Jung Chang - Cisnes Salvajes
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Las colinas situadas detrás de la casa aparecían para entonces cubiertas por melocotoneros cargados de fruta madura, y Jin-ming y las chicas regresaban todos los días con cestos llenos de melocotones. Jin-ming me preparaba mermeladas, advirtiéndome que no debía comerlos crudos. Me sentía como una niña mimada, y pasaba los días en el salón contemplando las montañas distantes y leyendo obras de Turguéniev y Chéjov que Jin-ming había traído consigo para el viaje. El estilo del primero me afectaba profundamente, y llegué a aprenderme de memoria numerosos pasajes de Primer amor.
Por las tardes, la curva serpenteante de las lejanas montañas ardía como un espectacular dragón de fuego cuya silueta destacara contra la oscuridad del firmamento. El clima de Xichang era sumamente seco, pero ni las normas de protección forestal eran puestas en práctica ni funcionaban los servicios antiincendios. Como resultado, los montes ardían día tras día, deteniéndose tan sólo cuando una garganta interrumpía el paso de las llamas o una tormenta sofocaba los incendios.
Al cabo de unos días, Wen regresó con la autorización de mi equipo de producción para que partiéramos mi hermana y yo. Inmediatamente emprendimos el camino hacia el registro, aunque yo aún me sentía débil y apenas podía caminar unos metros antes de que mis ojos se inundaran con una masa de estrellas centelleantes. Tan sólo faltaba una semana para el 21 de junio.
Cuando llegamos a la capital del condado de Ningnan hallamos una atmósfera similar a la existente en tiempo de guerra. Para entonces, las luchas entre facciones habían cesado en la mayor parte de China, pero en aquellas zonas remotas continuaban librándose batallas. El bando perdedor se había refugiado en las montañas, pero desencadenaba frecuentes ataques relámpago. Se veían guardias armados por doquier, miembros en su mayor parte de los yi, un grupo étnico cuyos miembros habitaban mayoritariamente los rincones más recónditos de las selvas de Xichang. Según la leyenda, los yi no se tumbaban para dormir, sino que permanecían agachados con la cabeza hundida entre los brazos. Los líderes de las distintas facciones -todos ellos han- los animaban a realizar tareas peligrosas tales como combatir en primera línea y montar, la guardia. A medida que recorríamos las oficinas del condado en busca del registro nos veíamos obligados a sostener largas conversaciones con los guardias yi en las que -a falta de un idioma común- nos servíamos fundamentalmente de los gestos. Cuando nos acercábamos a ellos, solían alzar los rifles y nos apuntaban con el dedo en el gatillo entrecerrando los párpados. A pesar de estar muertos de miedo, procurábamos fingir indiferencia. Se nos había advertido que interpretarían cualquier muestra de temor como señal de culpabilidad y actuarían en consecuencia.
Por fin, dimos con el despacho del registrador, pero éste no se encontraba allí. Topamos, sin embargo, con un amigo nuestro que nos contó que se había ocultado debido a las hordas de jóvenes urbanos que le asaltaban intentando resolver sus problemas. Nuestro amigo ignoraba dónde se encontraba, pero nos habló de un grupo de «viejos jóvenes urbanos» que acaso lo supieran. Los «viejos jóvenes urbanos» eran aquellos que habían partido al campo antes de la Revolución Cultural. El Partido había intentado convencer a aquellos que habían suspendido sus exámenes de instituto y universidad para que emprendieran «la construcción de una nueva y espléndida campiña socialista» que habría de beneficiarse de su educación. Animados por un romanticismo entusiasta, algunos de ellos habían respondido al llamamiento del Partido. La cruda realidad de la vida rural -de la que no había ocasión de escapar- y el descubrimiento de la hipocresía del régimen, el cual jamás enviaba al campo a los hijos de los funcionarios aunque éstos también suspendieran sus exámenes, había convertido a muchos de ellos en cínicos.
Aquel grupo de «viejos jóvenes urbanos» se mostró sumamente amigable con nosotros. Tras obsequiarnos con un espléndido almuerzo a base de caza, se ofrecieron para averiguar dónde se ocultaba el registrador. Mientras un par de ellos partían a buscarle, nosotros nos quedamos charlando con el resto, sentados en su amplio porche rodeado de pinos frente al que se deslizaba un rugiente río conocido con el nombre de Agua Negra. Sobre las elevadas rocas que lo remataban, varias garcetas se balanceaban sobre una de sus delgadas patas al tiempo que alzaban la otra en diversas posturas de ballet. Algunas alzaban el vuelo, desplegando briosamente sus espléndidas alas, blancas como la nieve. Anteriormente, nunca había visto a aquellas elegantes danzarinas disfrutar de su libertad en estado salvaje.
Nuestros anfitriones nos señalaron la presencia de una oscura cueva abierta en la margen opuesta del río, de cuyo techo colgaba una espada de bronce de aspecto enmohecido. La cueva era inaccesible debido a su proximidad a las turbulentas aguas. Según la leyenda, la espada había sido abandonada allí por el célebre y sabio primer ministro del antiguo reino de Sichuan, el marqués Zhuge Liang, del siglo III. Se decía que había encabezado siete expediciones que habían partido de Chengdu para intentar conquistar las tribus bárbaras de la región de Xichang. Aunque conocía bien la historia, me produjo una intensa emoción ver las pruebas de su autenticidad con mis propios ojos. Aparentemente, había capturado siete veces al jefe de las tribus y le había dejado en libertad otras tantas en la esperanza de conquistarle con su magnanimidad. Las seis primeras, el cabecilla había continuado impasible con su rebelión, mas tras la séptima se había convertido en un leal seguidor del rey sichuanés. La moraleja de la leyenda era que para conquistar a un pueblo uno debía conquistar sus mentes y sus corazones, estrategia que Mao y los comunistas afirmaban suscribir. Vagamente, pensé que aquél era el motivo por el que debíamos someternos a sus «reformas del pensamiento»: para que no tuviéramos inconveniente en seguir sus órdenes. A ello se debía que presentara a los campesinos como modelo, ya que no había subditos más sumisos y obedientes. Al reflexionar acerca de ello hoy en día, llego a la conclusión de que la versión de Charles Colson -consejero de Nixon- venía a resumir el auténtico mensaje oculto: Cuando los tienes agarrados por los cojones, sus mentes y sus corazones seguirán por sí solos.
El curso de mis pensamientos se vio interrumpido por nuestros anfitriones. Lo que debíamos hacer, afirmaban con entusiasmo, era aludir indirectamente a las posiciones de nuestros padres cuando nos halláramos frente al registrador.
– Le faltará tiempo para poner el sello -aseguró un joven de aspecto alegre.
Todos ellos sabían ya que éramos hijas de altos funcionarios debido a la reputación de mi escuela. Sus consejos, sin embargo, no me convencieron del todo.
– Pero nuestros padres ya no gozan de esa posición. Han sido denunciados como seguidores del capitalismo -aventuré en tono vacilante.
– ¿Qué importa eso? -se apresuraron a inquirir varias voces intentando disipar mis dudas-. Tu padre es un comunista veterano, ¿no es cierto?
– Sí -murmuré.
– Y ha sido un alto funcionario, ¿verdad?
– Algo así -tartamudeé-, pero eso fue antes de la Revolución Cultural. Ahora…
– Ahora no importa. ¿Acaso alguien ha anunciado su destitución? No. Así pues, no pasa nada. ¿No comprendes? Resulta claro como la luz del día que el mandato de los funcionarios del Partido no ha concluido. El mismo podría decirte eso -exclamó el alegre joven señalando en dirección a la espada del viejo y sabio primer ministro. En aquel momento no me daba cuenta de que, consciente o inconscientemente, el pueblo consideraba la estructura de poder personal edificada por Mao como una alternativa impracticable frente a la antigua administración comunista. Los funcionarios destituidos habrían de regresar-. Entretanto -continuó el risueño joven mientras sacudía la cabeza para prestar mayor énfasis a sus palabras-, ninguno de nuestros funcionarios osaría ofenderte y arriesgarse con ello a crearse problemas en el futuro.
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