Jung Chang - Cisnes Salvajes

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Una abuela, una madre, una hija. A lo largo de esta saga, tan verídica como espeluznante, tres mujeres luchan por sobrevivir en una China sometida a guerras, invasiones y revoluciones. La abuela de la autora nació en 1909, época en la que China era aún una sociedad feudal. Sus pies permanecieron vendados desde niña, y a los quince años de edad se convirtió en concubina de uno de los numerosos señores de la guerra.

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Mi padre prosiguió, estimulado por la indignación que sentía:

– El presidente Mao no puede haber conocido todos los hechos acerca de ustedes. ¿Qué clase de «buenos funcionarios» son ustedes? Han cometido errores imperdonables. -Se contuvo para no decir «crímenes».

– ¡Cómo se atreve a poner en tela de juicio las palabras de Mao! -exclamó la señora Ting-. El vicepresidente Lin Biao ha dicho: «¡Cada palabra del presidente Mao es como diez mil palabras y representa la verdad universal y absoluta!»

– Que una palabra signifique una palabra -repuso mi padre- constituye de por sí la proeza suprema de un hombre. No es humanamente posible que una palabra equivalga a diez mil. La afirmación del vicepresidente Lin Biao fue retórica, y no debe ser entendida de un modo literal.

Según ellos mismos lo relataron posteriormente, los Ting no podían dar crédito a lo que oían. Advirtieron a mi padre que aquel modo de pensar, hablar y comportarse era contrario a la Revolución Cultural encabezada por el presidente Mao. A ello repuso mi padre que le encantaría tener la ocasión de discutir con el presidente Mao de todo aquel asunto. Decir aquello resultaba tan suicida que los Ting se quedaron sin habla. Tras un intervalo en silencio, ambos se levantaron para partir.

Mi abuela oyó sus pisadas indignadas y salió corriendo de la cocina con las manos blancas por la harina de trigo en la que había estado rebozando la masa. Al hacerlo, chocó con la señora Ting y rogó a la pareja que se quedara a almorzar. La señora Ting hizo como si no existiera, salió furiosa del apartamento, y comenzó a descender las escaleras. Al llegar al rellano, se detuvo, giró en redondo y gritó colérica a mi padre, que había salido tras ellos:

– ¿Acaso está loco? Se lo pregunto por última vez: ¿aún rehusa aceptar mi ayuda? Imagino que será consciente de que puedo hacer con usted lo que quiera.

– No quiero tener nada que ver con ustedes -dijo mi padre-. Ustedes y yo pertenecemos a especies distintas.

Dicho aquello regresó a su despacho, dejando en las escaleras a mi atónita y atemorizada abuela. Salió casi de inmediato portando un tintero de piedra con el que entró en el cuarto de baño. Tras verter unas cuantas gotas de agua sobre la piedra, regresó a su despacho con aire pensativo. A continuación, se sentó ante su mesa y comenzó a deshacer una barra de tinta a base de hacerla girar una y otra vez sobre la piedra hasta obtener un líquido negro y espeso. Luego extendió una hoja en blanco frente a él. En pocos minutos había concluido su segunda carta a Mao. Comenzaba diciendo: «Presidente Mao, apelo a usted, de comunista a comunista, para que detenga la Revolución Cultural.» La carta continuaba con una descripción de los desastres en los que ésta había sumido a China, y concluía: «Temo lo peor para nuestro Partido y nuestro país si a gente como Liu Jie-ting y Zhang Xi-ting se les concede un poder que afecta a las vidas de decenas de millones de personas.»

Dirigió el sobre al «Presidente Mao, Pekín», y lo llevó personalmente a la oficina de correos que había al comienzo de la calle. Envió la carta por correo aéreo y certificado. El empleado que atendía el mostrador tomó el sobre y paseó la mirada por él con expresión absolutamente inmutable. Por fin, mi padre regresó caminando a casa… a esperar.

20. «No venderé mi alma»

Mi padre detenido (1967-1968)

Una tarde, tres días después de enviar mi padre su carta a Mao, mi madre oyó que llamaban con los nudillos a la puerta de nuestro apartamento y salió a abrir. Entraron tres hombres, vestidos con el holgado atuendo azul similar a un uniforme que llevaban todos los hombres en China. Mi padre conocía a uno de ellos: había trabajado como conserje en su departamento y ahora era militante Rebelde. Uno de los otros, un individuo de elevada estatura con un rostro delgado y cubierto de forúnculos, anunció que eran Rebeldes de la policía y que habían venido a detenerle por ser un contrarrevolucionario en activo que ataca al presidente Mao y a la Revolución Cultural. A continuación, él y el tercer hombre, más bajo y robusto que su compañero, aferraron a mi padre por los brazos y le indicaron con un gesto que se pusiera en marcha.

No le mostraron tarjeta de identidad alguna, y mucho menos una orden de detención. Sin embargo, no cabía duda de que se trataba de policías Rebeldes de paisano. Su autoridad era incuestionable, ya que venían en compañía de un Rebelde del departamento de mi padre.

Aunque no mencionaron su carta a Mao, mi padre supo que debía de haber sido interceptada, como era poco menos que inevitable. Ya había contado con que sería probablemente arrestado, no sólo porque había vertido sus blasfemias sobre el papel sino porque ahora existía una autoridad -los Ting- capacitada para sancionar su detención. A pesar de ello, había preferido aferrarse a la única esperanza que le quedaba, por remota que fuera. Así pues, se mostró tenso y silencioso, pero no protestó. Cuando salía del apartamento se detuvo un instante y dijo suavemente a mi madre: «No guardes rencor al Partido. Ten confianza en que sabrá corregir sus errores, por graves que éstos sean. Divorcíate de mí y transmite mi amor a nuestros hijos. No permitas que se alarmen.»

Aquella tarde, cuando llegué a casa, descubrí la ausencia de mis padres. Mi abuela me dijo que mi madre había partido hacia Pekín para interceder por mi padre, quien había sido detenido por Rebeldes de su departamento. No pronunció la palabra «policía», ya que ello me hubiera resultado demasiado inquietante al tratarse de una forma de detención más seria e irreversible que un simple arresto por los Rebeldes.

Corrí al departamento de mi padre a preguntar dónde estaba, pero no obtuve otra respuesta que una variada colección de exabruptos encabezados por la señora Shau: «Tienes que trazar una línea entre tú y ese pestilente seguidor del capitalismo que tienes como padre -decían-. Esté donde esté, lo tiene bien empleado.» Conteniendo mi ira y mis lágrimas, me sentí rebosante de odio hacia aquellos adultos supuestamente inteligentes. No tenían necesidad alguna de mostrarse tan despiadados ni tan brutales. Incluso en aquellos días, hubiera sido perfectamente posible para ellos mostrar una expresión más amable y un tono más compasivo o incluso limitarse a guardar silencio.

Fue en aquella época cuando desarrollé mi propio modo de dividir a los chinos en dos clases, aquellos que eran humanos y aquellos que no lo eran. Había hecho falta una agitación como la que había supuesto la Revolución Cultural para sacar a la luz aquellas características de las personas, ya se tratara de guardias rojos adolescentes, Rebeldes adultos o seguidores del capitalismo.

Mi madre, entretanto, esperaba en la estación la llegada del tren que había de conducirla a Pekín por segunda vez. Esta vez, se sentía mucho más pesimista que seis meses antes. Entonces, aún había habido una ligera posibilidad de obtener cierta justicia, pero ahora resultaba prácticamente imposible. Sin embargo, mi madre no se rindió a la desesperación. Estaba dispuesta a luchar.

Había decidido que la persona a quien tenía que ver era el primer ministro Zhou Enlai. De nada servía hablar con ningún otro. Si se entrevistaba con otra persona, ello sólo serviría para acelerar la caída de su esposo, su familia y ella misma. Sabía que Zhou era considerablemente más moderado que la señora Mao y que la Autoridad de la Revolución Cultural, y también que poseía un notable poder sobre los Rebeldes, a los que transmitía órdenes casi a diario.

Sin embargo, intentar verle era como penetrar en la Casa Blanca o tratar de entrevistarse a solas con el Papa. Incluso si lograba llegar a Pekín sin que la detuvieran y daba con la oficina de quejas adecuada, no podría especificar a quién querría ver ya que ello se consideraría un insulto -incluso un ataque- hacia otros líderes. Su ansiedad aumentó, ya que ignoraba si su ausencia había sido ya descubierta por los Rebeldes. Se suponía que debía esperar que la convocaran para asistir a su proxima asamblea de denuncia, pero existía una posibilidad de pasar desapercibida: acaso cada grupo de Rebeldes pensara que estaba ya en manos de otro.

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