John Irving - La cuarta mano

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Patrick Wallingford no tiene la culpa de que las mujeres lo encuentren irresistible. Aunque su pasividad vital y su desdibujada personalidad sean irritantes, todas desean acostarse con él, y lo cierto es que no les cuesta mucho conseguirlo. Wallingford es periodista en un canal televisivo peligrosamente decantado hacia el sensacionalismo hasta que, en un tragicómico episodio laboral pierde la mano izquierda y se convierte de pronto en noticia mundial.

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Otros lugares donde los astros de la pantalla tendían a sufrir accidentes eran los restaurantes, sobre todo al salir de ellos. Desde el punto de vista de un quirocirujano, golpear a un fotógrafo era mejor que golpear la cámara de un fotógrafo. Por el bien de la mano, cualquier expresión de hostilidad hacia algo hecho de metal, vidrio, madera, piedra o plástico era un error. Sin embargo, entre los famosos, la violencia hacia diversos objetivos era la fuente principal de las lesiones que el doctor veía.

Cuando el doctor Zajac contemplaba los dóciles rostros de sus renombrados pacientes, se daba perfecta cuenta de que su éxito y la aparente satisfacción que mostraban no eran más que unas máscaras que se ponían en público.

Todo esto podría haber inquietado a Zajac, pero era él, precisamente, quien inquietaba a sus colegas de Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados. Aunque no le decían a la cara que cortejaba a los famosos con la esperanza de adquirir un poco de su fama, sabían que hacía tal cosa y se sentían superiores a él… aunque sólo fuese en ese aspecto. Como cirujano, era el mejor de todos. Los demás también lo sabían y eso les molestaba.

Si en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados se abstenían de comentar el cortejo de la fama a que se entregaba Zajac, se permitían en cambio amonestar a su colega superestrella por lo delgado que estaba. Todo el mundo creía que el matrimonio de Zajac había fracasado porque se había vuelto más delgado que su mujer, y sin embargo nadie en Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados había podido convencer al doctor Zajac de que debía alimentarse para salvar su matrimonio. No era probable que pudieran convencerle de que debía engordar ahora que se había divorciado.

Su amor a las aves era lo que más desquiciaba a los vecinos de Zajac. Por razones que ni siquiera comprendían los ornitólogos de la zona, el doctor Zajac estaba convencido de que la abundancia de excremento canino en el área metropolitana de Boston había tenido un efecto deletéreo sobre la población de aves de la ciudad.

Todos los colegas de Zajac apreciaban cierta foto suya, aunque sólo uno de ellos había visto la verdadera imagen. Era una mañana de domingo, en el nevado patio de su casa en la calle Brattle, y el renombrado cirujano, con botas hasta las rodillas, albornoz de franela rojo, una ridícula gorra de esquiar con el nombre de los Patriots de Nueva Inglaterra, una bolsa de papel marrón en una mano y una raqueta de lacrosse, de tamaño infantil, en la otra, registraba el patio en busca de excrementos de perro. El doctor Zajac carecía de perro, pero tenía varios vecinos desconsiderados, y la calle Brattle era una de las rutas más populares de Cambridge para pasear al perro.

El destinatario de la raqueta de lacrosse era el hijo único de Zajac, un chico nada atlético que pasaba con él un fin de semana al mes. El inquieto muchacho, trastornado por el divorcio de sus padres, pesaba menos de lo que correspondía a sus seis años y se empeñaba en rechazar la comida, muy posiblemente a instancias de su madre, cuya misión, nada complicada, consistía en volver loco a Zajac.

La ex esposa, llamada Hildred, hablaba sobre el particular como si no se lo tomara en serio. «¿Por qué habría de comer el chico? Su padre no lo hace. ¡Ve que su padre se muere de hambre y lo imita!» Así pues, el acuerdo de divorcio permitía a Zajac ver a su hijo sólo una vez al mes, y nunca durante más de un fin de semana. ¡Y en Massachusetts existe el llamado divorcio sin culpable! (Este era el oxímoron favorito de Wallingford.)

En realidad, al doctor Zajac le atormentaba el trastorno alimentario de su querido hijo, y le buscaba soluciones tanto médicas como prácticas. (Hildred apenas reconocía que su hijo, de aspecto desnutrido, tuviera algún problema.) Los fines de semana que visitaba a su padre, Rudy, como se llamaba el niño, asistía al espectáculo del doctor Zajac, que se obligaba a engullir grandes cantidades de comida, que después vomitaba en la intimidad del lavabo. Pero con el ejemplo de su

padre o sin él, Rudy apenas probaba bocado.

Un gastroenterólogo pediátrico prescribió cirugía exploratoria, a fin de descartar posibles dolencias del colon. Otro recetó un jarabe, un líquido azucarado indigerible que actuaba como diarreico. (Se basaba en la teoría de que si los intestinos del chico se movían con mayor frecuencia, tendría más apetito.) Un tercero expresó su opinión de que Rudy superaría el problema al crecer. Este último fue el único consejo gastroenterológico que pudieron aceptar tanto el doctor Zajac como su ex esposa.

Entretanto, la empleada doméstica de Zajac, residente en la casa, había presentado su dimisión, pues no podía soportar que se tirase tanta comida el tercer lunes de cada mes. Como a Irma le molestaba la denominación «empleada doméstica», Zajac nunca dejaba de llamarla su «asistenta», aunque las principales responsabilidades de la joven eran la limpieza de la casa y hacer la colada. Tal vez la obligatoria recogida diaria de las cacas de perro en el patio era lo que más la ponía de mal humor, la ignominia de la bolsa de papel marrón, su torpeza en el manejo de la raqueta de lacrosse infantil, la baja categoría de la tarea.

Irma era una mujer sencilla, robusta, cercana a la treintena, y no había previsto que trabajar para un «doctor en medicina», como ella llamaba a Zajac, incluiría un cometido tan degradante como combatir los hábitos excrementicios de los perros de la calle Brattle.

También hería sus sentimientos que el doctor Zajac la considerase una inmigrante para quien el inglés era una segunda lengua. El inglés era el primer y único idioma de Irma, pero la confusión se debía a lo que el menudo Zajac podía entender cuando casualmente la oía hablar alegremente por teléfono. Irma tenía su propio teléfono en su dormitorio, frente a la cocina, y a menudo hablaba largo y tendido con su madre o alguna de sus hermanas, a altas horas de la noche, cuando Zajac asaltaba el frigorífico. Aun así, el cirujano, delgado como un escalpelo, reducía sus tentempiés a zanahorias crudas, que conservaba en un cuenco con hielo fundido en la nevera.

A Zajac le parecía que Irma hablaba una lengua extranjera. Sin duda, la masticación constante de zanahorias crudas y los exasperantes trinos de los pájaros enjaulados que estaban por toda la casa provocaban sus dificultades auditivas, pero el principal motivo de la errónea suposición de Zajac era que Irma siempre gritaba histéricamente cuando hablaba con su madre o sus hermanas. Les contaba una y otra vez lo humillante que era verse siempre subestimada por el doctor Zajac.

Irma sabía cocinar, pero el doctor nunca comía. Sabía coser, pero Zajac enviaba al centro de lavandería y arreglos de ropa las prendas del consultorio y el hospital necesitadas de zurcidos. Lo que quedaba del resto de sus ropas eran las prendas sudadas con las que corría. Zajac corría por la mañana (a veces, cuando aún estaba oscuro) antes del desayuno, y volvía a correr (a menudo cuando ya había oscurecido) al final de la jornada.

Era uno de esos cuarentones delgados que corren por las orillas del río Charles, como si estuvieran perpetuamente empeñados en una competición de buena forma con los estudiantes que también corren y caminan por las inmediaciones de Memorial Drive. Con nieve compacta o a medio derretir, con cellisca, con el calor del verano, incluso cuando había tormenta, el espigado cirujano corría y corría. Con una altura de metro ochenta, el doctor Zajac sólo pesaba sesenta y cinco kilos.

Irma, que medía metro sesenta y siete y pesaba alrededor de setenta y cinco, estaba convencida de que odiaba a aquel hombre. De noche canturreaba por teléfono, sollozando, la letanía de las ofensas de Zajac, pero el cirujano, cuando acertaba a oírla, se preguntaba: ¿checo?, ¿polaco?, ¿lituano?

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