otra, quizá, o separadas entre sí? ¿Rectas o ligeramente curvadas en las puntas? ¿Debían ser las trenzas más largas que las coletas que las remataban o viceversa? Aquellas decisiones tan elementales se me hacían interminables. No existían normas oficiales acerca del peinado o la ropa. El uso diario venía determinado por lo que llevaban los demás, y las opciones eran tan escasas que la gente miraba constantemente a su alrededor en busca de una mínima variación. Representaba un auténtico desafío al ingenio el lograr un aspecto atractivo y distinto que al mismo tiempo fuera lo bastante similar al del resto de las personas como para que ningún dedo inquisitorial pudiera señalar de un modo específico en qué consistía la herejía.

Aún estaba ocupada estudiando mi aspecto cuando Bing penetró en el pabellón. En su aspecto no había nada fuera de lo corriente, pero le envolvía un cierto aire que lo distinguía de los demás. Exudaba un toque de cinismo poco habitual en aquellos años en que el sentido del humor brillaba por su ausencia, y yo me sentía profundamente atraída hacia él. Su padre había sido director de departamento en el Gobierno provincial anterior a la Revolución Cultural, pero Bing era distinto de la mayoría de los hijos de altos funcionarios. «¿Por qué tienen que enviarme a mí al campo?», solía decir, y de hecho se las arregló para obtener un certificado de enfermedad incurable que evitó su partida. Fue la primera persona en la que advertí la presencia de una inteligencia abierta y de una mente irónica e inquisitiva que nunca juzgaba por las apariencias, a la vez que el primero que despejó los tabúes que albergaba mi mente.

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