John Irving
La cuarta mano
1. El hombre atacado por un león
Imaginad a un hombre joven que se encamina hacia un suceso cuya duración no pasará de medio minuto: la pérdida, mucho antes de llegar a una edad mediana, de la mano izquierda.
En su infancia fue un alumno prometedor, un chico equitativo y simpático, aunque no se distinguiera por su originalidad. Los compañeros de clase que aún recordaban de sus días escolares al futuro receptor de una mano no le habrían calificado de atrevido. Más adelante, en la escuela de enseñanza media, y a pesar del éxito que tenía con las chicas, pocas veces se reveló como un muchacho audaz ni, ciertamente, temerario. Si bien su apostura era irrefutable, el aspecto más atrayente que recordaban sus novias de entonces era que lo sometía todo a la consideración de ellas.
Mientras estudiaba en la universidad, nadie habría predicho que su destino era la fama. «Era tan poco estimulante…», comentó una de sus antiguas novias.
Otra joven, con la que él tuvo una breve relación en la escuela para estudiantes graduados, se mostró de acuerdo. Según ella, «carecía de la confianza propia de alguien capaz de hacer algo especial».
El muchacho en cuestión siempre tenía en los labios una sonrisa, aunque con un punto de aflicción, como le ocurre a quien sabe que te ha visto antes pero no puede recordar con exactitud la ocasión. Muy bien podría estar pensando si el encuentro anterior tuvo lugar en un funeral o en un burdel, lo cual explicaría que en su sonrisa se diera una inquietante combinación de pesadumbre y azoramiento.
Tuvo un lío con la directora de su tesis de licenciatura, lo cual era o un reflejo o un motivo de la falta de dirección que evidenciaba el joven como estudiante graduado. Más adelante (ella estaba divorciada y tenía una hija casi adulta) la mujer afirmaría: «Nunca puedes confiar en un hombre tan guapo. Además, era una de esas típicas personas que no desarrollan su potencial… no se trataba de un caso tan irremediable como te parecía al principio. Querías echarle una mano, querías cambiarle. Y, con toda franqueza, querías hacer el amor con él».
A su modo de ver, de repente aparecía en él una especie de luz antes ausente, que llegaba y desaparecía como un cambio de color al final del día, como si no existiera ninguna distancia demasiado grande para esa luz. Al mencionar «su vulnerabilidad al desdén», la directora hizo hincapié en «lo conmovedora que eran.
Pero ¿qué decir sobre la decisión de someterse a una operación de trasplante de mano? ¿No diríais que sólo un aventurero o un idealista correría el riesgo necesario para adquirir una mano nueva?
Ninguno de sus conocidos afirmaría jamás que era un aventurero o un idealista, pero sin duda fue idealista en el pasado. En su adolescencia debió de haber albergado sueños, y aunque sus objetivos fueran privados y no los manifestara, lo cierto es que al menos había tenido objetivos.
La directora de su tesis, que se encontraba a gusto en el papel de experta, daba cierta importancia a la pérdida de los padres cuando el joven todavía estudiaba la carrera. Pero sus padres lo habían previsto todo y, a pesar de su fallecimiento, el hijo gozaba de una absoluta seguridad financiera. Podría haber seguido en la universidad hasta conseguir un puesto de profesor numerario, o podría haber asistido a la escuela para graduados durante el resto de su vida. Sin embargo, aunque siempre había sido un buen estudiante, a ninguno de sus profesores le pareció jamás que tuviera una motivación excepcional. No tomaba la iniciativa, y se limitaba a aceptar lo que le ofrecían.
Tenía todas las características de quien se ha adaptado a la pérdida de una mano y saca el mejor partido de sus limitaciones. Quienes le conocían estaban seguros de que acabaría por ser un manco sin el menor asomo de amargura por su condición.
Además, era periodista de televisión y, para lo que hacía, ¿no le bastaba con una mano?
Pero él estaba seguro de que quería una nueva mano, y había comprendido a la perfección todo aquello que, en el aspecto médico, podía salir mal cuando le hicieran el trasplante. Y lo que no lograba entender explicaba por qué hasta entonces nunca le había tentado experimentar; carecía de imaginación para concebir la inquietante idea de que la nueva mano no sería del todo suya. Al fin y al cabo, de entrada había sido la mano de otra persona.
El hecho de que fuese periodista de televisión no podía ser más adecuado. La mayoría de ellos son bastante listos, en el sentido de que tienen rapidez mental y van directos a lo que importa. En televisión no puedes andarte con dilaciones. Un tipo que decide recibir un trasplante de mano no vacila, ¿verdad?
En fin, se llamaba Patrick Wallingford y, sin sombra de titubeo, habría trocado su fama por una nueva mano izquierda. Cuando ocurrió el accidente, Patrick estaba promocionándose en el mundo del periodismo televisivo. Había trabajado para dos de las tres cadenas principales, y se quejaba una y otra vez de la mala influencia que tenían los índices de audiencia sobre los noticiarios. ¿Cuántas veces había sucedido que algún director ejecutivo, más familiarizado con el lavabo de caballeros que con la sala de realización, tomaba una «decisión de marketing» que hacía peligrar una noticia? (Wallingford opinaba que los ejecutivos de los noticiarios se habían rendido por completo a los expertos en marketing.)
Para decirlo claramente, Patrick creía que las expectativas financieras que tenían las cadenas con respecto a sus nuevos departamentos estaban matando a los noticiarios. ¿Por qué se esperaba que éstos fuesen tan rentables como los programas llamados de diversión? ¿Por qué se presionaba a un departamento de informativos aunque sólo fuese para obtener beneficios? Las noticias no eran lo que ocurría en Hollywood; las noticias no eran las Series Mundiales ni la Super Bowl. Las noticias (y Wallingford se refería a las auténticas noticias, es decir, los reportajes en profundidad) no deberían competir por los índices de audiencia con las comedias o las telenovelas.
En noviembre de 1989, cuando cayó el Muro de Berlín, Patrick Wallingford trabajaba todavía para una de las grandes cadenas. Le entusiasmaba hallarse en Alemania con ocasión de semejante acontecimiento histórico, pero le recortaban continuamente los reportajes que enviaba desde Berlín, a veces hasta la mitad de la duración que él creía que merecían. Un director ejecutivo le dijo en la sala de redacción de Nueva York: «Ninguna noticia en la categoría de política exterior vale una mierda».
Cuando las corresponsalías de esa misma cadena en el extranjero empezaron a cerrar, Patrick siguió los pasos de otros periodistas de televisión y se incorporó a una cadena que sólo se ocupaba de noticias. No era una cadena muy buena, pero por lo menos era un canal que emitía noticias internacionales durante las veinticuatro horas del día.
¿Era Wallingford lo bastante ingenuo para creer que una cadena especializada en noticias no tendría en cuenta sus índices de audiencia? Lo cierto era que el canal internacional concedía demasiada importancia a los índices, actualizados minuto a minuto, capaces de señalar cuándo aumentaba o disminuía la atención de los telespectadores.
No obstante, sus colegas en los medios de comunicación se mostraban de acuerdo, con ciertas reservas, en que Wallingford parecía destinado a ser presentador. Su apostura era indiscutible, tenía unas facciones bien marcadas, perfectas para la televisión, y había adquirido la experiencia indispensable como reportero. Curiosamente, la hostilidad de la esposa de Wallingford figuraba entre los principales costes de esa experiencia adquirida.
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