Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Mientras esperaba, vio un enorme estandarte en el que se leían las palabras: «Delegación de Peticionarios del Chengdu Rojo para Pekín.» A. su alrededor se agolpaba una multitud de unos doscientos jóvenes que rondarían los veinte años de edad. Por la lectura del resto de sus pancartas resultaba evidente que se trataba de estudiantes universitarios que viajaban a Pekín para protestar contra los Ting. Es más, los estandartes proclamaban que habían conseguido fijar una entrevista con el primer ministro Zhou.

El Chengdu Rojo era relativamente moderado comparado con su grupo rival, el 26 de Agosto. Los Ting se habían unido al 26 de Agosto, pero el Chengdu Rojo se negó a darse por vencido. El poder de los Ting no era absoluto, por muy apoyados que estuvieran por Mao y la Autoridad de la Revolución Cultural.

En aquella época, la Revolución Cultural se hallaba dominada por intensas luchas entre las distintas facciones de grupos Rebeldes. Habían dado comienzo tan pronto como Mao dio la señal para arrebatar el poder a los seguidores del capitalismo y ahora, tres meses después, la mayor parte de los líderes Rebeldes comenzaban a emerger como algo muy distinto de los funcionarios comunistas que habían expulsado: no eran sino oportunistas indisciplinados que ni siquiera cabía considerar como fanáticos maoístas. Mao los había exhortado a unirse y compartir el poder, pero ellos tan sólo habían obedecido sus indicaciones de boquilla. Unos y otros recurrían a las citas de Mao para atacarse mutuamente, sirviéndose cínicamente del espíritu evasivo y santón del líder: fuera cual fuese la situación, era sumamente sencillo encontrar una cita de Mao que resultara apropiada para la misma, e incluso que pudiera utilizarse para respaldar dos argumentos opuestos. Mao sabía que su deleznable filosofía estaba empezando a volverse contra él, pero no podía intervenir de modo explícito sin arriesgarse a perder su imagen mística y remota.

El Chengdu Rojo sabía que para destruir al 26 de Agosto tenía que eliminar a los Ting. Conocían la reputación de ambición y ansia de poder que les rodeaba, y la comentaban sin cesar, algunos en voz baja y otros más abiertamente. Ni siquiera la aprobación personal concedida por Mao a la pareja había bastado para frenar al Chengdu Rojo, y era en este contexto en el que el grupo había decidido enviar a los estudiantes a Pekín. Zhou Enlai había prometido recibirles debido a que, en tanto que uno de los dos grupos Rebeldes de Sichuan, el Chengdu Rojo contaba con millones de partidarios.

Mi madre siguió a la muchedumbre de sus miembros mientras les era franqueado el paso a través del control de billetes para acceder al andén junto al que resoplaba el expreso de Pekín. Cuando intentaba subir a uno de los vagones con ellos, un estudiante la detuvo:

– ¿Quién eres tú? -gritó. Mi madre, con treinta y cinco años de edad, a duras penas podía pasar por una estudiante-. Tú no eres una de nosotros. ¡Bájate!

Mi madre se aferró con fuerza a la barra de la portezuela.

– ¡Yo también voy a Pekín a protestar contra los Ting! -exclamó-. Conozco a ambos desde hace tiempo.

El hombre la contemplaba con expresión incrédula, pero de pronto oyó a sus espaldas las voces de un hombre y una mujer:

– ¡Déjala entrar! ¡Oigamos qué tiene que decir!

Mi madre se abrió camino hacia el interior del compartimento atestado y se sentó entre el hombre y la mujer, quienes se presentaron como oficiales del Chengdu Rojo. El hombre se llamaba Yong, y la mujer Yan. Ambos eran estudiantes de la Universidad de Chengdu.

Por sus palabras, mi madre dedujo que los estudiantes no sabían gran cosa de los Ting. Les contó todo cuanto pudo recordar de algunos de los numerosos casos de persecución en que habían participado en Yibin antes de la Revolución Cultural, acerca del intento de la señora Ting por seducir a mi padre en 1953, de la reciente visita de la pareja y de la negativa de mi padre a colaborar con ellos. Dijo que los Ting habían ordenado detener a mi padre debido a que éste había escrito al presidente Mao oponiéndose a su nombramiento como nuevos líderes de Sichuan.

Yan y Yong prometieron llevarla a su entrevista con Zhou Enlai. Mi madre permaneció despierta durante toda la noche, planeando qué le diría y cómo.

Cuando la delegación llegó a la estación de Pekín, había un representante del primer ministro esperándola. Fueron trasladados a una residencia de huéspedes del Gobierno, y se les dijo que Zhou les recibiría la próxima tarde.

Al día siguiente, aprovechando la ausencia de los estudiantes, mi madre preparó una apelación escrita para Zhou. Cabía la posibilidad de que no llegara a tener oportunidad de hablar con él, y en cualquier caso era preferible realizar las apelaciones por escrito. A las nueve de la noche acudió en compañía de los estudiantes al Gran Palacio del Pueblo situado en el costado oeste de la plaza de Tiananmen. La reunión había de celebrarse en el salón Sichuan que mi padre había ayudado a decorar en 1959. Los estudiantes se sentaron formando un semicírculo frente al primer ministro. No había asientos suficientes, por lo que algunos se acomodaron en el suelo enmoquetado. Mi madre ocupó un lugar de la fila posterior.

Sabía que su discurso tendría que ser breve y eficaz, y volvió a ensayarlo mentalmente a medida que transcurría la entrevista. Se sentía demasiado preocupada para prestar atención a lo que decían los estudiantes. Tan sólo observaba las reacciones del primer ministro, quien asentía de vez en cuando con la cabeza sin demostrar aprobación o desagrado en ningún momento. Se limitaba a escuchar y, ocasionalmente, realizaba observaciones genéricas acerca de la necesidad de «unirse» y «seguir al presidente Mao». Entretanto, un ayudante iba tomando notas.

De repente, oyó que el primer ministro decía a modo de conclusión:

– ¿Algo más?

Mi madre saltó disparada del asiento.

– Primer ministro, yo tengo algo más que decir.

Zhou elevó la mirada. Era evidente que mi madre no era una estudiante.

– ¿Quién eres? -preguntó.

Mi madre le dio su nombre y su grado y prosiguió sin detenerse:

– Mi esposo ha sido arrestado bajo la acusación de ser un contrarrevolucionario en activo. He venido en busca de justicia. -A continuación, anunció el nombre y la posición de mi padre.

Zhou aguzó la mirada. Mi padre ocupaba una posición importante.

– Los estudiantes pueden salir -dijo-. Hablaré contigo en privado.

Mi madre ansiaba poder hablar a solas con Zhou, pero ya había decidido sacrificar la ocasión de hacerlo en beneficio de un objetivo más importante.

– Primer ministro, querría que los estudiantes se quedaran para ser testigos de lo que voy a decir. -Mientras decía esto, alargó su apelación al estudiante que tenía delante, quien se la entregó a Zhou. El primer ministro asintió.

– De acuerdo. Continúa.

Hablando rápidamente, pero con claridad, mi madre dijo que mi padre había sido arrestado por lo que había escrito en una carta dirigida al presidente Mao. Mi padre se oponía al nombramiento de los Ting como nuevos líderes de Sichuan debido a su reputación de cometer abusos de poder, de algunos de los cuales había sido testigo en Yibin. Además de eso, dijo brevemente:

– La carta de mi esposo contenía asimismo graves errores acerca de la Revolución Cultural.

Había reflexionado cuidadosamente sobre cómo expresaría aquello. Tenía que proporcionar a Zhou una crónica veraz, pero no podía repetir las palabras exactas de mi padre por miedo a los Rebeldes. Debía ser lo más abstracta posible:

– Mi esposo alimentaba algunas opiniones gravemente erróneas. No obstante, nunca las expresó en público. Se limitó a seguir las indicaciones del Partido Comunista y decidió confiarlas al presidente Mao. Según las normas, ello constituye un derecho legítimo de todo miembro del Partido, y no debiera utilizarse como excusa para detenerle. He venido aquí en busca de justicia para él.

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