Pero por mucho que Wallingford detestara el noticiario, también lo comprendía. Los medios de comunicación sólo podían adoptar dos posturas ante las celebridades: adorarlas o despellejarlas. Y puesto que el duelo era la forma suprema de adoración, era comprensible que la muerte de las celebridades fuese muy apreciada. Además, su fallecimiento permitía a los medios de comunicación adorarlas y despellejarlas al mismo tiempo. La situación era inmejorable.
Wallingford apagó el televisor y guardó el mando a distancia en el cajón. Pronto él mismo estaría en la pantalla como parte del espectáculo. Se sintió aliviado cuando llamó para preguntar por el mensaje telefónico: le habían llamado desde recepción para saber cuándo iba a marcharse.
Les dijo que lo haría por la mañana, y entonces se tendió en la cama de la habitación medio a oscuras. (No había corrido las cortinas al levantarse y el servicio no había tocado la habitación porque Patrick había dejado en la puerta el letrero de NO MOLESTAR.) Esperó echado a Sarah Williams, una compañera de viaje, y los maravillosos libros para niños y adultos cansados del mundo escritos por E.B. White.
Wallingford era un presentador de noticias oculto. Se ponía ex profeso fuera de alcance en el mismo momento en que emitían la noticia de la desaparición de Kennedy. ¿Qué haría la dirección con un periodista que no ansiaba informar de lo ocurrido? En realidad, Wallingford se desentendía de ello… ¡era un periodista que postergaba su trabajo! (Ninguna cadena de televisión sensata habría vacilado en despedirle.)
Pero ¿qué más postergaba Patrick Wallingford? ¿No se ocultaba también de lo que Evelyn Arbuthnot había llamado despectivamente su vida?
¿Cuándo acabaría por entenderlo? El destino no es imaginable, excepto en los sueños o en el caso de los enamorados. Cuando conoció a la señora Clausen, Patrick nunca podría haber imaginado el futuro con ella, y cuando se enamoró, no podía imaginarlo sin ella.
Wallingford no quería tener relaciones sexuales con Sarah Williams, aunque le tocaba tiernamente los pechos caídos con su única mano, y ella tampoco quería hacer el amor con él. Es cierto que deseó prodigarle cuidados maternales, posiblemente porque sus hijas vivían muy lejos y tenían hijos propios. Pero es más que probable que Sarah Williams comprendiera la necesidad que Patrick Wallingford tenía de una madre y, además de sentirse culpable por haberle insultado en público, el escaso tiempo que pasaba con sus nietos aumentaba su sentimiento de culpa.
Otro problema era el embarazo de Sarah y su convencimiento de que no podría soportar de nuevo el temor a la muerte de uno de sus hijos, y tampoco quería que sus hijas adultas supieran que aún tenía relaciones sexuales.
Le dijo a Wallingford que era profesora adjunta de lengua y literatura inglesas en la Universidad Smith Desde luego, tenía todo el aire de una profesora de lengua cuando leyó a Patrick, con voz clara y animada, algunos fragmentos de Stuart Little y luego de La telaraña de Charlotte , «porque ése es el orden en que se escribieron». Sarah yacía sobre el lado izquierdo con la cabeza en la almohada de Patrick. La luz sobre la mesilla de noche era la única encendida en la penumbrosa habitación. Aunque era mediodía, las cortinas estaban corridas.
La profesora Williams leyó Stuart Little hasta pasada la hora de comer. No tenían apetito. Wallingford yacía desnudo a su lado, el pecho pegado a la espalda de la mujer, tocándole las nalgas con los muslos mientras con la mano derecha le tomaba un seno y luego el otro. Entre los dos estaba, apretado, el muñón del antebrazo izquierdo de Patrick. Él lo notaba sobre el vientre desnudo y ella en la rabadilla.
Wallingford pensó que el final de Stuart Little podía ser más gratificante para los adultos que para los niños, quienes esperan mucho más del final de un relato. Sarah le dijo que, con todo, era «un final juvenil, que manifiesta el optimismo de los adultos jóvenes».
Sí, se expresaba como una profesora de lengua y literatura. Patrick habría dicho que el final de Stuart Little es una especie de segundo comienzo. Uno tiene la sensación de que a Stuart le aguarda otra aventura con cada nuevo viaje.
– Es un libro para chicos -le dijo Sarah.
Patrick supuso que también a los ratones podría gustarles. Ninguno de los dos deseaba hacer el amor, pero lo habrían hecho si uno de ellos lo hubiera deseado. Como si fuese un niño pequeño, Wallingford prefería que ella le leyera, y por el momento Sarah Williams se sentía más maternal que interesada por el sexo. Además, ¿cuántos adultos desnudos, desconocidos y en una habitación de hotel con las cortinas corridas en pleno día leían en voz alta a E. B. White? Incluso Wallingford habría admitido que le gustaba la peculiaridad de la situación. Sin duda era más peculiar que hacer el amor.
– No te detengas, por favor -le dijo Wallingford a la señora Williams, como podría habérselo dicho a una mujer que estuviera montada sobre él-. Sigue leyendo. Si empiezas La telaraña de Charlotte yo lo terminaré, te leeré el final.
Sarah se había movido un poco en la cama, y ahora el pene de Patrick le rozaba la parte posterior de los muslos, mientras que el muñón le tocaba las nalgas. Es posible que Sarah se preguntase cuál era uno y cuál el otro, a pesar del distinto tamaño, pero ese pensamiento los habría conducido a una experiencia mucho más ordinaria.
Cuando Mary le llamó por teléfono, interrumpió la escena de La telaraña de Charlotte en la que la araña, Charlotte, prepara al cerdo Wilbur para que encaje su muerte inminente.
«¿Qué es la vida, al fin y al cabo? -pregunta Charlotte-. Nacemos, vivimos un poco, morimos. Es inevitable que la vida de una araña sea más bien un asco, con tanto atrapar y comer moscas.»
En aquel momento sonó el teléfono, y Wallingford asió con más fuerza uno de los senos de Sarah. Ésta, irritada por la llamada, descolgó el auricular y preguntó con aspereza:
– ¿Quién es?
– ¿Y usted quién es? -replicó Mary, alzando la voz para que Patrick la oyera.
Él soltó un bufido.
– Dile que eres mi madre -susurró Wallingford al oído de Sarah. (Por un momento se avergonzó al recordar que la última vez que había usado ese recurso su madre aún vivía.)
– Soy la madre de Patrick Wallingford, querida -dijo Sarah-. ¿Y tú quién eres?
La familiar expresión «querida» hizo que Wallingford pensara de nuevo en Evelyn Arbuthnot.
Mary colgó. La señora Williams siguió leyendo el penúltimo capítulo de La telaraña de Charlotte, que termina así: «Nadie estaba con ella cuando murió».
Sin contener los sollozos, Sarah entregó el libro a Patrick. Él le había prometido leerle el último capítulo, sobre el cerdo Wilbur: «Y así Wilbur volvió a casa, a su querido montón de estiércol…», y lo leyó sin emoción, como si fuese el noticiario. (Era mejor que el noticiario, pero ésa es otra historia.) Cuando Patrick terminó de leer, dormitaron hasta que en el exterior estuvo oscuro; sólo despierto a medias, Wallingford apagó la luz de la mesilla de noche y la oscuridad también invadió la habitación. Permaneció tendido e inmóvil. Sarah Williams le abrazaba, y sus senos le presionaban los omóplatos. El firme pero suave abultamiento de su abdomen se ceñía a la curva de la parte inferior de su espalda, le rodeaba la cintura con un brazo y le asía el pene con algo más de fuerza de lo que sería cómodo, pero aun así él se quedó dormido.
Es probable que hubieran dormido durante toda la noche. Por otro lado, tal vez se habrían despertado poco antes del amanecer y habrían hecho el amor intensamente en la semipenumbra, quizá porque ambos sabían que no volverían a verse jamás. Pero poco importa lo que habrían hecho, porque sonó el teléfono de nuevo.
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