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John Irving: La cuarta mano

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John Irving La cuarta mano

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Patrick Wallingford no tiene la culpa de que las mujeres lo encuentren irresistible. Aunque su pasividad vital y su desdibujada personalidad sean irritantes, todas desean acostarse con él, y lo cierto es que no les cuesta mucho conseguirlo. Wallingford es periodista en un canal televisivo peligrosamente decantado hacia el sensacionalismo hasta que, en un tragicómico episodio laboral pierde la mano izquierda y se convierte de pronto en noticia mundial.

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Ahora estaban divorciados. Él culpaba a los viajes, pero la que entonces era su esposa sostuvo que el problema consistía en las demás mujeres. Lo cierto es que a Patrick le atraían los encuentros sexuales fortuitos, y le seguían atrayendo tanto si viajaba como si no.

Poco antes de su accidente fue objeto de una demanda de paternidad. Aunque el tribunal le absolvió, puesto que el resultado de un análisis del ADN fue negativo, la simple acusación de paternidad aumentó el rencor de su esposa. Más allá de la flagrante infidelidad de su marido, ella tenía un motivo adicional para estar molesta. Aunque deseaba tener hijos desde hacía mucho tiempo, Patrick se había negado en redondo a satisfacerla. (Una vez más, echó la culpa a los viajes.)

Marilyn, la ex esposa de Wallingford, solía decir que le gustaría que su ex marido hubiera perdido algo más que la mano izquierda. Volvió a casarse enseguida, quedó embarazada y tuvo un hijo; entonces se divorció de nuevo. Marilyn también solía decir que, pese a lo mucho que había anhelado ser madre, el dolor del parto superaba al que experimentó Patrick cuando perdió la mano.

Patrick Wallingford no era un hombre irascible; un estado de ánimo generalmente apacible le caracterizaba tanto como su buen aspecto. Sin embargo, el dolor de perder la mano izquierda era la posesión que Wallingford defendía con más empeño. Le enfurecía que su ex mujer trivializara su dolor al considerarlo inferior al de ella cuando «simplemente», como él solía decir, dio a luz.

Tampoco conservaba siempre la calma ante la afirmación, por parte de su ex esposa, de que era un mujeriego redomado. Él opinaba que nunca lo había sido, lo cual significaba que no seducía a las mujeres, sino que se limitaba a dejarse seducir por ellas. Nunca las buscaba; eran ellas quienes le buscaban a él. Era el equivalente masculino de la chica que no podía decir que no, una actitud de adolescente, según Marilyn. (Patrick se aproximaba a la treintena cuando su mujer pidió el divorcio, pero, según ella, seguía siendo un muchacho.)

El puesto de presentador, al que parecía destinado, seguía eludiéndole, y tras el accidente sus posibilidades de obtenerlo disminuyeron. Algún director ejecutivo mencionó «el factor aprensión». ¿Quién quiere ver las noticias de la mañana o la noche presentadas por un individuo que responde al tipo de perdedor y víctima, a quien un león hambriento ha arrancado una mano de un mordisco? Puede que el suceso no llegara a treinta segundos (la noticia íntegra sólo duraba tres minutos), pero nadie que tuviera un televisor había dejado de verlo. Durante un par de semanas se emitió una y otra vez en todo el mundo.

Wallingford se encontraba en la India. Su cadena de televisión especializada en noticias, a la que, debido a su inclinación hacia lo catastrófico, los esnobs de la elite en los medios de comunicación llamaban «Desastre Internacional» o el «Canal de las Calamidades», le había enviado a un circo indio en Gujarat. (Ninguna cadena de noticias juiciosa habría enviado a un reportero desde Nueva York a un circo en la India.)

El Gran Circo Ganesh actuaba en Junagadh, y una de las jóvenes trapecistas se había caído en plena actuación. Era famosa por «volar», como se denomina el trabajo de tales volatineros, sin red de seguridad, y aunque no murió a causa de aquella caída desde veinticinco metros de altura, su marido, que también era su entrenador, sí perdió la vida al intentar atraparla. El cuerpo que caía a plomo lo mató, pero al menos impidió que ella se estrellara contra el suelo.

De inmediato el gobierno indio prohibió los vuelos sin red, y el Gran Ganesh, entre otros circos pequeños de la India, expresó su protesta. Durante años y años, cierto ministro del gobierno, un activista demasiado entusiasta de los derechos de los animales, había intentado que se prohibiera el uso de éstos en los circos indios, y por esta razón los circos eran muy susceptibles a cualquier intervención del gobierno. Además, el director del Gran Circo Ganesh, muy exaltado, le confesó a Patrick Wallingford ante la cámara que el público llenaba la carpa una tarde tras otra precisamente porque los trapecistas no usaban red.

Lo que Wallingford había observado era el sorprendente estado de deterioro de las mismas redes. Desde donde se encontraba, en la tierra seca y compacta, el «suelo» de la carpa, al mirar hacia arriba vio las roturas y los desgarrones en la cuadrícula de cuerdas. La red en mal estado parecía una colosal telaraña destrozada por un pájaro presa del pánico. Era dudoso que pudiera soportar el peso de un niño que se cayese, y aún menos el de un adulto.

Muchos de los artistas eran niños, en su mayoría muchachas. A Patrick le explicaron que sus padres las habían vendido al circo para que tuvieran una vida mejor, con lo cual querían decir una vida más segura. No obstante, el elemento de riesgo en el Gran Ganesh era enorme. El exaltado director había dicho la verdad: el público llenaba la carpa cada tarde y noche para ver accidentes, y a menudo las víctimas de esos accidentes eran niños. Como artistas de circo eran aficionados con talento, pequeños y buenos atletas, pero tenían un entrenamiento superficial.

A todo buen periodista le habría interesado la razón de que la mayoría de los pequeños fueran niñas, y Wallingford, tanto si uno creía como si no en la evaluación de su carácter efectuada por su ex mujer, era un buen periodista, con una inteligencia que radicaba principalmente en su capacidad de observación, y la experiencia televisiva le había enseñado la importancia de adelantarse con rapidez a lo que podría salir mal.

Eso de adelantarse era al mismo tiempo lo admirable y lo equivocado en el medio de la televisión, que obtiene su fuerza de las crisis y no de las causas. Lo que más decepcionaba a Patrick de sus misiones como reportero era la frecuencia con que se pasaba por alto o se hacía caso omiso de una noticia más importante. Por ejemplo, la mayoría de los artistas infantiles de un circo indio eran niñas porque sus padres no habían querido que fuesen prostitutas. Y en el peor de los casos, los niños no vendidos a un circo serían mendigos (o se morirían de hambre).

Pero a Patrick Wallingford no le habían enviado a la India para que informara de tales detalles. La noticia era otra: una trapecista, una mujer adulta que se vino abajo desde veinticinco metros de altura, había aterrizado en los brazos de su marido y, en su caída, le ocasionó la muerte. El gobierno indio había intervenido, y el resultado era que todos los circos de la India se manifestaban en contra de la ley por la que ahora sus volatineros tenían que usar red de seguridad. Incluso la trapecista que recientemente había enviudado, la mujer que cayó, secundaba la protesta.

Wallingford la había entrevistado en el hospital, donde se recuperaba de una rotura de cadera y cierta lesión sin concretar en el bazo, y ella le dijo que volar sin red de seguridad era lo que daba al vuelo su morbo especial. Por supuesto, lloraba a su difunto marido, pero éste también había sido volatinero, también había caído y sobrevivido al percance. Sin embargo, dio a entender la viuda, era posible que en realidad no se hubiera librado de las consecuencias de aquel primer error, y el hecho de que ella se le hubiera caído encima podía significar la conclusión del episodio anterior e inacabado.

Wallingford se dijo que esa manera de pensar era interesante, pero su jefe de información, a quien todo el mundo despreciaba cordialmente, se mostró decepcionado por la entrevista. Y todo el personal de la sala de redacción en Nueva York consideró que la trapecista parecía «demasiado tranquila»; preferían que sus víctimas de desastres estuvieran histéricas.

Por otro lado, la volatinera convaleciente había dicho que su marido estaba ahora «en brazos de la diosa en la que creía», una frase seductora. Lo que quería decir era que su esposo había creído en Durga, la diosa de la destrucción. La mayoría de los trapecistas creen en Durga, una deidad a la que se representa generalmente con diez brazos. «Los brazos de Durga tienen la finalidad de asirte y sostenerte, si alguna vez te caes», explicó la viuda.

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