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John Irving: La cuarta mano

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John Irving La cuarta mano

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Patrick Wallingford no tiene la culpa de que las mujeres lo encuentren irresistible. Aunque su pasividad vital y su desdibujada personalidad sean irritantes, todas desean acostarse con él, y lo cierto es que no les cuesta mucho conseguirlo. Wallingford es periodista en un canal televisivo peligrosamente decantado hacia el sensacionalismo hasta que, en un tragicómico episodio laboral pierde la mano izquierda y se convierte de pronto en noticia mundial.

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Madre e hija esperaron sentadas otra hora para ver de nuevo el episodio completo. Esta vez la madre, refiriéndose a la rubia sin sujetador, comentó: «Apuesto a que se la tiraba».

Siguieron así, mientras daban cuenta de la segunda botella de Burdeos. La tercera vez que miraron el suceso completo, prorrumpieron en gritos de júbilo lascivo, como si el castigo e Wallingford, como así lo consideraban, fuese lo que debería haberles sucedido a todos los hombres que ellas habían conocido.

– Pero no debería haber sido la mano -dijo la madre.

– Sí, tienes razón -replicó la hija.

Sin embargo, tras la tercera contemplación del horripilante suceso, guardaron un taciturno silencio mientras la fiera engullía los trozos de carne humana, y la madre desvió la mirada del rostro de Patrick cuando éste iba a perder el conocimiento.

– Pobre cabrón -dijo la hija entre dientes-. Me voy a la ama.

– Creo que lo voy a ver una vez más -respondió la madre.

La hija se tumbó en la cama sin poder dormir. Por debajo de la puerta se filtraba la luz parpadeante del televisor en la ala de la suite. La madre, que había bajado al máximo el volumen, estaba llorando.

La muchacha se levantó y fue a sentarse junto a su madre en el sofá. Mantuvieron el televisor sin sonido y, cogidas de la mano, volvieron a contemplar las terribles pero excitantes imágenes. Los leones hambrientos eran lo de menos; el objeto de la mutilación eran los hombres.

– ¿Por qué tenemos necesidad de ellos si los odiamos? -preguntó la hija en un tono de fatiga.

– Los odiamos precisamente porque los necesitamos -respondió la madre, la voz confusa.

Allí estaba el rostro afligido de Wallingford. Cayó de rodillas, la sangre saliendo a chorros del antebrazo. El dolor distorsionaba sus hermosas facciones, pero era tal el efecto que Wallingford causaba en las mujeres que una madre borracha y con las molestias del desfase horario, así como su hija apenas menos dañada, sentían dolor en sus brazos. Los tendían realmente hacia él mientras caía.

Patrick Wallingford no iniciaba nada, pero inspiraba una inquietud sexual y un anhelo antinatural… incluso cuando le sorprendían en el acto de alimentar a un león con su mano izquierda. Era un imán para las mujeres de todos los tipos y edades; incluso cuando yacía inconsciente, era un peligro para el sexo femenino.

Como sucede a menudo en las familias, la hija dijo en voz alta lo que la madre también había observado pero se guardaba de exteriorizar:

– Mira las leonas.

Ninguna leona había tocado la mano. Había cierto grado de anhelo en la tristeza de sus ojos. Incluso después de que Wallingford perdiera el sentido, las leonas siguieron mirándole. Casi parecía como si también estuvieran afligidas.

2. El ex centrocampista

Al frente del equipo bostoniano estaba el doctor Nicholas M. Zajac, cirujano especializado en las extremidades que trabajaba en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados, el centro médico más importante de Massachusetts dedicado a cirugía de la mano. El doctor Zajac era también profesor agregado de cirugía en Harvard. Fue él quien tuvo la idea de iniciar la búsqueda de potenciales donantes y receptores de manos en Internet (www.faltanmanos.com).

El doctor superaba en edad a Patrick Wallingford por media generación. El hecho de que tanto Deerfield como Amherst fuesen instituciones educativas exclusivamente masculinas cuando asistió a ellas es una explicación insuficiente del escoramiento absoluto hacia la masculinidad que acompañaba su presencia con tanta intensidad como su nada refinada loción para después del afeitado.

No le recordaba nadie de sus tiempos en Deerfield, ni tampoco de los cuatro años que pasó en Amherst. En su juventud jugó al lacrosse, tanto en el instituto como en la universidad, pero ni siquiera sus entrenadores le recordaban. Es muy extraño que cualquier miembro de un equipo atlético mantenga semejante anonimato, pero Nick Zajac se había pasado la adolescencia y la primera juventud entregado a una búsqueda de la excelencia que asombraba por su carencia absoluta de relieve y de cualquier hecho memorable, pero que había sido coronada por el éxito, sin amigos y sin una sola experiencia sexual.

Un alumno de la Facultad de Medicina, con quien el futuro doctor Zajac compartió un cadáver, fue testigo de algo que jamás olvidaría: el sobresalto y la indignación de su compañero al ver el cuerpo. «El problema no era que la mujer llevara mucho tiempo muerta- recordaría el estudiante-. Lo que afectó a Nick fue que el cadáver fuera de una mujer, claramente el primero que veía»

También la mujer de Zajac fue la primera. Era uno de esos hombres demasiado agradecidos que se casan con la primera mujer con la que se acuestan. Tanto él como su esposa lo lamentarían.

El cadáver femenino tuvo algo que ver con la decisión que tomó el doctor Zajac de especializarse en las manos. Según su antiguo compañero de laboratorio, lo único que Zajac pudo examinar de aquel cuerpo fueron las manos. Todo lo demás le resultaba insoportable.

Sin duda necesitamos saber más acerca del doctor Zajac. Su delgadez era compulsiva, jamás se sentía lo bastante delgado. Practicaba el maratón, observaba a las aves y comía semillas (práctica que había adquirido al observar a los pinzones). Sentía una atracción preternatural por las aves y la gente famosa. Se hizo cirujano de las manos, y sus pacientes eran astros.

Sobre todo astros del deporte, atletas lesionados, como el lanzador de los Red Sox de Boston que se desgarró el ligamento anterior radioulnar de la mano con que lanzaba. Más adelante fue objeto de un trueque: los Blue Jay de Toronto lo adquirieron a cambio de dos defensas que nunca dieron buen resultado y un bateador cuya habilidad principal consistía en golpear a su mujer. Zajac operó también al bateador. Cuando trataba de encerrarse en el coche, la mujer del bruto cerró la portezuela y le pilló la mano. El daño más profundo se lo ocasionó en la segunda falange proximal y la tercera metacarpal.

Un número sorprendente de las lesiones que sufrían los astros del deporte no se habían producido en el campo ni en la pista ni en el hielo. Por ejemplo, aquel portero de los Bruins Boston, retirado desde hacía tiempo, que se cortó el ligamento transverso superficial de la mano izquierda al apretar con demasiada fuerza un vaso de vino contra la alianza de matrimonio o aquel defensa de los Patriots de Nueva Inglaterra, al que habían sancionado tantas veces, y que se cortó una arteria digital, junto con varios nervios, al tratar de abrir una ostra con un cuchillo del ejército suizo. Eran deportistas que corrían riesgos, un grupo con tendencia a sufrir accidentes, pero eran famosos. Durante cierto tiempo, el doctor Zajac los veneró, y sus fotografías dedicadas, en las que irradiaban superioridad física, cubrían las paredes de su consultorio.

Sin embargo, a menudo incluso las lesiones laborales de los astros deportivos eran innecesarias, como en el caso de un delantero centro de los Celtics de Boston, que saltó hacia atrás, como zambulléndose, cuando ya había expirado el tiempo en el reloj de lanzamientos, perdió el dominio del balón y se destrozó la fascia palmar al golpear la valla de la cancha.

Pero no importaba… el doctor Zajac los quería a todos. Y no sólo a los atletas.

Los cantantes de rock parecían propensos a sufrir dos clases de lesiones en las habitaciones de hotel. Ante todo las que Zajac llamaba «desmanes del servicio de habitaciones», que ocasionaban heridas con objetos punzantes y lesiones por derramamiento de café y té calientes, así como una serie de encuentros imprevistos con objetos inanimados. Les seguían de cerca los innumerables contratiempos en baños con el suelo mojado, que tendían a sufrir no sólo las estrellas del rock sino también los astros de la pantalla.

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