No sin cierta vacilación, Wallingford mencionó lo mucho que deseaba afianzar la relación con Otto Clausen hijo. ¿Tenía el doctor Zajac algún consejo que darle sobre la mejor manera de comunicarse con un niño pequeño, sobre todo un niño al que uno veía muy poco?
– Léale en voz alta -respondió el doctor Zajac-. No hay nada como eso. Empiece con Stuart Little y luego pruebe a leerle La telaraña de Charlotte.
– ¡Recuerdo esos cuentos! -exclamó Patrick-. Stuart Little me encantó, y recuerdo que mi madre lloraba cuando me leía La telaraña de Charlotte .
– Quienes leen La telaraña de Charlotte sin llorar deberían ser lobotomizados -respondió Zajac-. ¿Pero qué edad tiene el pequeño Otto?
– Siete meses.
– Bueno, sólo empieza a gatear -dijo el doctor Zajac-. Espere a que tenga seis o siete años. Cuando tenga ocho o nueve leerá esos cuentos por sí mismo, pero dos o tres años antes será lo bastante mayor para escucharle atentamente cuando se los lea.
– Seis o siete -repitió Patrick. ¿Cómo podía esperar tanto tiempo para establecer una relación con el pequeño Otto?
Después de cerrar el consultorio, Zajac tomó el ascensor con Patrick hasta la planta baja. Se ofreció para llevarle en su coche al hotel Charles, pues estaba en la dirección de su casa, y Wallingford aceptó encantado. Zajac encendió la radio, y fue entonces cuando el famoso reportero televisivo, que no escuchaba la radio los fines de semana, se enteró de que había desaparecido la avioneta.
Por entonces todo el mundo sabía, excepto Wallingford, que John F. Kennedy hijo, junto con su esposa y su cuñada, se habían perdido en el mar y probablemente estaban muertos. El joven Kennedy, relativamente inexperto como piloto, iba a los mandos. Mencionaron la niebla que cubría Martha's Vineyard la noche anterior. Se encontraron las etiquetas de los equipajes, y luego restos del mismo aparato.
– Creo que sería mejor que hallaran los cadáveres -observó Zajac-. Quiero decir que habría demasiadas especulaciones si jamás aparecieran.
Las especulaciones eran lo que Wallingford preveía, tanto si los cadáveres aparecían como si no. Por lo menos durarían una semana. La próxima semana casi coincidía con la que Patrick había elegido para sus vacaciones, y ahora se decía que ojalá la hubiera pedido. (Prefirió pedir una semana en otoño, preferiblemente cuando los Packers de Green Bay jugaran un partido en su campo.)
Cuando regresó al hotel Charles, Wallingford se sentía como un hombre condenado. Sabía cuál iba a ser el contenido de las noticias durante los próximos siete días. Eso era lo más odioso de su profesión, y él tendría que participar en todo aquello.
El canal del duelo, le había dicho aquella mujer cuando desayunaba, pero el estímulo premeditado del dolor público no era precisamente exclusivo de la cadena especializada en noticias para la que Wallingford trabajaba. La muerte, la repetición continua de noticias macabras, había llegado a ser tan corriente en televisión como las noticias del mal tiempo. La muerte y el mal tiempo eran lo que mejor se les daba a los informadores de la televisión.
Tanto si aparecían los cuerpos como si no, o al margen del tiempo que tardaran en hallarlos (con o sin lo que innumerables periodistas llamarían «cierre»), no habría tal cierre. No lo habría hasta que se hubiera rememorado hasta la saciedad y en todos sus detalles el papel de los Kennedy en la historia reciente. Tampoco la invasión de la intimidad de la familia Kennedy era el aspecto más repugnante del asunto. Desde el punto de vista de Patrick el principal de los males era que no se trataba de noticias, sino de un melodrama reciclado.
La habitación de Patrick en el hotel Charles estaba silenciosa y fría como una cripta. Se tendió en la cama, tratando de prever lo peor antes de encender el televisor. Pero se olvidaba de la hermana mayor de Kennedy hijo, Caroline. Patrick siempre la había admirado por la discreción con que se presentaba ante la prensa. La casa de verano que Wallingford había alquilado en Bridgehampton estaba cerca de Sagaponak, donde Caroline Kennedy Schlossberg pasaba el verano con su marido y sus hijos. Tenía una belleza sencilla pero elegante; aunque los medios de comunicación iban a someterla a un intenso seguimiento, Patrick creía que se las arreglaría para mantener su dignidad intacta.
En su habitación del Charles, Wallingford se sentía demasiado asqueado para encender el televisor. Si regresaba a Nueva York, no sólo tendría que responder a los mensajes del con testador automático, sino que el teléfono no dejaría de sonar. Si se quedaba en su habitación del Charles, acabaría por ver la televisión, aun cuando ya supiera lo que vería: a sus colegas periodistas, nuestros árbitros morales nombrados por sí mismos, con un aspecto de lo más serio y hablando de tal manera que su sinceridad parecería inequívoca.
Ya debían de haber aterrizado en Hyannisport. Habría un seto, esa siempre predecible barrera de ligustro en el fondo del marco. Detrás del seto, sólo las ventanas del piso superior de la casa brillantemente iluminada serían visibles. (Las ventanas de las buhardillas tendrían las cortinas corridas.) No obstante, de alguna manera el periodista, de pie en primer plano de la toma, se las ingeniaría para dar la impresión de que le habían invitado.
Naturalmente, habría un análisis de la desaparición de la avioneta en la pantalla del radar, y algún comentario serio sobre el presunto error del piloto. Muchos de los colegas de Patrick no perderían la oportunidad de condenar el discernimiento de John Kennedy hijo; incluso se pondría en tela de juicio el discernimiento de todos los Kennedy. Con toda seguridad se plantearía la cuestión del «desasosiego genético» entre los varones de la familia. Y mucho más tarde, por ejemplo, a fines de la semana siguiente, algunos de esos mismos periodistas declararían que la cobertura del suceso había sido excesiva, y entonces pedirían que se pusiera fin a la información. Siempre actuaban del mismo modo.
Wallingford deseó saber cuánto tiempo pasaría antes de que algún miembro de la sala de redacción neoyorquina le preguntara a Mary dónde estaba. ¿O acaso la misma Mary intentaría comunicarse con él? Sabía que había ido a visitar al cirujano que le operó. En la época de la intervención, el nombre de Zajac salió en las noticias. Mientras yacía inmóvil en aquella fría habitación, a Patrick le pareció extraño que alguien de la cadena no le hubiera llamado ya al hotel. Tal vez Mary también estaba ausente.
Obedeciendo a un impulso, Wallingford descolgó el auricular y marcó el número de su casa de verano en Bridgehampton. Una mujer que, a juzgar por su tono, parecía histérica, se puso al aparato. Era Crystal Pitney. Éste era su apellido de casada, pero Patrick no recordaba cuál era su apellido cuando se acostaba con ella. Recordaba, eso sí, que había algo raro en su manera de hacer el amor, pero no sabía con precisión qué era.
– ¡Patrick Wallingford no está aquí! -gritó Crystal, en vez de responder con el saludo habitual-. ¡Aquí nadie sabe dónde está!
Patrick oyó el ruido de fondo de la televisión. El sonido monótono, familiar, a medias serio, estaba puntuado por ocasionales arranques de las mujeres.
– ¿Diga? -respondió Crystal Pitney. Wallingford guardó silencio-. ¿Quién es usted, un tío raro? ¡Es uno de esos que sólo respiran! -anunció la enfurecida señora Pitney a las demás mujeres.
Entonces Wallingford recordó su peculiaridad. Antes de acostarse juntos por primera vez, Crystal le advirtió de antemano que tenía una extraña anomalía respiratoria. Cuando se quedaba sin aliento y no le llegaba suficiente oxígeno al cerebro, empezaba a tener visiones y, en general, se volvía un poco loca. Esto último era un eufemismo. Crystal se quedó enseguida sin aliento, y antes de que Wallingford supiera lo que ocurría, la mujer le mordió la nariz y le quemó la espalda con la lámpara que estaba sobre la mesilla de noche.
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